DEDICATORIA
A mi papá y a mi bisabuelo francés
por el viaje que me heredaron
A mis hijos y mis nietos para que
que conozcan sus raíces y su legado
PRÓLOGO
Viajé a Francia porque quería estudiar el idioma y conocer el país de mis antepasados. No partí buscando escribir un libro, ni investigar mi origen. Sin embargo, mientras hacía planes sobre un mapa, un nombre atraía mi mirada: Barcelonnette. Así empezó una inquietud sutil por conocer mi herencia francesa y la tierra de mis antepasados
Como una raíz que empuja hacia abajo pidiendo crecer, así era mi deseo oculto de saber cuál era el legado de la sangre, si es que había alguno, de mi bisabuelo francés. El cruzó el océano para comenzar una nueva vida en México… y de pronto, algo dentro de mí quiso hacer el camino inverso. Este libro es el resultado de ese viaje.
Aunque recorrí muchos lugares que estaban en mi camino, no es una guía turística, ni tampoco una investigación genealógica. Es la crónica sencilla, íntima y colorida, de una travesía sin itinerario, hecha de trenes y silencios, de papeles viejos y emociones nuevas, de tumbas y paisajes, de mapas y encuentros improbables, de tropiezos y hallazgos.
Es un diario sin fechas de un recorrido con desviaciones espontáneas, pero con huellas claras. En pocas palabras, es el testimonio de una mujer que viajó sola por Francia buscando el rastro de su bisabuelo francés y se encontró a sí misma.
Capítulo 1: RUMBO A FRANCIA
Nunca imaginé que me tocaría estar del otro lado de lo que tantas veces viví al despedirme de mis hijos cuando viajaban solos. Con los ojos brillosos veía su figura alejarse rumbo a la aventura, a descubrir el mundo. Ahora eran ellos quienes me veían partir, con ternura expresada como preocupación. Y yo, con un nudo en la garganta y les dije :
—No se preocupen, me voy a cuidar.
¿Quién lo hubiera dicho? Un viaje de tres meses, sola, sin itinerario programado, ni más plan que recorrer la Costa Azul e ir a Barcelonnette, una región en los Alpes, buscando las huellas de mi bisabuelo francés.
Lo poco que sabía de él me intrigaba. Sin duda era un joven intrépido que dejó su pueblo natal para viajar muy lejos, hasta México en búsqueda de mejores condiciones de vida. Era el año 1889 cuando mi bisabuelo Theophile Ricaud se despidió del Valle del Ubaye, sin saber entonces que nunca más volvería. Toda su descendencia vive aquí en México y yo una bisnieta, fui la primera de su familia en llegar hasta donde él vivió los primeros 24 años de su vida y conocer al único pariente que aún vive en esa región.
Allá iba, hasta el otro lado del Atlántico, sin conocer Francia y sin saber hablar el idioma. Después de ser cuidadora de todos, como madre y como esposa, esta vez, iba a cuidarme a mi solamente.
O al menos, esa era la idea, pero el arranque no fue precisamente tranquilizador. Mientras mis hijos me daban los últimos consejos —“Cuida tu pasaporte, no pierdas el celular, mantente alerta”—, metí la mano en la bolsa y sentí el vacío. El teléfono, no estaba.
Vaciar la bolsa no sirvió de nada, salvo para aumentar el pánico. Fer y Javi intentaban tranquilizarme:
—Piensa con calma, ¿lo dejaste en la casa?
Recordé que lo había usado en el coche. Javier salió corriendo, y cuando volvió con el teléfono en la mano, sentí que me volvía el alma al cuerpo. A ellos no estoy tan segura.
Así, con el corazón medio acelerado, empezó mi viaje. Si hubieran sabido en ese momento que dos semanas después, en Niza, me robarían el teléfono, no sé qué habrían hecho.
Capítulo 2: Una noche en París
Tenía solo unas horas en París. Una noche apenas. Y dos opciones: dormirme temprano en el hotel cercano al aeropuerto para salir a Niza a las 7AM o tomar el tren y luego el metro, hasta el corazón de la ciudad.
¿Ir o no ir?
Desde la ventana veía las luces titilantes de la ciudad que parecía tan cerca y tan lejana al mismo tiempo. Allá estaban los tejados, los puentes, los sueños… pero también el cansancio, el miedo a perderme, la incomodidad de aventurarme sola.
Eran las 9 de la noche, viernes. Apenas empezaba el viaje y no me veía saliendo a explorar de noche, aunque fuera la famosa ciudad luz. Me inclinaba por quedarme guardada, tal vez prender la tele, dormir temprano.
Pero estaba en París. ¿Cómo no salir?
La voz de mi hijo Javier sonaba todavía en mis oídos:
—»Es el inicio de la aventura. Tiene que ser simbólico. Imagínate caminando junto al Sena”, me dijo. Y sí, me imaginaba… pero también me veía perdida, tratando de volver al hotel sin saber cómo.
Al final, más por no arrepentirme después y por hacerle caso a Javier, me lancé.
Llegué a la zona de Châtelet, sin rumbo muy claro. Crucé el Sena, y entonces, de pronto, estaba frente a Notre Dame. Iluminada, silenciosa, majestuosa. Me quedé ahí, sin prisa, como si el tiempo se hubiera detenido para que yo pudiera asimilar que estaba realmente en París.
Caminé a lo largo del río, mirando los puentes antiguos, que muestran con orgullo la pátina que muchos siglos de presencia les ha dejado. Me dejé hipnotizar por el murmullo del agua, cuando una melodía me jaló como por arte de magia hacia un pequeño restaurante. Una banda de rock tocaba música setentera y entré, atraída por esa vibra desenfadada y familiar.
Pedí una copa de vino. Me senté. Respiré.
Platiqué con un chico tejano que volvía a casa después de vivir en Tailandia. Él, al final de su aventura, yo apenas comenzaba la mía.
Y pensé: ¿qué más podía pedir?
Capítulo 3: Visitando castillos con Germain
Si alguien me lo hubiera contado, habría pensado que exageraba. Pero los viajes tienen ese raro poder: te sacan del guión de siempre y te hacen actuar en escenas que nunca imaginaste protagonizar.
Así fue como, de pronto, me vi recorriendo los castillos del Valle del Loira con un hombre de 85 años, llamado Germain, que manejaba como si aún tuviera 30, pero 30 desbocados… y con quien apenas me entendía a través de señas.
Yo quería visitar esa región y Germain —papá de mi casera en Niza— accedió a recibirme en su casa en Château-Renault, un pequeño pueblo encantador.
Pronto descubrí que, además de ser medio sordo, Germain no hablaba ni una palabra fuera del francés. Y yo, por mi parte, tardaba media hora en construir una frase que al final sonaba tan torpe que Germain solo me miraba con una interrogación en la cara y cejas levantadas. Pero así funcionó nuestra extraña sociedad de viaje.
Gracias a Monsieur Hubert —como le decían con respeto sus vecinos—, conocí una Francia que no aparece en los folletos turísticos: la vida sencilla en la “campagne”, la cocina sin microondas, la tablet empolvada que Germain ya no sabía encender, y la camaradería sin palabras.
Durante el día recorrimos carreteras onduladas entre campos verdes y castillos encantados. A veces nos perdíamos gracias a un GPS de la prehistoria que apenas podía yo leer con los lentes puestos, pero lo tomábamos con humor: cuando equivocamos el rumbo, desandar el camino era parte del ritual.
En una de esas, nos detuvo un policía por exceso de velocidad. Y ahí estaba yo, sentada al lado de un caballero octogenario, en medio de la campiña francesa, pensando que aquello debía ser un sueño. Un sueño del que iba a despertar en mi departamento del piso 11 en la Ciudad de México, con los maullidos de Martina —mi gata— pidiendo su desayuno. Pero estaba ahí, con Germain, y me sentía afortunada.
Él había enviudado tres años antes. Vivía solo en una casa antigua, con techos altos y cuatro recámaras. Dormía abajo porque le costaba subir escaleras. Cocinaba a la antigua y aún conservaba fotos, flores secas, y muñecas de porcelana que hablaban de una esposa que ya no estaba, pero que seguía habitando cada rincón.
El día que partí, lo dejé en el andén de la estación de Saint Pierre, en Tours. El tren arrancó y él —despistado como siempre— volteaba a otro lado. No me vio despedirme con la mano.
La noche anterior le había escrito un correo, traducido al francés, para agradecerle su hospitalidad. Al día siguiente, se lo mostré en su email, que apenas sabía abrir. Lo leyó con atención, sonrió, y al terminar, me dio un abrazo torpe pero cálido que me hizo tragar saliva.
De regreso a Niza, con el paisaje desfilando tras la ventana del tren, lo imaginé de nuevo en su casa, solo, entre recuerdos, escuchando cada media hora el tic-tac del reloj. Pensé en Ivette, su compañera por 60 años. En los silencios que dejó su ausencia. Y en el comentario que Germain me hizo al despedirnos:
—Ahora tengo nuevos recuerdos… gracias a ti, mi amiga mexicana.
Lo repitió dos veces para que entendiera. Y otra vez, se me hizo un nudo en la garganta.
Au revoir, Germain.
Capítulo 4: La Costa Azul
Entre perfumes y callejones
Volver a Niza después de la experiencia con Germain fue como aterrizar suavemente en una película completamente distinta. Del verde campirano y el ritmo pausado del Loira, pasé al azul resplandeciente del Mediterráneo, al bullicio cosmopolita, a las terrazas llenas de turistas y al aire salado que sopla entre palmeras.
Mi llegada a Niza fue discreta, sin contratiempos, pero con esa mezcla de emociones que trae el regreso a un sitio que ya empieza a sentirse familiar. Ahí estaba otra vez, en la ciudad que elegí porque quería ver el Mediterráneo y ubicarme cerca del área de Los Alpes donde se encuentran Barcelonnette y el Valle del Ubaye. Ese era el destino final siguiendo el rastro de mi bisabuelo francés. Para encontrar la huella de su paso, debía adentrarme en este mundo distinto.
Ahora, después de recorrer castillos y carreteras perdidas en La Loire, de comunicarme casi a señas en un ambiente desconocido, después de abrazos con sabor a despedida, yo era otra. Una versión de mí un poquito más valiente, más libre, más suelta en el mundo.
Decidí entonces entregarme a la Costa Azul, esa franja encantada entre el mar y las montañas, donde los colores parecen más intensos y las historias flotan en el aire con aroma a sal y jazmín.
En Antibes, el museo Picasso me esperaba encaramado frente al mar, en el antiguo Palacio Grimaldi. Desde ahí, las olas parecen lamer las piedras del acantilado mientras el viento envolvía las esculturas en un abrazo airoso.
Caminando por las calles, entre turistas de cruceros recién llegados y gente de todos los idiomas, me topé con una mujer anciana, sentada en una banca, absolutamente ajena al bullicio. Su mirada se perdía entre la multitud, con ese gesto ambiguo que puede ser de hastío o de sabiduría. La imaginé como una testigo del tiempo, una presencia que ya ha visto demasiado y ahora simplemente ve al vacío.
Después vino Eze, un pueblo suspendido en el cielo. Subí por sus callejuelas empedradas y descubrí personajes que parecían sacados de un cuento: una adivinadora con cuarzos mágicos, un zapatero con alma de poeta y un pintor de lengua pastosa, Jean Garnier, que me ofreció una copa de vino —de las que se veía que ya llevaba varias— y me platicó sobre su vida artística. No entendí mucho, pero su entusiasmo era contagioso.
En lo más alto del pueblo, al atardecer, unas figuras femeninas esculpidas en “polvo de estrellas” despedían una luz que no paredía de este mundo. Me fui de ahí en silencio, como si hubiera pasado por un lugar sagrado.
En Cannes, el glamour me abrumó un poco. El Festival era un torbellino de cámaras, gente bien vestida, fans buscando boletos con carteles en mano y colas infinitas para acceder a funciones que probablemente ni alcanzaron. Yo no necesitaba entrar. Me bastó ver el tinglado armado alrededor del séptimo arte y sentir que, de algún modo, todos éramos parte de la misma película: compartíamos el gusto inefable de sentarnos frente a una pantalla gigante para dejarnos llevar y sumergirnos en otros mundos, otras realidades.
Y entonces me caí.
Fue en Mónaco, justo afuera del Casino de Monte Carlo, donde los autos de lujo desfilan como modelos de pasarela. Iba caminando tranquilamente entre turistas, cuando ¡pum!, al suelo, como de sentón. Me levanté de inmediato, sacudiéndome el polvo y el ego. Varias personas se acercaron a ver si estaba bien. Yo sonreía como si nada. Pero con el tobillo torcido y el codo dolorido, solo me faltaba la cereza en el pastel: una señora española lo resumió con brutal claridad:
—Es que ha caído de culo.
No sabía si reír o llorar. Así es viajar sola.
Villefranche-sur-Mer fue un bálsamo. Un pueblito que parece flotar sobre una bahía tranquila. Ahí vi a Mme Feraud, una mujer mayor que caminaba con su bastón cargando una bolsa de pan. Me contó que su perrito se llama Blas, como su difunto esposo. Y que desde que él murió, su rutina no ha cambiado: cada mañana compra un pain au chocolat, el favorito de su marido, y se lo lleva caliente al Blas canino, como antes lo hacía con el Blas humano. Una costumbre bastante excéntrica, pensé, pero al fin, una forma de recordar a su compañero.
La visita a Grasse fue por recomendación de Javier que le gustan mucho los perfumes. Recorrí la perfumería Fragonard como si caminara por un laboratorio mágico: flores, maderas, esencias, alambiques, fragancias. Todo se mezcla ahí para crear lo invisible que marca recuerdos. Y pensé en la memoria de los olores, en cómo algo tan sutil puede regresarnos al pasado en un segundo.
Después vino Saint Paul de Vence, donde el arte y la fe se tocan. Ahí, Matisse diseñó una capilla entera por amor y por devoción. Al entrar, la luz lo inunda todo y entendí por qué dijo: “Creo en Dios cuando estoy trabajando”. La capilla es humilde, blanca, sin ornamentos. Y sin embargo, se siente que algo mayor habita ahí.
En La Napoule, tomé una cerveza frente a un castillo. Imaginé la vida de Henry Clews Jr., artista americano que lo convirtió en su hogar junto al mar, con laya privada, esculturas, jardín. Todo un cuento de hadas real. Y yo, ahí sentada, adormecida por el brillo del sol en el mar, bebía una cerveza e imaginaba una historia de la que yo formaba parte.
Mi último domingo en Francia fue en Cassis. Me levanté de madrugada para tomar el tren y aprovechar todo el día en ese encantador puerto. Llegué a tiempo de navegar por las calanques, esos cañones rocosos que se sumergen en el azul del Mediterráneo. Iba rodeada de italianos bulliciosos, hasta que uno se puso a platicar conmigo… y su esposa se puso celosa. Lo regañó “a la italiana” frente a todos y él optó por enmudecer. Yo fingí que no pasaba nada mientras el sol salía, tímido entre las nubes.
Las calanques
son como esculturas gigantes, modeladas por el tiempo y el mar. Navegar entre ellas fue como colarse en un secreto de la Tierra. Y cuando bajé del yate y caminé por el puerto, con el viejo castillo vigilando desde lo alto y un faro que parecía guiñar el ojo, supe que ese era el cierre perfecto para esta parte del viaje.
La Costa Azul se me quedó pegada en la piel, en la mirada, en el alma. Porque a veces, el mayor disfrute no está en los yates ni en los castillos. Está en las conversaciones inesperadas, en las caídas graciosas, en las viejitas con pan caliente, y en las esculturas que brillan con polvo de estrellas.
Capítulo 5: Arte, historia y Huellas
Después de seis horas de recorrido —entre trenes, autobuses y muchas caminatas— llegué finalmente a mi destino: Les Baux-de-Provence, un pueblo medieval colgado de un cerro, considerado uno de los más bellos de Francia. Y sí, valió cada paso.
Claro, antes de llegar tuve que correr tras un autobús que casi pierdo… y con la prisa, lo tomé en la dirección contraria. Cuando me di cuenta, iba hacia Avignon, en lugar de Arles, así que le dije al chofer que me bajaba en la siguiente parada. Me dejó en Saint Rémy, resignada, riéndome ya de la situación y me ofreció recogerme cuando viniera de vuelta regresar sin cobrarme de nuevo.
A veces, perderse también es llegar. En Saint Rémy, caminé por el centro buscando el museo de Van Gogh, que vivió allí un tiempo. Me senté en una terraza con un espresso, y dos franceses vecinos de mesa, me hicieeron plática. No podían creer cómo había llegado ahí, sola, y tan tranquila.
En Les Baux, deambulé toda la tarde, sin rumbo, me senté a ratos nada más a absorber el ambiente mágico e imaginar lo que esos muros añosos han atestiguado, los secretos que han resguardado a lo largo de los siglos… y al atardecer, cuando las tiendas y restaurantes cierran, los turistas se van y la noche cae sobre las calles y las casas vacías, ¿será que el viento traiga los ecos fantasmales de los Baux, los señores que habitaron el castillo ahora convertido en ruinas?….
Arles: piedras que hablan
Arles me recibió con el río Ródano que atravies a su centro como un espejo largo y paciente. Hay algo magnético en las ciudades fluviales: la luz que se refleja, el fluir del agua que contrasta con la solidez de la piedra, el tiempo que parece pasar más lento.
Pues en ese mismo espejo del río se vio el emperador Julio César quien fundó la ciudad, la segunda con mayor patrimonio romano después de Roma.
Y siglos más tarde, llegó otro hombre, con barba roja y alma atormentada: Van Gogh. Aquí pintó sus girasoles, vibrantes o marchitos, como espejo de sus estados de ánimo. Aquí vivió en la famosa “Casa Amarilla”, y ahora un museo lo honra con sus colores y sus demonios.
Arles es eso: un puente entre piedra, agua y arte. Un lugar donde los siglos se abrazan.
Capítulo 6: RASTREANDO A THÉOPHILE
El camino a Barcelonnette
Todo comenzó con un nombre: Théophile Ricaud. Un nombre que hasta hace poco no me decía mucho, pero que empezó a sonar dentro de mí como un eco lejano, como un hilo invisible que me llamaba desde otro siglo, desde otra tierra, desde una raíz olvidada.
Encontré una pista en internet, en una página de genealogía francesa. Mandé un correo con poca esperanza de obtener alguna respuesta, y voilá… el universo hizo lo suyo. Me contestó Xavier Gastinel, un primo lejanísimo —novena generación, según él me dijo— y me envió no solo el contacto de un pariente mío que vive en Barcelonnette, sino también una fotografía antigua de Théophile y una transcripción de su acta de nacimiento.
Yo no podía creer mi suerte. Ahí estaba mi bisabuelo. Un joven con mirada decidida, nacido en los Alpes franceses y destinado, sin saberlo, a que una bisnieta mexicana fuera hasta su pueblo natal, Uvernet en el valle de Barcelonnette, ni más ni menos, que ciento treinta años después.
Xavier Gastinel, quien es un apasionado de la Genealogía, también me envió la foto de la casa en Uvernet donde vivió la familia, ahora convertida en casa de huéspedes. Miré esa imagen durante largo rato, imaginando la escena: Théophile anunciando su decisión de irse para cruzar el Atlántico en busca de fortuna. Tal vez lo hizo una noche, después de cenar. Tal vez con alguno de sus hermanos presentes. Tal vez con nervios y un poco de miedo.
Lo cierto es que partió desde ese rincón del valle del Ubaye en donde se encontraba mi destino hacia México, sin saber que allá nacería su primer hijo, mi abuelo Roberto, en 1891.
.El trayecto hacia Barcelonnette estuvo lleno de pequeñas pruebas que parecían puestas por el universo para recordarme que estaba en camino hacia algo importante.
Me perdí en el baño de un tren —literalmente—, me quedé encerrada hasta que alguien entró y me ayudó a abrir la puerta. No había tren hasta Barcelonnette, la última estación era en Valence y ahí tenía el tiempo justo para hacer la conexión con el último autobús del día.
Afortunadamente, encontré en el camino a Fidel, un mexicano que manejaba el autobús hacia Barcelonnette. Le conté entusiasmada la historia del bisabuelo francés que emigró a México. Y no sé si fue la emoción, la curiosidad o su generosa naturaleza, pero se ofreció a llevarme en coche hasta el pueblo de Uvernet, donde aún vive un tío lejano —Lucién Gastinel— descendiente de una hermana de Théophile.
No solo eso, además me invitó a cenar tacos de chuleta, frijoles y salsa, con una cerveza helada que, en ese momento, me supo a patria. Después de dieciséis años en Francia, él extrañaba México. Ese lazo invisible que nos une a la tierra de origen no se rompe. Solo cambia de idioma.
Así comenzó mi verdadero encuentro con las raíces.
El hallazgo
Después de mi experiencia, me atrevo a decir que Barcelonnette me recibió como un viejo pariente que no me conocía pero que ya me quería. El valle del Ubaye es de una belleza que corta la respiración: montañas nevadas, un río que serpentea tranquilo entre parajes vestidos de todos los tonos de verde y un silencio que parece envolverlo todo como un abrazo. Yo tuve la enorme suerte de recorrerlo casi por completo, a bordo de un viejo Mercedes Benz, que era la fascinación de mi amigo el conductor de autobuses, que me llevó y me guió por los distintos pueblos que pasamos hasta llegar a Uvernet. Ahí era la cita con un tío, sobrino nieto de Théophile, el esperado encuentro con Lucién y su esposa Françoise, mis parientes franceses.
Nos recibieron con calidez, sacaron una botella para brindar con un aperitif ¡a las once de la mañana! y desempolvaron un álbum con fotos antiguas. Entre ellas había una imagen de una mujer de expresión severa. Era Eloide Virginie, hermana de mi bisabuelo y abuela de este tío recién encontrado. Nos reímos viendo el gesto adusto de la mujer. Mis atentos y entusiastas enfitriones tenían un enorme árbol genealógico hecho a mano sobre cartulina. Ahí estábamos, conectados en tinta, papel… y ahora, en vida.
La conversación fue un caos delicioso. Yo entendía a medias, Fidel traducía a cuentagotas, Françoise aclaraba lo que podía y Lucién —que claramente no tenía paciencia para los árboles familiares— solo decía:
—La genealogía no es lo mío.
Pero recordaba vagamente a aquel pariente que se fue a México y nunca volvió.
Y ahí estaba yo, una bisnieta mexicana tocando la puerta del pasado. Pero conocer a este tío no fue el mayor hallazgo del viaje.
Al salir de su casa pasamos por la pequeña iglesia de Uvernet donde me detuve a tomar unas fotos. Ahí, en el pequeño cementerio abandonado detrás del templo, encontré la tumba de Clémente Ricaud, uno de los hermanos de mi bisabuelo, sus restos descansando, volvieron a la misma tierra donde nacieron. Donde Théophile vivió hasta que partió para siempre al otro lado del mundo. Emocionada viendo la inscripción en la lápida blanca, sé me escurrieron las lágrimas como si hubiera visto al mismo Théophile, al abuelo de mi padre. Fue una mezcla rara de gozo, de quietud interna y de nostalgia al recordar otra lápida: la de mi padre. Tuve que llegar hasta ese lugar perdido en las montañas donde empezó mi historia, para darme cuenta de que buscaba el rastro de mi padre fallecido a los 55 años, y siguiendo el de su abuelo, al final, me encontré conmigo, porque los caminos se hacen por dentro y llevan finalmente al auto descubrimiento.
A mi papá le debía este viaje; porque al querer encontrar una herencia lejana, descubrí que ya la llevaba en mi alma parecida a la tuya, un poco gitana, que nos venía de ese legendario bisabuelo. Si él no hubiera sido un aventurero que migró a tierras lejanas, la historia habría sido otra, en la que ni yo, ni tú papá, apareceríamos.
A ti Jorge Ricaud Rothiot te dedico este relato, la crónica de un viaje que sin saber heredaste a tu hija, quien frente a una tumba en un cementerio olvidado, se encontró contigo y con ella misma. Y quién sabe, pero lo imagino, si hubieras vivido, habrías hecho la travesía conmigo.
Parada contemplaba el valle sintiendo el aire puro de la montaña, ese mismo que respiraba Théophile cada mañana antes de decidir marcharse. Viendo las montañas, los pinos, el río… entendí algo: ningún mapa, ninguna foto, ninguna nota de archivo puede transmitir lo que se siente estar ahí, pisar la tierra, mirar los paisajes, oír ese silencio que viene desde hace generaciones y que de pronto… te reconoce, y lo reconoces.
Y le di las gracias a mi bisabuelo, gracias por atreverse, gracias por lanzarse a la aventura, por dejar raíces nuevas al otro lado del mar y por este viaje heredado. En Barcelonnette dejé mis pasos por sus calles y su plaza, me despedí con más conciencia, con los lazos ya tejidos, con el alma llena.
Capitulo 7 DESPEDIDA CON ECO Y REGRESO CON ALAS
Debido a una huelga de trenes, tuve que volver por una ruta más lenta: dos vagones, un autobús, caminos serpenteantes por precipicios, montañas que cambiaban de color. Y me pareció perfecto. Como si el viaje se negara a terminar sin mostrarme su rostro más salvaje y hermoso.
Niza otra vez
Regresar a Niza después de todo eso fue como cerrar un libro y quedarte unos minutos con la mirada perdida, saboreando lo leído y los pensamientos en las nubes sobre las montañas que tardan en aterrizar al presente.
Tuve que volver a mi constante caminar por sus calles para conectar de nuevo con esa ciudad de alma italiana. No solo en sus edificios de tonos cálidos y persianas verdes, también en su cocina con restaurantes de pasta y pizza que no le piden nada al país vecino— y en su acento, el francés se vuelve más cantado, con una cadencia casi musical.
La ciudad está hecha de plazas, playas, parques, hoteles, casinos… pero también de esa otra cara, la de la Vieja Niza, el casco antiguo con callejuelas animadas y muros que guardan secretos. Por las noches, si caminas sin rumbo, no te sorprendería ver a una doncella con cofia cerrando los visillos de su ventana, o a un tabernero barrigón y de sonrisa chimuela saliendo a ver si llega algún cliente rezagado a tomarse una cerveza.
A dos semanas del regreso, me invadió la añoranza anticipada por lo que iba a dejar. Eran los últimos suspiros de una larga despedida Quería impregnar mis ojos del azul del mar y las luces del atardecer, grabar en mi memoria las imágenes y los sonidos ya familiares: el compás de las olas, la campana del tranvía, la música de los artistas callejeros, la algarabía de las calles de Niza, de los restaurantes y comercios.
Extrañaré mi diario andar entre ríos de gente, con el tranvía que va y viene. Atravesar la plaza Masséna, y ese momento mágico en que el viento huele a sal y de pronto ahí está el mar. Luego perderme por la parte vieja, encontrar un café y quedarme ahí, sin apuro.
Ahora sí, el viaje estaba completo. Y yo, lista para volver a casa.
Terminó mi viaje donde comenzó: frente a Notre Dame.
Tuve ocho horas de escala en París y, ¿por qué no?, tomé el tren desde el aeropuerto, el metro, y heme aquí: una vez más sentada a la orilla del río Sena, bajo un cielo nublado, empezando a hacer el recuento de esta travesía.
Hace tres meses salí de casa. Al cerrar la puerta, dejé atrás mi zona de confort y la seguridad de lo cotidiano, para partir sola, con mi maleta… y una buena dosis de entusiasmo mezclada con temor.
Regreso renovada, fortalecida.
Con recuerdos maravillosos, fotos que no tomé, silencios que sí guardé, y experiencias que me llevaron a descubrir nuevas partes de mí.
Descubrí que puedo hablar con extraños, caminar kilómetros, navegar por trenes y emociones. Que resolver problemas, decidir sola, darme a entender en otro idioma, no solo es posible, sino liberador.
Redescubrí mi mirada: la que sabe ver belleza en lo cotidiano.
Redescubrí mi voz: la que sabe contar lo vivido y convertirlo en historia.
Aprendí a viajar ligera —sin miedos, sin culpas, sin cargas innecesarias.
A perderme y encontrar el camino.
A tomar otro distinto.
Y si hoy regreso sana y salva, se lo debo a mi Ángel de la Guarda, ese que, con todo lo que le hice pasar, aún no ha pedido vacaciones.
Vuelo feliz.
Muero por abrazar a mis hijos, a mis nietos, ver a mi mamá, sentarme a platicar con mis hermanas, con mis amigas…
Ya vendrá el shock del regreso.
Pero por ahora, me queda una certeza:
Me fui buscando una historia y regresé siendo parte de ella.
Instantáneas del camino
Todo viaje tiene su detrás de cámaras: momentos inesperados, tropiezos, errores logísticos, frustraciones… que luego se convierten en anécdotas. Esta aventura no fue la excepción.
Recién llegada a Niza, me robaron el celular en plena calle. Fue duro. Me senté en una banca con ganas de llorar: por impotencia, por coraje, por sentirme vulnerable tan lejos de casa. Pensé: “si así empieza este viaje, ¿cómo va a terminar?”.
Y sin embargo, sobreviví.
Días después perdí mi tarjeta de crédito.
También sobreviví.
Y me perdí tantas veces, tomé autobuses en dirección contraria, llegué a estaciones equivocadas, y hasta terminé en Champagne-Ardenne en vez de Châlons-en-Champagne. A veces tenía que reírme sola. Ya ni me enojaba.
Cada vez que me perdía, me encontraba.
En otra ocasión, se canceló el tren que tenía reservado. Había uno con el mismo destino saliendo en diez minutos, pero ya no podía cambiar el boleto. Sin pensarlo mucho, me colé entre la multitud, pasé el torniquete como si nada y me subí.
Temía oír en cualquier momento:
—Madame, arrête!
Pero no.
Mi ángel de la guarda, incansable, no me soltó ni en esa.
Sabores franceses
Las crêpes se convirtieron en mi almuerzo favorito. Las probé en distintas presentaciones: dobladas en cuatro, enrolladas como pañuelo o cuadradas con el relleno al centro. A menudo las acompañaba con una copa de sidra bretona, servida en tazón, como dicta la tradición.
Un platillo sencillo, pero que cada vez me sabía distinto. Quizá por el hambre. O por el momento.
Descubrí también la soupe niçoise, una especialidad local que parece sopa de casa pero con el alma del Mediterráneo.
En muchos sentidos, los sabores de Francia me hablaban sin traducción: pan crujiente, mantequilla salada, quesos de todas las formas, pasteles con nombres impronunciables pero irresistibles.
Comer sola en un restaurante, al principio, me intimidaba.
Después se volvió un ritual: elegir mi mesa, pedir con mi mal francés o perfecto franespanglish, observar sin prisa, levantar mi copa yo sola y brindar. Saborear la libertad.
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