Fue una mañana de abril cuando Valeria me invitó a salir a andar en bicicleta al viejo parque donde solíamos ir de niñas. Todo iba muy bien, reíamos y jugábamos. Pasamos a la tienda a comprarnos un boing cada quien, como siempre ella el de fresa y yo el de uva.
Nos acostamos en la vieja y olvidada cancha de fútbol rápido, platicamos anécdotas de los ya 16 años de amistad. Como la vez en que, saliendo del cine, nos agarró un aguacero y no llevábamos paraguas, nos mojamos tanto que ya no nos preocupaba seguirnos mojando, a mí, me dio gripa al día siguiente. O la vez en que combinamos 5 cereales diferentes y nos servimos dos tazones cada una, nos llenamos tanto que vomitamos después de eso. O cuando me enseñó a andar en bicicleta por primera vez, aquel día, me caí alrededor de 10 veces, y, cuando ya íbamos para nuestras casas, el cielo parecía haber sido rasguñado por un gato gigante y que hacía sangrar esos resplandores naranjas. Valeria amaba los atardeceres.
En fin, nos dieron las 6, cuando me dijo que tenía algo importante que decirme: mi mejor amiga de toda la vida se iría de la ciudad, el colmo, fue que se iría al día siguiente. Estaba furiosa, no dije nada, y ella, inclinando la cabeza, con una mirada triste, me preguntó: “¿estás bien?”, mientras me limpiaba la lágrima que, sin haberme dado cuenta, salía de mi ojo.
Salí corriendo tomé mi bicicleta pedaleé lo más rápido que pude, pero, entre las lágrimas y el enojo, me evitaron ver una botella de caguama rota que estaba en mi camino, mi llanta delantera se ponchó y presioné el freno equivocado, me fui de frente y me abrí la rodilla, además de rasparme ambos brazos. Tuve que irme caminando y arrastrar esa vieja bicicleta.
Mientras tanto volteé al cielo, aquel atardecer tenía tonos rosados, verdes y por supuesto azules; a Valeria le habría encantado. No podía irme así sin más, al menos ella se estaba despidiendo. Tiré la bicicleta a un lado, di media vuelta y salí corriendo para ir a verla, pero ya no estaba.
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