Cuando sus labios descendieron, todo mi cuerpo se tensó, cada nervio en alerta. Su boca exploraba con hambre contenida, y yo me entregaba sin reservas, sintiendo cómo cada caricia me quemaba por dentro.
Sus dedos se aferraban a mi piel, marcándola con firmeza, mientras su lengua jugaba y dominaba, lenta, provocadora, encendiendo un fuego que no tenía vuelta atrás.
Entonces, cuando empezó a moverse dentro de mí, cada embestida era un golpe directo al placer, duro y preciso, que me hacía temblar y gemir sin control. Mis quejidos se mezclaban con los suyos, un ritmo salvaje que rompía cualquier barrera.
Me arqueaba, buscando más, aferrándome a él con fuerza porque cada movimiento era una descarga eléctrica, un aviso claro: aquí mando yo, y tú vas a arder.
No había espacio para dudas, solo para el pulso frenético de dos cuerpos que se devoran, que se exigen, que se llevan al límite y más allá.
Y en esa mirada suya, intensa y sin concesiones, entendí que esta era una batalla que nadie quería ganar, solo perderse sin remedio.
OPINIONES Y COMENTARIOS