Corrimos al escuchar los estruendos. Éramos tres: la empleada, mi madre y yo.
Tuvimos que forzar la puerta con un martillo; estaba cerrada desde adentro.
Lo que pasó ahí siempre será un misterio. Lo que vimos: mi hermano asesinó de un disparo a mi esposo y luego se suicidó. Estaban solos en la planta alta.
Durante meses sufrí el acoso policial porque la única que tenía la llave de esa habitación era yo. El día anterior, mi hermano me la pidió con la excusa de que había dejado unos papeles del auto en el armario. Dijo que pensaba venderlo. Estaba tranquilo. No llevaba nada visible encima. Nunca lo vimos con armas. Ni siquiera sabíamos que supiera usarlas.
Jamás hubo entre ellos tensiones ni el más mínimo gesto de rivalidad. Se llevaban muy bien. Tenían gustos similares, hablaban de música y fútbol como especialistas. A veces me costaba seguirles el ritmo.
No sé cuánto tiempo estuvimos las tres congeladas frente a la escena. Era como ver una película policial sin volumen.
Recuerdo con nitidez la cara de espanto de mi madre y la voz hueca de la empleada:
—Deberíamos llamar a la policía… (dijo como si le arrancaran las palabras del cuerpo con una grúa).
Mi madre reaccionó primero. Sacó su celular, lo cual ya era extraño: ella solía usar siempre el teléfono de línea. Marcó los tres números.
No habían pasado ni veinte minutos cuando la casa se llenó de gente uniformada: unos de azul, otros de blanco. Entraban y salían. Traían bolsas vacías y se llevaban otras llenas.
Dos de ellos, los que parecían estar a cargo, comenzaron a hacernos preguntas. Empezaron esa tarde y nunca dejaron de hacerlo.
Mi madre perdió a un hijo. Eso no tiene comparación.
Yo me quedé sin mi esposo, sin mi hermano y sin respuestas.
Revisaron todo. Cuentas bancarias, movimientos sospechosos, llamadas, mensajes. Lo blanco, lo negro, lo gris. Nada. La ausencia de motivos los enloqueció durante años.
Tuvimos nuestros quince minutos de fama. Todos los medios nos buscaron.
Intentamos no hablar. El acoso, sobre todo a mi madre, nos hacía ceder. A veces soltábamos alguna frase que luego regresaba como un bumerán malicioso.
Analizaron nuestras declaraciones buscando contradicciones. No las encontraron.
Hoy todo parece un sueño viscoso. Una pesadilla que con el tiempo se fue esfumando.
La empleada murió hace años. Mi madre también, de muerte natural.
No hablé de mi padre porque murió antes de que yo naciera. Lo poco que supe de él me lo contaron mi madre y mi hermano.
Suelen decir que el tiempo cierra las heridas. Lo único que hace es empolvarlas.
Lo ocurrido en esa habitación seguirá siendo un misterio.
A veces pienso que no fue locura.
Fueron celos.
Celos de lo que ocurrió en esa misma habitación.
El día que me hizo mujer.
Yo tenía catorce.
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