Es una narración contada por un viejo que llegó de otra galaxia.

La nación tenía nombre, pero ya nadie lo usaba. Era más un suspiro que un país. Un quejido largo, como el del motor que intentaba arrancar y no podía, una y otra vez, en medio del corte.

Los viejos eran mayoría. Caminaban encorvados, con los pies arrastrando más pasado que futuro. Alguna vez hubo niños, pero hace años se fueron volando. Algunos con alas de cartón, otros atados a los patos emigrantes. Un par, según los cuentos, se fueron montados en gaviotas. A falta de billetes, aprendieron a sobornar al viento.

— ¿Y tú no te vas? —le preguntaban a Mateo, un viejo que coleccionaba oscuridades, como otros coleccionan sellos.

—Ya me fui por dentro —respondía—. Lo que queda es el caparazón. Y las ratas no se lo quieren comer todavía.

Había hambre. De esa que no se grita, porque no hay fuerza para abrir la boca. Las personas caminaban con las costillas expuestas como si fueran partituras de una sinfonía triste. El miedo, mientras tanto, se respiraba como el polvo: uno no lo ve, pero se pega a los pulmones y a la voluntad. El planeta estaba desgastado.

El gobierno seguía hablando por la televisión. No se le veía la cara, solo antenas. Algunos decían que eran extraterrestres. Otros juraban que eran políticos normales. La diferencia era discutible.

—Comen países —decía la señora Dolores, que había visto tres monedas distintas en su vida y ninguna servía para comprar papel higiénico.

—Y defecan discursos —añadía Mateo, mientras buscaba con la lengua el último diente de su encía.

Nadie respondía al gobierno. No por falta de ganas, sino porque los que hablaban se evaporaban. Así, todos aprendieron a callar. El silencio era la nueva lengua nacional. Los niños se iban aprendían dos idiomas: uno de un planeta cercano y el otro el mutismo.

En las noches, las luciérnagas ya no alumbraban, y caían como telones en un teatro sin obra. En las casas, los fósforos eran tratados con la reverencia de una reliquia. Y los ancianos rezaban, no por milagros, sino para recordar que aún sabían hablar.

Algunos decían que había esperanza. La escondían en latas oxidadas, en versos truncos, en recetas de abuelas muertas. Pero cada año, esa esperanza se hacía más delgada. A veces parecía una hoja de cebolla. A veces, un suspiro que no llegaba a exhalarse.

Una mañana, el gobierno anunció que todo iba bien.

Y el pueblo, como siempre, no dijo nada.

Pero una gaviota, en lo alto, soltó una carcajada.

Y se fue volando.

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