La ventana permitía contemplar una vista parcial del inmenso mar que, a escasos metros, separaba el pequeño hotel de la playa. En su fachada lateral, la más alejada de la puerta principal, se encontraba la bajada a la orilla. Una escalera de peldaños irregulares de madera que invitaba a no hacerlo, su pronunciado desnivel llegada a producir vértigo y, a la vez, un deseo irrefrenable de lanzarse al vacío. El rugido de las olas retaba la valentía de los que allí se asomaban.
Era un hospedaje modesto y digno. Siempre había estado allí, formando parte del paisaje. Eran pocos los que podían afirmar el año de su inauguración o el nombre de sus fundadores; aunque en la mente de todos permanece vivo lo ocurrido. Se había conservado como un legado que transmitir a los que visitasen el lugar. No eran pocos los que se acercaban a su trasnochada cafetería para dejarse envolver por la magia de su narración. Resultaba fácil encontrar alguna persona que aseguraba haber sido testigo de lo sucedido y dispuesto a no escatimar ningún detalle.
La noche de nuestra llegada había diluviado, estando acompañada de una extraña sensación de calor asfixiante. Las tormentas hicieron imposible conciliar el sueño, llegando la calma de manera repentina y coincidiendo con el amanecer. El cielo sin luna había dejado colgado en el aire los deseos de comenzar un nuevo día.
Al despertar la luz, como en un ritual establecido, todos los habitantes de aquel pequeño pueblo, junto al hotel, se encaminaron hacia el acantilado, donde se accedía a la fina arena que el mar envolvía. Aquella peregrinación inesperada volvía a repetirse tras aquel otoño que dio origen a la leyenda del lugar, con el miedo contenido de contemplar de nuevo aquel horror imborrable. Nadie desviaba la mirada, incrédula y con un hilo de lágrimas a punto de desbordarse, hacia aquel letrero que señalizaba el lugar exacto donde desaparecía el camino de tierra dando paso a la inmensidad del agua salada. Los pasos se iban haciendo más cortos, como si se tratase de autómatas a los que se le va agotando el movimiento programado, temerosos de llegar al destino y encontrarse con aquello que parecía ser una maldición condenada a repetirse.
El amargo toque de campanas, provocado por el viento desafiante que precedió a la tormenta, no había pasado desapercibido. La maldita misma señal otra vez, a modo de presagio.
Una nueva letanía de miedo y oscuridad, de infinita crueldad, sería invocada por lo pregoneros del lugar, contadores de historias macabras a cambio de la propina de una compañía que les alejase de su soledad.
Un suelo de algas, empujadas por el mar, cubrían la arena. Aquella recóndita y diminuta playa se vistió de un verde oscuro que, como una sutil tela de seda, se balanceaba delicadamente con el beso permanente del agua salada.
Todo continuaba igual.
Nada alteraba las historias largamente contadas de aquel rincón perdido en la costa.
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