Cuando Helena recibió la carta, pensó que era una broma. ¿Quién enviaba cartas manuscritas en pleno 2025? La caligrafía era antigua, con una tinta azul apenas desvanecida, y sólo decía:
«El 10 de junio, a las 23:58, recuerda la palabra que olvidaste. No digas nada hasta entonces. No escribas. No pienses. Sólo espera.»
El sobre no tenía remitente. Ni sello. Era imposible. Y sin embargo, su nombre estaba allí, escrito con la precisión de alguien que la conocía íntimamente.
Durante los días siguientes, Helena intentó ignorarlo. Continuó con sus traducciones de textos antiguos, sus rutinas de café y sus caminatas por la ciudad. Pero la frase se pegó a su mente como un eco mudo. La palabra que olvidaste.
La noche del 10 de junio, a las 23:55, apagó todas las luces del apartamento y se sentó frente al ventanal. No esperaba nada. O eso se repetía.
A las 23:58, el reloj de pared se detuvo. No se rompió. No se retrasó. Simplemente dejó de avanzar. En ese instante, una voz —su voz, pero más antigua, más sabia— resonó en su cabeza:
“No era una palabra cualquiera. Era la llave.
Y entonces la recordó.
Caelestis.
Una palabra en latín que no había traducido en uno de los manuscritos vaticanos meses atrás. La había omitido, como si algo la hubiera disuadido en silencio. Y ahora, al recordarla, una imagen nítida se dibujó en su mente: un pasaje oculto, bajo la Biblioteca Angelorum, sellado con ese vocablo grabado en mármol.
El reloj volvió a latir.
Helena se levantó. En su bolsillo, el papel había desaparecido.
Lo que no sabía —lo que no podía saber— era que el acto de recordar esa palabra la convertía en custodia. Y que cada custodia era reemplazada cuando la anterior desaparecía. Exactamente como la última.
La carta llegaría pronto, en otra ciudad, a otro lector distraído. Porque el olvido no es un error.
Es un ciclo.
Y empieza siempre igual:
Con una palabra.
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