El viento del oriente – parte I

El viento del oriente – parte I

George Shatai

14/06/2025

Prólogo

Anno Domini MCCCXXXIII, confines occidentales del Imperio Yuan

—Perdona por molestarte, mi señor —susurró desde detrás de la colgadura del tsatkhir* la voz baja del escriba suruksut, insinuadora y pegajosa como un caqui inmaduro—. Pero tengo noticias importantes.

* Gran carpa rectangular con paredes verticales tejidas.

El-Temur no respondió al recién llegado, limitándose a asentir levemente con la cabeza. El suruksut, inclinándose respetuosamente y evitando mirar a los ojos del envejecido sengún*, rojos de insomnio, se acercó con pasos cortos y rápidos.

* Caudillo.

—Acaban de capturar a un espía — continuó el escriba—. Parece venir de Kara-Kort. Intentó colarse entre nuestros trenes por la noche. Dice tener asuntos importantes que comunicarte, mi señor. Dice conocer los puntos débiles en las defensas de la fortaleza y que te ayudará a tomar la ciudad a cambio de una pequeña recompensa. ¿Ordenas que lo traigan, mi señor?

Balanceándose ligeramente de un lado a otro, El-Temur abrió de mala gana sus párpados hinchados:

—Hazlo. Y date prisa. Ya amanece.

El aire frío de la mañana se colaba insistentemente por las rendijas en el fieltro, succionando los últimos vestigios del calor. El-Temur odiaba estos lugares. Incluso ahora, a principios de la primavera, lo hacían congojoso y abatido. Páramos desiertos y pedregosos, rocas cubiertas con la brillante película del “bronceado del desierto”, saladares y montículos con escasos brotes de tamarisco y ruibarbo silvestre. Muy raras veces destellará una serpiente-flecha entre las piedras, se asomará una marmota tarbagán de su madriguera o chillará en el cielo un alcaudón gris solitario – y volverá a asentarse el silencio opresivo y la soledad.

Los turjautes* trajeron a un tangut demacrado, vestido con una zamarra empapada de polvo y un raído gorro puntiagudo. El cautivo apestaba a sudor rancio y el miedo bestial. Demasiadas veces había percibido El-Temur ese olor como para confundirlo con otra cosa. Apenas cruzó el umbral, el espía se arrodilló apresuradamente y pegó la cara a la alfombra tendida en el suelo.

* Guerreros de la guardia diurna.

—¿Cómo te llamas, tangut? —preguntó El-Temur sin abrir los párpados somnolientos.

—Tsijoj, mi soberano. —El cautivo intentó levantar la cabeza, pero al instante sintió la punta de una lanza en su pescuezo—. Puedo serte útil, soberano. Sé dónde el gobernador Jordaút ordenó esconder los tesoros de la Ciudad Negra.

Una emoción apenas perceptible brilló en los ojos rasgados de El-Temur. ¿Quién sabe, quizás todos esos rumores sobre ochenta arbás cargadas con el oro de Kara-Kort no sean puras leyendas?

—Continúa —asintió.

—Solo me pido una pequeña parte de esos tesoros incalculables, mi soberano, ¡solo una pequeña parte! —El desertor volvió a agitar la cabeza y otra vez su pescuezo sintió la punta de la lanza.

—Mis guerreros podrán hallar el oro por sí mismos en vuestro pueblo polvoriento. Lo pondrán patas arriba y encontrarán hasta el último trozo. ¿Por qué he de pagarte?

—Por las vidas, mi soberano. Por las de tus valientes guerreros que morirán asaltando la Ciudad Negra. Y créeme, no serán pocos. Conozco estos muros mejor que nadie. Pero sé también algo más…

—Habla —ordenó El-Temur con la misma voz impasible.

—Conozco un lugar vulnerable de la fortaleza. He visto que tenéis máquinas lanzapiedras. Os mostraré dónde lanzar. Dos o tres docenas de piedras y derribaréis la muralla. Jordaút no sabe, y nadie sabe, que está hueca en aquel lugar. No tendrán tiempo de establecer la defensa en la brecha. Sólo tendréis que abatir a una veintena de arqueros y estaréis en la fortaleza.

—Dulces son tus palabras, tangut. ¿Y cuánto oro quieres? —La aguda mirada de El-Temur se deslizó por el rostro del cautivo. Este, vacilante, le respondió:

—Cuanto pueda llevar conmigo, soberano. Es un precio muy modesto por las vidas de tus valentísimos guerreros.

—Bueno, si todo es como dices, tendrás tu oro. ¿Has dicho que sabes dónde está?

—Jordaút ordenó esconderlo en el fondo de un viejo pozo en la esquina noroeste de la fortaleza, junto a un gran suburgán*. Te mostraré aquel lugar.

* Edificio conmemorativo, depósito de reliquias.

El-Temur se levantó despacio y se dirigió a la salida de la tienda.

—Vendrás con nosotros. Si me has mentido en algo, te herviremos vivo. Ahora dime, ¿qué hacías anoche en nuestro tren? ¿Qué andabas husmeando? ¿Quién te había enviado y para qué?

—¡Te juro, mi señor, que no husmeaba nada! —se puso a chirlar Tsijoj—. Salí de Kara-Kort hace cuatro noches para ir a la Ciudad Occidental. Pero no pude pasar: el Valle de Marmotas estaba todo inundado. Encontré a un pescador que me dijo que cuando se derrumbó el monte Qinzhou, desvió el curso del río Jeijé. Entonces decidí regresar a Kara-Kort. Tus trenes bloquearon la barranca de Toroi-Ontsé, así que decidí pasar entre ellos en la oscuridad…

Afuera ya casi amanecía. El frío viento del este aullaba y arremolinaba por encima de las colinas el polvo negro de arena. Las luces en las murallas de Kara-Kort venían apagándose en el crepúsculo mortecino del amanecer desierto.

Algo alertó el experimentado ojo de El-Temur. Durante un largo rato, estaba observando los contornos borrosos de la fortaleza, intentando descifrar qué era lo que no cuadraba. Las luces en los altos muros de adobes seguían inmóviles. Invitando al suruksut con un gesto, El-Temur ordenó enviar hacia la fortaleza a los jinetes de exploración. Al regresar, estos confirmaron que no habían visto a nadie en las murallas, solo antorchas semiapagadas. “¿Qué clase de truco habrán preparado esta vez los malditos tanguts?” pensó irritado El-Temur .

—¿Cuántos habitantes habrá en total en Kara-Kort? —preguntó a Tsijoj, quien estaba tambaleando cerca.

—Unos seiscientos, mi señor. De ellos, unos doscientos hombres capaces de luchar.

“No pudieron haber salido de la ciudad sin ser detectados, con sus caballos, mujeres y cargas”, razonó El-Temur. “Por tres lados está rodeada por mis guerreros, y al lado sur, bloqueada por altas montañas que no serían seguras de trepar ni siquiera de día”.

—Avanzamos —ordenó por fin El-Temur—. Llevad los fundíbulos a cien pasos de distancia y esperad mis órdenes.

Tsijoj, como había prometido, señaló el punto débil en la mampostería. Ni una sola flecha vino de la fortaleza mientras los fundíbulos seguían machacando el muro norte. Era como si Kara-Kort se hubiera despoblado de la noche a la mañana.

El desertor tangut no había mentido. Dos docenas de piedras bastaron para que la muralla junto a la torre en la esquina noroeste desmoronara como un terrón de barro seco. Pero ni un solo hombre apareció en la brecha, ni intentó llenarla con piedras.

El-Temur agitó la mano y la caballería ligera se dirigió sin prisa hacia la brecha, con los arcos preparados. Ningún sonido llegaba desde la fortaleza, solo el viento helado aullaba y arrojaba el polvo arenoso a los ojos.

La avanzadilla atravesó la brecha, seguida de otra y otra más. El-Temur miró al tangut que trotaba cerca. En su rostro se leía con facilidad el desconcierto, la confusión y el te miedo mor por su vida, que de repente se había vuelto casi inútil.

Los guerreros de El-Temur registraron cada fanza*, cada rincón de esta ciudad desierta. Ni un alma. Todos los habitantes de Kara-Kort habían desaparecido de un modo inconcebible aquella noche. Tras haber envenenado a sus ovejas, cabras e incluso perros, cuyos cadáveres cubrían las calles empedradas.

* Vivienda tradicional con tejado a dos aguas de paja, cañas o tejas.

Y, por supuesto, ningún rastro de las riquezas fabulosas. Solo cerámicas rotas por todas partes y grano esparcido, sobre el que correteaban hordas de ratas hambrientas.

El-Temur llamó al tangut, que temblaba de miedo:

—He cambiado de opinión. No te herviré vivo. La madera es demasiado valiosa aquí para desperdiciarla. Simplemente ordenaré despellejarte. A menos, claro, que encontremos aquí tu oro.

Tsijoj intentó responder algo, pero solo logró emitir unos sonidos gorgoteantes. Tosiendo y tragando saliva, señaló con la mano hacia el noroeste, farfullando con agitación:

—El viejo pozo está allí, el oro debe de estar allí, yo mismo oí a Jordaút ordenar, él no sabía que yo lo escuchaba, el oro estará allí, seguramente…

El viejo pozo de adobe estaba lleno de piedras y cadáveres de perros. Tsijoj se puso a apartarlos, apresurado. El-Temur, con la boca torcida, observaba sus ajetreados movimientos. Claro que no había ningún oro aquí, y parece que nunca lo había habido; pero estos intentos del piojoso tangut tan deseoso de prolongar su vida inútil eran al menos divertidos.

Con las manos sangrientas de cortaduras, Tsijoj agarró la tapa de piedra del pozo e intentó moverla, acompañado por las burlas de los jinetes que lo rodeaban. El-Temur hizo un gesto a uno de ellos para que desmontara y ayudara al tangut. La tapa empezó a ceder poco a poco.

Apenas movieron la losa de piedra, una mano ennegrecida con dedos huesudos y encorvados surgió de debajo de ella. Los jinetes recularon al instante y empuñaron sus arcos. Luego, con cautela, se acercaron al pozo.

Era la mano de un cadáver. El viejo pozo estaba lleno de cadáveres que ya empezaban a descomponerse. Pero eso no era lo peor. Los cuerpos ennegrecidos en el pozo se movían apenas perceptiblemente. Aunque no por mucho tiempo. Unos instantes después, todo quedó inmóvil, solo un búho solitario seguía graznando siniestramente desde el pico de un suburgán puntiagudo.

“Si Jordaút por alguna razón ha amontonado cadáveres en el viejo pozo, quizá realmente haya algo escondido en el fondo”, razonó El-Temur. “Tal vez esperaba que nos asustáramos de los muertos y no nos atreviéramos a entrar. Y para asegurarse, inventó algún truco para mover cadáveres; es un gran maestro en ese tipo de artimañas”.

De repente, la mano negra y huesuda volvió a moverse. Los guerreros que estaban cerca retrocedieron y, asustados, iban a susurrar plegarias: unos al Espíritu Celestial Tengri, otros a Alá, el Compasivo y Misericordioso, otros al Dios cristiano Yesú. Esta vez la fría mano del miedo agarró al propio El-Temur por las tripas. Para ocultar su espanto, saltó bruscamente del caballo y caminó sobre las piernas rígidas hacia el pozo.

—Señor, ¡te lo suplico, no vayas! —chilló detrás la voz temblorosa del suruksut—. He oído que los tanguts tienen una leyenda sobre un gusano blanco que vive en las entrañas de la tierra y devora a los muertos. Dicen que en estos parajes a menudo encuentran cadáveres con corazones y entrañas devorados. Un día se hartará de carne muerta, se colará a nuestro mundo y entonces los vivos envidiarán a los muertos!…

La mano negra en el pozo se agitó de nuevo. Pero esta vez El-Temur lanzó un suspiro de alivio. A través de las blandas suelas de sus botas de saffiano, sintió un ligero temblor de la tierra. “Simplemente un terremoto”. Pronto, los demás también lo comprendieron.

—¿Qué profundidad tiene este pozo? —preguntó El-Temur al tangut cautivo.

—No menos de tres zhang* —respondió éste apresuradamente.

* Aproximadamente nueve metros.

—Toma el bichero de Togtoj y limpia la fuente. Por supuesto, si aún crees de que el oro está allí —sonrió torcidamente El-Temur.

Siguiendo sus órdenes, varios guerreros apartaron por completo la pesada tapa del pozo, dejándola caer al suelo. El tangut cogió el bichero de acero e intentó clavarlo en el cadáver que yacía por encima de otros. Sin éxito. Volvió a intentarlo, pero el bichero resbaló de nuevo. El-Temur ordenó con la mirada a uno de sus guardias, el jayán Togtoj. Éste arrebató el bichero de las manos del flaco tangut y golpeó contra el cadáver. A pesar del potentísimo golpe, el gancho del bichero apenas penetró en la carne muerta. El guardia miró sorprendido a El-Temur.

—Rigidez cadavérica, nada más —dijo éste tranquilo—. Golpea más fuerte.

Mientras el tangut y el guardia se ocupaban del pozo, El-Temur decidió examinar las construcciones cercanas. Caminando con repugnancia entre las ratas correteaban por el suelo y los cadáveres de animales, se acercó a un gran suburgán que se alzaba no muy lejos. En su interior, El-Temur encontró numerosas tsatsas de arcilla – estatuillas de deidades, dos grandes estatuas con rostros dorados, un fresco mural que representaba un loro verde de dos cabezas y pergaminos con escrituras en tangut esparcidos desordenadamente. Nada interesante, un suburgán cualquiera.

El-Temur regresó a su carpa. “Es hora de abandonar esta ciudad muerta. A donde sea que hayan ido sus habitantes, ya no están aquí. Igual que el tesoro prometido”.

—¡Suruksut! —llamó irritado al escriba.

Unos instantes después, en el umbral apareció la familiar figura encorvada.

—Ve a ver si ya han terminado con el pozo, y si no han encontrado nada, ordena a Togtoj que corte la cabeza a ese tangut mentiroso.

—Así se hará. —El escriba hizo una reverencia y desapareció tras el dosel del tsatkhir. El-Temur volvió a sumirse en un sopor somnoliento. Desde el lejano mundo de sueños, la hermosa Yulduz le sonreía, sosteniendo en sus brazos a su primogénito, Tengis. De repente, el niño dejó de reír, miró seriamente a su padre y susurró en voz baja: “Perdona por molestarte, mi señor”. El-Temur se estremeció.

—Perdona por molestarte, mi señor —llegó desde el umbral la voz baja del suruksut—.Ordenaste que fuera al pozo a comprobar. No encontraron nada allí, sólo cadáveres.

El-Temur se despabiló y asintió en silencio.

—También ordenaste que ejecutaran al tangut. Pero el Gran Cielo nos ahorró la molestia. El despreciable tangut murió por sí mismo, se puso a ronquear de repente y se ahogó en su propia sangre.

El-Temur volvió a asentir sin decir nada. Mañana al amanecer abandonaría esta ciudad siniestra y regresaría a Jubei, donde le esperaban Yulduz, la de la cara de luna, y el bebé risueño Tengis.

Primera parte

Anno Domini MCCCXLVIII

El sol de junio asomó entre las nubes bajas de la costa, y el frescor del mar fue inmediatamente sustituido por un calor abrasador. Era como si la naturaleza hubiera estado febril últimamente. Ivar se despojó de su raído jubón y, cerrando los ojos, volvió la cara hacia los rayos calientes. “Algo está cambiando en este mundo, algo inasible, algo que escapa a la comprensión. Es como si el tiempo mismo cambiara imperceptiblemente de color”.

La vieja coca genovesa, crujiendo con sus costados alquitranados, se deslizaba sin prisa por las olas azules del mar de Aquitania*. Los marineros, sofocados por el calor estival, se escondían en la bodega y bajo los toldos de los “castillos”, las superestructuras almenadas en la popa, erigidas para proteger a los arqueros durante las hostilidades. El negociador Giacomo Barbavera, propietario y patrón del barco, gritaba algo, sosteniendo la barra de timón, a un marinero enclenque que se meneaba bajo la vela.

* Golfo de Vizcaya.

—Recoge más fuerte, tú gato hervido, gusano desdentado, espolón en tu popa! —a través de las ráfagas del viento llegaban a Ivar las reprimendas indolentes del patrón.

En efecto, el marinero era sorprendentemente feo y canijo: de baja estatura, con hombros estrechos a más no poder, una boca torcida y enormes ojos desorbitados.

“¿Cómo lo han tomado en la navegación, si apenas se mantiene en pie?” Como interceptando la muda pregunta de Ivar, el patrón Barbavera pronunció para su sayo:

—Si no fuera por su difunto padre… Me había ayudado mucho en su día. La viuda me suplicaba que tomara a su hijo menor al menos como marinero. Le dije sinceramente que no aguantaría mucho en el mar. Pero qué se puede hacer… Son casi todos así, los treintañeros. La generación hambrienta…

—“La generación hambrienta?” —precisó Ivar.

—Pues sí —asintió Barbavera con la cabeza—. ¿No recuerdas la Gran Hambruna? Ah, sí, creo que todavía no habías nacido entonces—. El genovés, hombre moreno y no anciano aún, con una barba desgreñada y entrecana, dientes fuertes y una nariz maciza vuelta hacia un lado, hablaba despacio, como escupiendo las molestas palabras que se le atascaban en los dientes.

—Aquella hambruna fue enviada por los Cielos como azote para corregir —llegó una voz suave y aterciopelada desde detrás de Ivar–, igual que en los días de Elías se cerraron los cielos durante tres años y seis meses, y hubo una gran hambruna en toda la tierra.

Adam Lebel, un cura entrado en años, con los rasgos regulares de un rostro ligeramente alargado y los modales amables de un canónigo de catedral, tenía una habilidad notable para aparecer de la nada. Al igual que Ivar, viajaba de Southampton a Guyenne a menesteres que solo él conocía. El canónigo vestía no una sotana negra habitual, sino un costoso traje laico que hizo entender que era un hombre de recursos y no ajeno a tentaciones mundanas.

—Aquellos siete años hambrientos fueron las siete espigas secas, quemadas por el viento del este, de las que José habló al faraón… —continuó el canónigo Adam.

—Oh santo padre, ¿hay algo en el mundo que no hayáis visto confirmado en las páginas de las Escrituras? —con una sonrisa de equidna intervino otro de los compañeros de Ivar, un joven llamado Gracio de Seville.

Se habían conocido aún en Southampton, en el puerto. Fue allí donde el joven locuaz contó a Ivar su historia. Siendo uno de los retoños menores de un hidalgo andaluz con recursos escasos, Gracio, que desde niño había destacado por su habilidad para tejer palabras y cuentos chinos, se puso en marcha para probar suerte a la corte castellana de Alfonso el Justiciero. Muy pronto se ganó la confianza y benevolencia del heredero de la corona, el joven príncipe Pedro. Sin embargo, las intrigas de sus malquerientes en la corte, cuyas honorables esposas admiraban con demasiado ardor los tercetos y otras virtudes del joven ministril, hicieron que la estancia de Gracio en Burgos fuera sumamente inconveniente e incluso peligrosa. Por eso, el rey Alfonso, a pesar de las vehementes protestas de su hijo, prefirió enviar al ministril lejos del peligro, a la lejana Inglaterra. Allí, en la corte de Eduardo III, Gracio permaneció los dos últimos años, instruyendo a la princesa inglesa Juana, prometida de Pedro, en las sutilezas de la lengua castellana, pintándoole a la vez las numerosas virtudes de su noble prometido.

Vestido con una cota azul celeste bordada con cascabeles plateados, y calzas de punta afilada con rayas amarillas y verdes, el juglar castellano recordaba a Ivar el curioso pájaro psittacus, que había visto una vez en la tienda del mercader flamenco Jean de Lang.

—No, mi querido Gracio —objetó tranquilamente el canónigo Adam a la sarcástica observación del juglar—, no hay cosas que no estén reflejadas en las Escrituras, pues, como dijo el Eclesiastés, hijo de David, no hay nada nuevo bajo el sol: lo que fue antes, lo mismo habrá de ser, y lo que se hizo, eso se hará.

—¿Y qué hay de mundus senescit?* —preguntó Gracio con una mirada socarrona—. ¿Qué hay de Honorio de Autun con su sexta edad del mundo, la edad de la decrepitud? El propio Durante degli Alighieri comparó nuestro mundo con un manto que cada hora viene acortado por el despiadado Tiempo. O como escribió el gran Guiot de Provenza: los hombres de antes eran grandes y hermosos, ahora son niños y enanos. Mirad a vuestra alrededor: la ciencia está en decadencia, el mundo marcha patas arriba, los ciegos guían a otros ciegos, el asno toca la lira, jornaleros sirven en el ejercito, Catón frecuenta los lupanares, Lucrecia se convirtió en una ramera. Lo que antes daba verguenza, ahora se vanagloria. Todo está descarriado. Antes hubo la fe, ahora se ha ido, todo está incoloro y entumecido.

* El mundo envejece.

El canónigo Adam meneó la cabeza:

—Encomiables son tus conocimientos de la poética, pero también esto se dice en la Escritura: no digas “¿por qué los tiempos pasados fueron mejores que los presentes?”, pues no será tu sabiduría que hará esta pregunta.

—¡Otra vez la Escritura, otra vez las autoridades de los tiempos antiguos! —protestó Gracio—. ¿En vuestra edad, padre, no se debería tener ya su propio juicio?

—“¿Su propio?” El juicio no puede ser de alguien, como el agua en un río no puede pertenecer al pescador, —replicó con convicción el canónigo.

—No sé sobre el juicio —dijo de repente el patrón en un bajo profundo—, pero ni siquiera el agua en un río es siempre de río.

—¿Qué tal así, signor Barbavera? —se asombró Gracio.

—¿Veis a la izquierda una ciudad fortificada que acabamos de pasar? Es Royan. Desde allí comienza el estuario del Gironda. Así que ya estamos en el río. Pero, ¿en qué se diferencia del mar que era antes de Royan? La misma agua salada, las mismas costas lejanas.

Era extraño escuchar tales divagaciones abstractas de los labios del viejo patrón, habitualmente hosco y taciturno.

—¿Cuánto aún nos falta para llegar a Burdeos, signor Barbavera? —le preguntó Ivar.

—Unas cincuenta millas. Debemos de llegar antes del anochecer. Si el viento no cambia.

Tras bordear un largo banco de arena, la coca, superando la fuerte corriente, se dirigió hacia la orilla derecha del estuario, donde en las colinas bajas reverdecían los jugosos pastos. Un poco más arriba, contra el cielo azul intenso y los campos dorados, las ruinas calcinadas de una torre de piedra se alzaban como un negro engendro.

—Y sin embargo, santo padre —Gracio volvió a dirigirse al canónigo—, creo que la Gran Hambruna no fue enviada por el Señor como corrección, como vos afirma, sino más bien como castigo. Pues, como es sabido, el rey Eduardo II de Caernarfon, difunto padre del actual gobernante de Inglaterra, no se distinguía por una moral intachable ni por elevadas virtudes.

—Eso seguro —asintió el patrón Barbavera—. Solo que no entiendo por qué es de Carnar… ¿cómo lo habéis llamado?

—¿Cómo, signor Giacomo? ¿Acaso vos no habéis oído esa divertida historia sobre el nacimiento del rey Eduardo II? Cuentan que nació en Gales, en el castillo de Caernarfon, justo cuando su padre, el glorioso Eduardo I, luchaba contra los galeses. O más bien, ya había terminado de guerrear y estaba inmerso en largas negociaciones de paz. Tan largas, que la esposa del rey tuvo tiempo de quedar embarazada y dar a luz un hijo. Al final, tras meses de disputas y agotadoras discusiones, los barones galeses plantearon una última condición (que les parecía completamente inaceptable para el rey Eduardo). A saber: que el gobernante de Gales fuese un hombre nacido Gales quien no supiera ni una palabra de inglés. Para sorpresa de los negociadores galeses, el rey Eduardo aceptó de buen grado esta condición. Y antes de que los galeses se enredaran en otro debate sobre a quién elegir como gobernante de entre sus nobles, el rey Eduardo, tras ausentarse brevemente en sus aposentos, regresó a la sala de negociaciones con su hijo recién nacido en brazos, lo alzó ante los galeses y dijo con una sonrisa triunfal: “¡Aquí está vuestro nuevo gobernante: nacido en Gales y no sabe ni una palabra de inglés!”

—¡Ja, ja! —se rió Giacomo Barbavera—. Bien tramado, no hay por dónde cogerlo.

—Desgraciadamente, —prosiguió Gracio—, a pesar de un nacimiento tan afortunado, el futuro Eduardo II, a quien auguraban la gloria de un nuevo rey Arturo, resultó ser un gobernante con muy mala suerte. Y la mala suerte de un gobernante, como la piedra de Magnus*, atrae toda clase de desgracias. Primero, la derrota frente a los escoceses; luego, la Gran Hambruna; después, el fracaso en la guerra por Saint-Sardos; y, finalmente, su deposición por su propia esposa y una muerte ignominiosa en la mazmorra. Señor Barbavera, ¿vos vivíais aquella época ¿verdad? Dicen que la Gran Hambruna apenas afectó las tierras al sur de los Alpes. Vivíais entonces en Génova, ¿no?

* Imán.

El patrón barbudo permaneció en silencio durante un largo rato, ya fuera para ordenar sus pensamientos o intentando ahuyentarlos, y luego respondió de mala gana:
—En aquellos años, mi padre transportaba mercancías a Inglaterra y Gales. Y yo era un simple marinero en su galera. En la primavera del año 1315 después del nacimiento de Cristo, llegamos a Londres con un cargamento de paño flamenco. De repente, empezó a llover copiosamente. Llovía tanto que parecía que la propia bóveda celeste se hubiera agujereado, amenazando con desplomarse sobre la tierra. Mi padre se resfrió y cayó enfermo. Las lluvias continuaron sin cesar, desde abril hasta octubre. A principios del otoño, mi padre empeoró y murió.

—Así es —apoyó al patrón el canónigo Adam—. Aquel malhadado verano me sorprendió en la abadía de San Albano, cerca de Londres, donde tuve la feliz oportunidad de estudiar la Historia Anglorum y otras crónicas de Mateo de París, en especial sus reflexiones sobre el emperador Federico II, también conocido como stupor mundi*… Pero parece que he divagado. Por las incessantes lluvias torrenciales, el grano en los campos no maduró aquel año, y la poca cosecha que se logró recoger resultó insípida y aguada, solo hinchaba los vientres. Además, muchas espigas estaban cubiertas de unas protuberancias negras, “garras del demonio”, como las llamaban los campesinos. Un monje de la Orden de San Antonio me contó que cada hombre que comía tales espigas, pronto empezaba a temblar y a retorcerse, como si demonios desconocidos lo desgarraran por dentro con sus garras; luego el infeliz caía en delirio y frenesí, y su cuerpo iba a ennegrecerse y descomponerse vivo.

* Asombro del mundo (latín).

—No solo el grano se pudrió en los campos aquel año, el heno también quedó empapado y se echó a perder bajo los cobertizos —añadió Barbavera—. El ganado empezó a pasar hambre y a enfermar, comenzó una peste bovina. Debido al mal tiempo, los salineros no pudieron evaporar la salmuera. La escasez de sal hizo que los precios se dispararan. ¿Y cómo conservar la carne sin sal? Para colmo, las uvas no absorbieron suficiente sol, el mosto salía agrio y cuajaba en vinagre. La gente empezó a beber agua sin vino, por lo que muchos sufrieron de dolores de vientre y diarrea persistente.

—Hasta mediados del verano, la abadía ya casi había agotado todas las provisiones —continuó el canónigo Adam—, y muchos de los monjes, haciendo caso omiso de los mandamientos de Cristo, empezaron a mirarme con malos ojos, como a un parásito que les devoraba sus recursos. Multitudes de campesinos hambrientos vagaban por el país, dirigiéndose a las ciudades, donde, sin embargo, la situación con la comida era aún peor. Al no tener pan, los habitantes sacrificaron casi todo el ganado y las aves de corral, lo que los dejó sin carne, huevos ni leche durante años. Se llegó al punto de que la gente comía caballos, perros, palomas e incluso ratas.

—¡Ratas! —exclamó el patrón con una vehemencia inusual en él—. El mes más terrible fue abril, cuando la comida se acabó por completo. Yo mismo vi a londinenses comer excrementos de palomas y estiércol de cerdo. Corrían rumores de que algunos, desesperados por el hambre, llegaron a devorar a sus propios hijos. Una vez viajé de Londres a Canterbury y vi a tres ahorcados junto al camino. Dos de ellos tenían las piernas cortadas, y el tercero, roídas hasta las rodillas. También circulaban muchos rumores sobre asesinos que secuestraban a la gente, especialmente niños, a los cuales luego desollaban y descuartizaban como ganado, vendiéndolos clandestinamente en los mercados como carne de res. Mucha gente perdió por completo su apariencia humana. No sé por qué, pero el hambre hacía crecer rápìdo el pelo en la cabeza y el cuerpo. Y había otra rareza: los cadáveres de quienes morían de hambre y enfermedades empezaban a ennegrecerse y descomponerse con gran rapidez.

—Al final, no me quedó más remedio que abandonar la abadía de San Albano —continuó rememorando el canónigo Adam—. Pero poco antes – en agosto, si no me equivoco – a la abadía llegó en persona el difunto rey Eduardo II, acompañado de su séquito. ¡Y figúrense nada más: el rey no pudo conseguir ni pan para cenar! El rey de toda Inglaterra, desesperado, seguía enviando jinetes a las aldeas cercanas, pero todos ellos regresaron sin nada. Así que no le quedó más que acostarse con el estómago vacío. ¿Acaso ha pasadole algo semejante a algún otro rey de la tierra?

—Verdaderamente fue un rey desdichado —comentó Gracio—. Como diría mi conocido islandés, Eysteinn Ásgrímsson, quien sabía bien de las vicisitudes del destino: este hombre claramente nació sin hamingya.

—¿Sin qué? — preguntó sombríamente el capitán Barbavera.
—Sin suerte, sin buena fortuna, sin un espíritu guardián… Es difícil de traducir.
—Difícil e innecesario —cortó severamente el canónigo Adam.— No hay ninguna necesidad de contaminar la mente con los abracadabras de los paganos cuando tenemos las palabras de las Sagradas Escrituras. «He aquí que el hambre, la peste, la aflicción y la angustia han sido enviadas como azotes para corrección. Pero, a pesar de todo, los hombres no se apartarán de sus iniquidades ni recordarán siempre estos castigos.» Así dice el profeta Esdras. Y también está escrito allí: «Y se levantarán nubes grandes y violentas, llenas de furor, y derramarán muchas aguas sobre todo lugar, alto y elevado. Y anegarán la ciudad, y los muros, y los montes, y las colinas, y los árboles en los bosques, y las hierbas en los prados, y sus plantas de pan. Muchos habitantes de la tierra perecerán de hambre, y los demás, que sobrevivan al hambre, caerán bajo la espada”.

El estuario se estrechaba poco a poco, las orillas suaves se acercaban cada vez más; ya se podían distinguir pequeños rebaños de ovejas pastando en los verdes prados, y las hileras ordenadas de viñedos con raras construcciones de adobe dispersas entre ellos.

—Tales profecías se cumplen casi todos los años, padre —respondió Gracio tras un breve silencio—. Incluso en estas benditas tierras de Guyena, la guerra lleva ya unas dos décadas y de vez en cuando hay malas cosechas. Pero todo el mundo se ha acostumbrado a tal situación. Todo esto está muy muy lejos de la catástrofe universal que prometen vuestros profetas.

—No nos está dado predecir si está lejos o no —meneó la cabeza el canónigo—. Pues está escrito: habrá abundancia y baratura en todo, y pensarán que ha llegado la paz; pero entonces sobrevendrán a la tierra las desgracias: la espada, el hambre y una gran confusión. Y aquellos que se burlan de la Providencia divina, que recuerden el Poema de los Tiempos Adversos de Eduardo II: «y se ensombreció el rostro del que reía a carcajadas, y se humilló el orgulloso de ayer».

—Me temo, padre, que aquellos años lejanos vos causaron un trauma emocional demasiado profundo —sonrió Gracio—. Pero los tiempos han cambiado. Y en el trono de Inglaterra ya no está el desdichado Eduardo II, sino su hijo salvado por Dios, Eduardo III de Windsor. Y en los últimos años, Dios claramente le ha favorecido. Los escoceses han sido derrotados, su rey David, capturado. El usurpador francés fue aplastado en Crécy, y antes de eso, perdió su flota en Brujas. Los ingleses se han afianzado en el continente, tomando Calais el verano pasado. Guyena, que los franceses suelen llamar Aquitaine, no solo fue retenida por los ingleses, sino que ha expandido sus fronteras hacia el interior del continente, tras las gloriosas expediciones de Sir Enrique de Grosmont, conde de Derby.

—Aquí no voy a objetar —asintió el canónigo Adam—. He visto con mis propios ojos cuánto ha prosperado Inglaterra en los últimos años. Desde Navidad, casi sin interrupción, se suceden torneos, mascaradas y otros entretenimientos. Los botines capturados en Normandía, Bretaña y Guyena han sido tan cuantiosos, y los rescates por los caballeros franceses capturados, tan abundantes, que casi todas las cocineras de Londres lucen ahora encajes flamencos e incluso pueden presumir eventualmente de un colgante de oro.

—¿Y habéis visto el palacio de Saboya que el conde de Derby se hizo construir en el mismo centro de Londres? —preguntó Gracio—. Y eso es solo una parte del abundante botín que obtuvo de sus chevauchées* de hace dos años, con los que el señor de Grosmont surcó victorioso las tierras franceses casi hasta su mismo corazón.

* Incursiones a caballo en territorio enemigo.

Las orillas del estuario se estrechaban cada vez más. Ya quedarón atrás los muros de piedra de la ciudadela de Blaye, y un poco más lejos, a estribor, se extendía la isla de Macau, plana y alargada como una hoja de espada, tras la cual los viñedos de Médoc y Margaux brillaban al sol en interminables hileras verdes. La coca se acercaba lentamente a la punta de Ambès, el lugar donde confluyen el Garona y el Dordoña.

—Y todo esto demuestra, mi querido Gracio —continuó el canónigo tras una breve pausa—, que se acerca el fin de los tiempos y el cumplimiento del sueño del rey Nabucodonosor, interpretado por el profeta Daniel. La estrella del favor de Dios, que una vez empezó á brillar en Oriente, se desplaza cada vez más hacia Occidente. Primero iluminó a Babilonia, luego a los medos y persas, después a los macedonios, luego a los griegos y más tarde a los romanos. De los romanos ascendió a los germanos, de ellos, bajo Luis el Santo, pasó a los francos, y ahora brilla sobre Inglaterra. El difunto obispo Ricardo Angerville me dijo una vez que la admirable Minerva, tras abandonar Atenas, Roma y París, ahora ha llegado ahora felizmente a Britania, la más noble de las islas, el nuevo centro del universo.

De repente, el viento amainó. En el río se instaló un silencio inquietante, interrumpido solo por el lejano chirrido de las cigarras. Las aguas del Garona, turbias y fangosas en este lugar, se convirtieron en un espejo liso y ligeramente tembloroso. Los viajeros se miraron: la repentina calma amenazaba con frustrar sus planes de llegar a Burdeos antes del anochecer.

Por atrás, desde la desembocadura, llegó de repente un zumbido bajo y prolongado. Ívar, Gracio y el canónigo se giraron y se miraron con recelo. Solo el patrón Barbavera parecía imperturbable. El extraño sonido iba creciendo, como si alguna fuerza desconocida se les acercara río arriba. Sin embargo, la superficie del agua permanecía tranquila: ni olas, ni movimiento en los matorrales del junco.

Y entonces, vieron a lo lejos una franja oscura que abarcaba todo el ancho del río. La franja se acercaba rápidamente, aumentando en tamaño. Al cabo de unos instantes, Ívar comprendió que los alcanzaba una ola gigantesca, de al menos el doble de la altura de un hombre. Pero, ¿cómo podía surgir en un río de llanura una ola de tamaño tan colosal, que además avanzaba con con una velocidad alucinante contra la corriente? Parecía como si el mismísimo Señor, con una mano invisible, hubiera inclinado la tierra firme, haciendo que el río, cambiando de repente su curso, se precipitara hacia ellos desde lo alto, amenazando con engullirlos y arrasarlos como una astilla insignificante.

Tras la primera ola venía una segunda, aún más poderosa, seguida de una tercera, una cuarta… parecía que no tendrían fin. Cuando el primer embate estaba ya muy cerca, los viajeros, presos del pánico, volvieron sus miradas hacia el patrón, que permanecía a su lado con una actitud como si lo que ocurría no le importara en lo más mínimo.

—¿Qué, vos habéis meado un poquito? —sonrió finalmente Barbavera. —Agarraos bien a la borda, que ahora iremos con el viento. ¡Bienvenidos al gran mascaret!

Una ola gigantesca golpeó con estruendo la popa, la proa de la coca cog se alzó bruscamente, e Ivar fue aplastado contra la borda con las costillas, casi arrojado al agua hirviente. De repente, el viento regresó, hinchando al instante la vela que colgaba flácida. La coca arrancó a una velocidad tan descomunal que parecía arrastrado por una manada de caballos salvajes. Los árboles y construcciones de la costa se acercaban y alejaban como en un sueño fantástico. La proa del barco, cual un cuchillo colosal, cortaba el espejo liso del Garona, dejando tras la popa una espuma furiosa que desaparecía al instante en las fauces de las olas siguientes.

Atónitos ante el espectáculo nunca visto, los viajeros solo giraban las cabezas en silencio, de un lado a otro, lanzando de vez en cuando miradas hacia atrás con un asombro temeroso. Tras un par de millas de la carrera desenfrenada, las olas poco a poco comenzaron a amainar y calmarse. Pronto no quedó de ellas más que un leve chapoteo en los juncos de la orilla. El río recuperó su apariencia habitual.

—¿Qué fue eso, señor Barbavera? —fue Ivar quien rompió el silencio primero.

—Un mascaret. “Toro moteado”, en el lenguaje local. Pues, como si un toro submarino te embistiera con sus cuernos y te arrastrara por el río. Lo extraño es que haya llegado hoy, y con tanta fuerza. Debería llegar dentro de tres días, con la luna llena.

—Pero ¿de dónde viene? ¿Qué lo impulsa? —insistió Ivar.

—¿Qué lo impulsa? —Barbavera se encogió de hombros—. Dios, la Luna, la marea baja…

—En verdad, la naturaleza parece haberse vuelto loca en los últimos años —dijo con pesar el canónigo Adam—. Los inviernos son cada vez más fríos, y los días de verano, más lluviosos. Los últimos cuatro años, en Inglaterra prácticamente no ha habido verano, solo lluvias. El otoño pasado apenas lograron recolectar una cosecha magra, y la cebada ni siquiera maduró. Tuvieron que comprar grano a los enemigos en Francia. Las lluvias desbordaron muchos ríos, arrastraron la tierra de los campos, destruyeron puentes.

—Y aquí estáis otra vez, padre, con vuestros lamentos escatológicos —sonrió Gracio—. ¿Dónde están todas esas catástrofes de las que habla? Miren: el sol calenta como si estuviéramos en el desierto de Jerusalén, los viñedos están verdes y frondosos, los pájaros cantan, no hay ni una nube en el cielo…

—No, no —intervino el patrón Barbavera—, realmente algo extraño está pasando últimamente. Las tormentas se han vuelto tan frecuentes que tenemos que pasar medio año varados en los puertos o refugiados en bahías. He oído que varias aldeas portuarias en el sur de Inglaterra han sido sepultadas bajo dunas errantes.

—Vaya novedad: dunas errantes —dijo Gracio, despectivo.

—No sé si creerlo o no, pero en Southampton un comerciante romano me contó —dijo el patrón tras una pausa— que esta primavera, en algún lugar entre Catay y Persia, cayó una lluvia de fuego. Como si el fuego descendiera del cielo cual nieve ardiente, incinerando la tierra y a sus habitantes. Luego, una densa humareda cubrió la tierra, y cualquiera que la mirase, aunque fuera de reojo, moría antes del anochecer de ese mismo día; y quienes miraban a los que la habían visto, también morían.

—¿Y después de cuántas jarras de ale vos contó todo esto vuestro amigo romano? — se burló Gracio.

—Quizá la lluvia de fuego sea una invención —observó el canónigo—, pero ¿acaso no habéis oído hablar, señores, del terremoto del Friul?

—¿Dónde es eso? —preguntó Ivar.

—Al este de Venecia. El pasado invierno, el día de la Conversión de San Pablo, ocurrió allí un terremoto tan monstruoso que muchos venecianos creyeron que verdaderamente llegaba el fin del mundo. Ese día, las campanas de la basílica de San Marcos repicaban sin intervención humana, como si los ángeles invisibles hubieran descendido a la tierra para tocar a rebato. También se dice que no fue un terremoto común, sino que lo causó un cuerpo celeste que cayó en las montañas del Friul. Fuera como fuese, el aire tras el terremoto se volvió denso y sofocante, como si el mismísimo horror se hubiera instalado en las nieblas que descendían de las montañas; meteoros ígneos y estrellas fugaces surcaban el cielo, y un gigantesco pilar de fuego descendió sobre el techo del palacio papal en Aviñón.

—Creedme, padre —respondió Gracio—, en un par de meses todos olvidarán tanto vuestro «monstruoso» terremoto como el pilar de fuego de Aviñón, igual que olvidaron al dragón de fuego que supuestamente sobrevoló Lérida hace tres veranos.

Cada vez más frecuentes aparecían en su camino cocas, barcazas de remo y ágiles gabarras* que descendían por el Garona desde Burdeos. Luego, el río trazó una curva abrupta, y pronto, tras las marismas ribereñas, aparecieron las murallas, las columnas semiderruidas de un templo antiguo y los agudos chapiteles de la catedral de Saint-André.

* Gabarra: embarcación pequeña, ancha y de fondo plano, movida a vela y remo.

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