El viento del oriente – Prólogo

El viento del oriente – Prólogo

George Shatai

14/06/2025

Prólogo

Anno Domini MCCCXXXIII, límites occidentales del Imperio Yuan

—Perdona por molestar tu paz, mi señor —susurró desde detrás de la colgadura del tsatkhir* la voz baja del escriba suruksut, insinuadora y pegajosa como un caqui inmaduro—. Pero tengo noticias importantes.

* Gran tienda rectangular con paredes verticales tejidas.

El-Temur no respondió al entrante, solo asintió levemente con la cabeza. El suruksut, inclinándose respetuosamente y evitando mirar a los ojos del envejecido sengún*, rojos de insomnio, se acercó con pasos cortos y rápidos.

* Caudillo.

—Acaban de capturar a un espía — continuó el escriba—. Parece venir de Kara-Kort. Intentó colarse entre nuestros trenes por la noche. Dice tener asuntos importantes que comunicarte, mi señor. Dice que conoce los puntos débiles en las defensas de la fortaleza; que te ayudará a tomar la ciudad a cambio de una pequeña recompensa. ¿Ordenas que lo traigan, mi señor?

Balanceándose ligeramente de un lado a otro, El-Temur abrió de mala gana sus hinchados párpados:

—Hazlo. Y date prisa. Ya amanece.

El aire frío de la mañana se colaba por las rendijas en el fieltro, succionando el resto del calor. El-Temur odiaba estos lugares. Incluso ahora, al comienzo de la primavera, lo hacían congojoso y abatido. Páramos desiertos y pedregosos, rocas cubiertas con la brillante película del “bronceado del desierto”, saladares y montículos con escasos brotes de tamarisco y ruibarbo silvestre. Muy raras veces una serpiente-flecha destellará entre las piedras, una marmota-tarbagán se asomará de su madriguera o un alcaudón gris solitario chillará en el cielo – y volverá a asentarse el silencio opresivo y la soledad.

Los turjaúts* trajeron a un tangut demacrado, vestido con una zamarra empapada de polvo y un raído sombrero puntiagudo. El cautivo apestaba a sudor rancio y a miedo bestial. Demasiadas veces había oído El-Temur ese olor como para confundirlo con otra cosa. En cuanto cruzó el umbral, el espía se arrodilló apresuradamente y apegó la cara a la alfombra extendida en el suelo.

* Guerreros de la guardia diurna.

—¿Cómo te llamas, tangut? —preguntó El-Temur sin abrir los párpados somnolientos.

—Tsikhokh, mi soberano. —El cautivo intentó levantar la cabeza, y al instante sintió la punta de una lanza en su pescuezo—. Puedo serte útil, soberano. Sé dónde el gobernador Jordaút ordenó ocultar los tesoros de la Ciudad Negra.

Una emoción apenas perceptible brilló en los ojos almendrados de El-Temur. ¿Quién sabe, quizás todas esas historias de ochenta arbás cargadas del oro de Kara-Kort no sean puras leyendas?

—Adelante —asintió.

—Solo me pido una pequeñísima parte de este tesoro incalculable, mi soberano, ¡solo una pequeña parte! —El desertor volvió a sacudir la cabeza, y de nuevo su pescuezo chocó con la punta de la lanza.

—Mis guerreros podrán hallar el oro en tu ciudad reseca por sí mismos. La pondrán patas arriba y encontrarán hasta el último trozo. ¿Por qué he de pagarte?

—Por las vidas, mi soberano. Por las de tus valientes guerreros que morirán asaltando la Ciudad Negra. Y créeme, los habrá muchos. Conozco estos muros mejor que nadie. Pero sé también algo más…

—Habla —ordenó El-Temur con la misma voz impasible.

—Conozco un lugar vulnerable de la fortaleza. He visto que tenéis máquinas lanzapiedras. Os mostraré dónde lanzar. Dos o tres docenas de piedras y derribaréis la muralla. Jordaút no sabe, y nadie sabe, que está hueca en aquel lugar. No tendrán tiempo de establecer la defensa en la brecha. Sólo tendréis que abatir a dos docenas de arqueros y estaréis en la fortaleza.

—Dulces son tus palabras, tangut. ¿Y cuánto oro quieres? —La aguda mirada de El-Temur se deslizó por el rostro del prisionero. Este, vacilante, le respondió:

—Cuanto pueda llevar conmigo, soberano. Es un precio muy modesto por las vidas de tus valentísimos guerreros.

—Bueno, si todo es como decís, tendrás tu oro. ¿Has dicho que sabes dónde está?

—Jordaút ordenó esconderlo en el fondo de un viejo pozo en la esquina noroeste de la fortaleza, junto a un gran suburgán*. Te mostraré aquel lugar.

* Edificio conmemorativo, depósito de reliquias.

El-Temur se levantó despacio y se dirigió a la salida de la tienda.

—Vendrás con nosotros. Si me has mentido en algo, te herviremos vivo. Ahora dime, ¿qué hacías en nuestro tren por la noche? ¿Qué estabas husmeando? ¿Quién te había enviado y para qué?

—Te juro, mi señor, que no estaba husmeando nada —se puso a chirlar Tsikhokh—. Salí de Kara-Kort hace cuatro noches para ir a la Ciudad Occidental. Pero no pude pasar: el Valle de Marmotas estaba todo inundado. Encontré a un pescador que me dijo que cuando el monte Qinzhou se derrumbó, desvió el curso del río Jeijé. Luego decidí regresar a Kara-Kort. Tus trenes bloquearon la barranca de Toroi-Ontsé, así que decidí colarme a través de ellos en la oscuridad…

Ya casi amaneció afuera. El frío viento del este aullaba y arremolinaba por encima de las colinas el polvo negro de arena. Las luces en las murallas de Kara-Kort venían apagándose en el crepúsculo mortecino de la mañana desierta.

Algo llamó la atención del experimentado ojo de El-Temur. Durante un largo rato, estaba observando los contornos borrosos de la fortaleza, intentando descifrar qué era lo que no cuadraba. Las luces en los altos muros de adobes seguían sin moverse. Invitando al suruksut con un gesto, El-Temur ordenó enviar hacia la fortaleza a los exploradores a caballo. Al regresar, confirmaron que no veían a nadie en las murallas, solo antorchas semiapagadas. “¿Qué clase de truco habrán decidido jugar esta vez los malditos tanguts?” pensó irritado El-Temur.

—¿Cuántos habitantes habrá en total en Kara-Kort? —preguntó a Tsikhokh, quien estaba tambaleando

cerca.

—Unos seiscientos, soberano. De ellos, unos doscientos hombres capaces de luchar.

“No podían haber salido de la ciudad sin ser detectados, con sus caballos, mujeres y cargas”, razonó El-Temur. “Por tres lados está rodeada por mis guerreros, y al lado sur, bloqueada por altas montañas que no serían seguras de escalar ni siquiera de día”.

—Avanzamos —ordenó finalmente El-Temur—. Llevad los fundíbulos a una distancia de cien pasos y esperad mis órdenes.

Tsikhokh, como había prometido, mostró el lugar débil en la mampostería. Ni una sola flecha vino de la fortaleza mientras los fundíbulos seguían machacando el muro norte. Era como si Kara-Kort se hubiera despoblado de la noche a la mañana.

El desertor tangut no había mentido. Dos docenas de piedras bastaron para que el muro de la torre en la esquina noroeste se desmoronara como un trozo de barro seco. Pero ni un solo hombre apareció en la brecha, no empezó a llenarla de piedras.

El-Temur agitó la mano y la caballería ligera se dirigió sin prisa hacia la brecha, con los arcos preparados. Ningún sonido llegaba desde la fortaleza, solo el viento helado aullaba y arrojaba el polvo arenoso a los ojos.

La avanzadilla atravesó la brecha, seguida de otra y otra más. El-Temur miró al tangut que trotaba cerca. En su rostro podía leerse fácilmente el desconcierto, la confusión y el temor por su vida, que de pronto se había vuelto casi inútil.

Los guerreros de El-Temur registraron cada casa, cada fanza*, cada rincón de esta ciudad desierta. Ni un alma. Todos los habitantes de Kara-Kort habían desaparecido de algún modo inconcebible aquella noche. Tras haber envenenado a sus ovejas, cabras e incluso perros, cuyos cadáveres cubrían las calles empedradas.

* Vivienda tradicional con tejado a dos aguas de paja, cañas o tejas.

Y, por supuesto, ningún rastro de las fabulosas riquezas. Solo cerámicas rotas por todas partes y grano esparcido, sobre el que correteaban hordas de ratas hambrientas.

El-Temur llamó al tangut, que temblaba de miedo:

—He cambiado de opinión. No te herviré vivo. La madera es demasiado valiosa aquí para desperdiciarla. Simplemente ordenaré despellejarte. A menos, claro, que encontremos aquí tu oro.

Tsikhokh intentó responder algo, pero solamente logró emitir unos sonidos gorgoteantes. Tosiendo y tragando saliva, señaló con la mano hacia el noroeste, farfullando con agitación:

—El viejo pozo está allí, el oro debe de estar allí, yo mismo oí a Jordaút ordenar, él no sabía que yo lo escuchaba, el oro estará allí, seguramente…

El viejo pozo de adobe estaba lleno de piedras y cadáveres de perros. Tsikhokh se puso a apartarlos, apresurado. El-Temur, con la boca torcida, observaba sus ajetreados movimientos. Por supuesto, no había ningún oro aquí, y parece que nunca lo había habido; pero estos intentos del piojoso tangut tan deseoso de prolongar su vida inútil eran al menos divertidos.

Con las manos sangrientas de cortaduras, Tsikhokh agarró la tapa de piedra del pozo e intentó moverla, acompañado por las burlas de los jinetes que lo rodeaban. El-Temur hizo un gesto a uno de ellos para que desmontara y ayudara al tangut. La tapa empezó a ceder poco a poco.

Apenas movieron la losa de piedra, una mano ennegrecida con dedos huesudos y encorvados surgió de debajo de ella. Los jinetes recularon al instante y empuñaron sus arcos. Luego se acercaron cautelosamente al pozo.

Era la mano de un cadáver. El viejo pozo estaba lleno de cadáveres que ya empezaban a descomponerse. Pero eso no era lo peor. Los cadáveres negros en el pozo se movían apenas perceptiblemente. Aunque no por mucho tiempo. Unos instantes después, todo quedó en silencio, solo un búho solitario seguía graznando siniestramente desde el pico de un suburgán agudo.

“Si Jordaút por alguna razón ha amontonado cadáveres en el viejo pozo, quizá realmente haya algo oculto en el fondo”, razonó El-Temur. “Tal vez esperaba que tendríamos miedo de los muertos y no entraríamos. Y seguro que inventó algún truco para mover cadáveres; es un gran maestro en ese tipo de artimañas”.

De repente, la mano negra y huesuda volvió a moverse. Los guerreros que estaban cerca retrocedieron y, asustados, iban a susurrar plegarias: unos al Espíritu Celestial Tengri, otros a Alá, el Compasivo y Misericordioso, otros al Dios cristiano Yesú. Esta vez la fría mano del miedo agarró al propio El-Temur por las tripas. Para ocultar su espanto, saltó bruscamente del caballo y caminó sobre las piernas rígidas hacia el pozo.

—Señor, ¡te lo suplico, no vayas! —chilló por detrás la voz temblorosa del suruksut—. He oído que los tanguts tienen una leyenda sobre un gusano blanco que vive en las entrañas de la tierra y devora a los muertos. Dicen que en estos parajes a menudo se encuentran cadáveres con corazones y entrañas devorados. Un día se hartará de carne muerta, se colará a nuestro mundo y entonces los vivos envidiarán a los muertos!…

La mano negra en el pozo volvió a moverse. Pero esta vez El-Temur lanzó un suspiro de alivio. A través de las blandas suelas de sus botas de saffiano, sintió la tierra temblar ligeramente. “Simplemente un terremoto”. Al poco tiempo los demás también lo entendieron.

—¿Qué profundidad tiene este pozo? —preguntó El-Temur al tangut cautivo.

—No menos de tres zhang* —respondió éste apresuradamente.

* Unos nueve metros.

—Toma el bichero de Togtokh y limpia la fuente. Por supuesto, si aún crees de que el oro está allí —sonrió irónicamente El-Temur.

Siguiendo su orden, varios guerreros apartaron por completo la tapa de piedra del pozo, dejándola caer al suelo. El tangut cogió el bichero de hierro e intentó clavarlo en el cadáver que yacía por encima de otros. Sin éxito. El tangut lo hizo otra vez. El bichero volvió a resbalar. El-Temur ordenó con la mirada a uno de sus guardias, el jayán Togtokh. Éste arrebató el bichero de las manos del flaco Tangut y golpeó el cadáver. A pesar del potentísimo golpe, el gancho del bichero apenas penetró la carne muerta. El guardia miró sorprendido a El-Temur.

—Un espasmo rígido, nada más —dijo éste tranquilo—. Golpea más fuerte.

Mientras el tangut y el guardia se ocupaban del pozo, El-Temur decidió examinar los edificios circundantes. Caminó con repugnancia entre las ratas y los cadáveres de animales, y se acercó a un gran suburgán que se alzaba no muy lejos. En su interior, El-Temur encontró muchas tsatsas de arcilla – estatuillas de deidades –, dos grandes estatuas con rostros dorados, un fresco en la pared que representaba un loro verde de dos cabezas y pergaminos con escrituras en tangut esparcidos desordenadamente. Nada interesante, un suburgán cualquiera.

El-Temur regresó a su tienda. “Es hora de abandonar esta ciudad muerta. Dondequiera que hayan ido sus habitantes, ya no están aquí. Igual que el tesoro prometido”.

—¡Suruksut! —llamó irritado al escribano.

Unos instantes después apareció en el umbral la figura familiar inclinada.

—Ve a ver si han terminado con el pozo, y si no han encontrado nada, ordena a Togtokh que corte la cabeza de aquel tangut mentiroso.

—Así se hará —el escriba hizo una reverencia y desapareció tras el dosel del tsatkhir. El-Temur volvió a sumirse en un medio sueño somnoliento. Desde un lejano mundo de sueños, la bella Yulduz le sonreía, sosteniendo en brazos a su primogénito Tengis. De repente, el niño dejó de reír, miró seriamente a su padre y susurró en voz baja: “Perdona que perturbe tu paz, mi señor”. El-Temur se estremeció.

—Perdona por molestar tu paz, mi señor —llegó desde el umbral la voz tranquila del suruksut—. Les ordenaste que fueran al pozo a comprobar. No habían encontrado nada allí, sólo cadáveres.

El-Temur se despabiló y asintió en silencio.

—También ordenaste que ejecutaran al tangut. Pero el Gran Cielo nos ahorró la molestia. El despreciable tangut murió por sí mismo, se puso a ronquear de repente y se ahogó en su propia sangre.

El-Temur volvió a asentir sin decir nada. Mañana por la mañana abandonaría esta ciudad funesta y regresaría a Khubey, donde le esperaban Yulduz, la de la cara de luna, y el bebé risueño Tengis.

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