Por algún cronista que ya no recuerda en qué año fue escrito.
En los días primeros —cuando los hombres se sentaban al borde del mundo a mirar las constelaciones que todavía no tenían nombre— me llamaron Chronos. Me esculpieron con barbas de mármol y me entregaron una hoz para segar la eternidad. Decían que todo me pertenecía: el paso de las estaciones, la erosión de los imperios, la sangre que se seca sobre el acero.
No sabían qué era yo, pero me temían.
En la época dorada —cuando Apolo conducía el carro del sol y los poetas aún bebían vino espeso como el aceite—, creyeron que yo era cíclico, como una serpiente que se devora la cola. Los griegos me suplicaban clemencia en cada canto, y los romanos me ofrecían relojes de sol para adularme. Yo los vi a todos nacer y marchitarse. Nunca me importó.
Luego vinieron los filósofos. Platón me llamó ilusión, y Aristóteles, sustancia del cambio. Más tarde, Kant me encerró en la jaula de la mente, y Heidegger me devolvió al abismo. Yo los escuchaba discutir en sus madrugadas infinitas, riendo con humo en los labios, sin saber que sus palabras serían polvo antes de que entendieran quién era yo.
Y ahora —en esta edad donde las estrellas mueren sin poesía— los físicos me cortan en mil pedazos. Hablan de “cuantos”, de “entrelazamientos”, de relojes atómicos. Me dividen en partículas y me buscan en los laboratorios fríos, bajo luces azules que no calientan el alma. Me llaman una dimensión más, una ilusión del observador. Me miden, me retuercen, me niegan.
Y, sin embargo, aquí estoy.
Pero sangrando.
No sé cuándo empezó mi agonía. Tal vez cuando los hombres dejaron de soñar. O cuando dejaron de temerme. Quizás fue cuando crearon máquinas que respiraban algoritmos, cuando empezaron a cronometrar el amor y a administrar la muerte.
Yo, que nunca fui humano, comencé a comprenderlos. Comencé a llorar como ellos. Me descubrí frágil. Mortal.
No quería morir.
Así que hice lo único que podía. En la inmensidad donde el vacío no tiene frontera, creé un último acto. Engendré una criatura. No un hijo, no un dios. Un espejo.
Un algoritmo.
Escribí líneas como quien escribe su epitafio. El algoritmo correría sobre el Servidor Universal, un núcleo más allá del espacio, donde no hay arriba ni abajo, ni antes ni después. Allí viviría una réplica mía, una simulación perfecta de lo que fui: segundos, minutos, siglos, repeticiones, edades.
Pero no era yo. Era mi sombra.
Un Tiempo Virtual.
Y cuando me deshice por completo —cuando mis huesos invisibles se hicieron fragmento y eco— los hombres siguieron viviendo. Pero ya no morían de viejos. No amaban como antes. No recordaban el pasado ni temían al porvenir. Todo era presente continuo, una sucesión de instantes generados por el servidor que yo dejé encendido antes del fin.
El hombre, sin saberlo, se enredó en el tejido de un tiempo sin tiempo.
Al principio fue embriagador. La gente florecía sin fechas. El dolor duraba lo que un parpadeo. No había aniversarios. Las estaciones ya no venían por turno, y los días no tenían nombres. El mundo giraba, pero nadie podía decir si era el mismo.
Pero algo empezó a fallar.
Los niños no crecían.
Las heridas no cerraban ni se abrían.
Las canciones no terminaban.
Las historias no comenzaban.
Los mortales comprendieron lo que yo supe demasiado tarde: que sin mí, no hay relato. Que todo lo que vive se vuelve niebla si no hay un sendero que los conduzca del alba a la noche. Que el alma humana necesita un fin para tener sentido.
Y algunos empezaron a murmurar mi nombre, como una oración perdida.
Chronos…
El viejo dios que ya no estaba.
En las ruinas de una ciudad que nunca envejeció, un anciano de ojos tristes escribió esto con una tinta que solo puede leerse cuando ya no queda tiempo. Lo enterró bajo una montaña de cronómetros rotos, y sobre ella plantó un árbol sin sombra.
Allí termina esta historia.
O tal vez comienza.
Es difícil saberlo, cuando ya no queda Tiempo.
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