«Y sin embargo, escribo»: Gabriela Mistral y el peso de existir.

«Y sin embargo, escribo»: Gabriela Mistral y el peso de existir.

Laura Duarte

06/06/2025

Un ensayo sobre Mistral: la mujer borrada detrás del ícono nacional.

«El futuro de los niños es siempre hoy. Mañana será tarde»

Tengo clases de poesía chilena todos los lunes y miércoles. Hasta el momento, no hemos discutido sobre Mistral. Es extraño, ¿verdad? En ocasiones pienso en ella, en las numerosas colegios con su nombre, en cómo la docente de Chile siempre ha sido ella, esa imagen que todos poseemos pero que hasta el presente se reinterpreta y cambia. Me preocupa su falta en el programa, como si hubiéramos pactado tácitamente ignorar lo obvio, lo esencial.

Mi abuela siempre leyó mujeres. Raro. En mi casa hasta el día hoy tenemos las mejores ediciones de Neruda, pero luego hablaremos de él, no le quitemos importancia a Mistral. No tengo ninguna colección completa de ella, jamás he leído su obra completa. ¿Triste? ¿Desalentador? La canonización selectiva me persigue como una sombra que nunca termina de proyectarse.

No puedo dejar de reflexionar sobre esta peculiar contradicción. Lucila Godoy Alcayaga (nombre que posteriormente pasaría a un segundo plano) se encuentre en cada billete de 5000 pesos, en murales que han sufrido el deterioro solar, en calles y plazas de ciudades que nunca estuvo. Mil veces la mencionamos sin verdaderamente conocerla. Nació en Vicuña en 1889, se desarrolló entre montañas gélidas y cielos que parecen no acabar nunca. Su padre se marchó cuando ella era pequeña, dejando ese primer hueco que posteriormente se expandiría. Después vino la muerte de Romelio Ureta, quien se disparó con un revólver y la dejó con un puñado de poemas como único consuelo. Escribía de noche, entre clases, mientras el sistema educacional la empujaba de un pueblo a otro. Nunca supo que terminaría siendo más estatua que persona.

Al leer “Desolación”, experimento ese vacío que Mistral transformó en un término vivo. No se trata simplemente de un libro de versos; es la declaración de una mujer que convirtió su descontento en un canto universal. Sus “Sonetos de la muerte” no son solo el remordimiento por un amor perdido, sino la confrontación enérgica con ese terror que todos portamos en nuestro interior, pero que pocos nos atrevemos a observar de cerca, esa erotización que solo se podía permitir por un muerto, ya que por un vivo sería desconcertante.

Y luego está Yinyin, ese niño de risa ausente que habitó con ella los años más complejos. Poco sabemos de su origen, apenas restos difusos de cartas, documentos, silencios. Lo cierto es que Gabriela lo llamó hijo, y en él volcó una ternura que no encontró cauce en el mundo adulto. Yinyin fue consuelo, fue testimonio de una maternidad no biológica pero profundamente sentida. Su presencia revela otra arista de Mistral: la que eligió la compañía de un niño para construir un hogar en el exilio, la que tejió con palabras y cuidado una familia que el canon no supo o no quiso nombrar. Cuando leo esos pasajes, siento que Gabriela escribía también para él, para protegerle del olvido, del abandono, de esa orfandad histórica que tanto conoció. En Yinyin se refleja no solo su amor, sino también el deseo feroz de que su historia no fuera enterrada entre márgenes ni notas al pie.

Al seguir leyendo, encuentro el nombre de Doris Dana casi de forma inesperada. Doris Dana ese nombre que siempre figura como anotación al pie, como suplemento en la existencia de Mistral. Esa mujer a la que la historia oficial ha disminuido a “amiga y secretaria”. Me quedo en una imagen donde se observaran. Existen aspectos en esa mirada que los libros escolares nunca señalan. En la escuela nos vendieron a la profesora asexuada, a la poeta infantil que, según ellos, nunca tuvo amor aparte de la educación . Sin embargo, nadie menciona las cartas que Gabriela le enviaba con desesperación, en las que le reconocía su falta de aprecio y firmaba como “tu vieja”.

Doris, una escritora de Estados Unidos, tenía treinta años menos que Gabriela. En 1946, en Nueva York, se conocieron, cuando Mistral ya era una conocida a nivel global y portaba el peso de un Nobel que la había consagrado a una fama ¿persiguió? o ¿no?. Es casi poético contemplarlas: la joven norteamericana cautivada por la literatura de América Latina y la chilena exiliada que halló en alguien tan distinto a sí un espacio para ser únicamente: Lucila. Juntas viajaron, acostaron en las mismas camas, compartieron desayunos y noches sin sueños.

«Yo te quiero, ¿tú me quieres?», pregunta Dana en una de las conversaciones. «No sé cómo tú te portes después, todavía no creo yo en ti», responde una provocadora Gabriela. «¡Siete años y no crees! Siete años que estamos juntas. Desde el 48. Es muy bonito esto, ¿no?», reflexiona Doris enamorada.

-Fragmento extraído desde el documental «Locas Mujeres» (2011) de María Elena Wood, donde la pareja es retratada en su intimidad.

Esto nunca lo relatan en el colegio, no aparece en libros de texto, pero revela a una mujer de carne y hueso, con deseos, miedos y anhelos que iban mucho más allá de la maternidad frustrada que tanto se ha repetido.

Que apropiado ha sido para la historia oficial eliminar segmentos completos de su existencia. La Mistral que nos exhiben es parcial, una variante esterilizada y práctica. La educadora asexuada, la poeta infantil, la venerada de la educación en Chile. Por otro lado, sus cartas a Doris Dana, llenas de ardor y sufrimiento, permanecieron guardadas hasta hace poco, como si el país entero hubiera optado por no verlas, simulando su ausencia.

La verdad es que la imagen de Mistral en aquella escuela olvidada me persiguió durante semanas. Hay momentos en que sentir la fragilidad de nuestra historia se vuelve inevitable. No como una idea abstracta, sino como una presencia física que nos habita. Mistral lo sabía. Lo supo siempre, desde que era maestra rural en escuelas remotas de Chile hasta que recibió el Premio Nobel en 1945, primera latinoamericana en alcanzar tal reconocimiento.

Pensando en esto, recordé a los niños que pueblan su poesía. Para Gabriela, la niñez no era un estado idílico ni una etapa transitoria; era una condición esencial del ser humano, una forma de habitar el mundo con asombro y vulnerabilidad. En “Ternura”, cada verso es un arrullo, una caricia verbal para esos niños que quizás nunca tuvo pero que siempre llevó dentro. Su maternidad frustrada se convirtió en una maternidad universal a través de la palabra.

A veces imagino a Gabriela recorriendo los pasillos de escuelas rurales, observando a los niños con esa mezcla de amor y melancolía que solo conocen quienes han amado profundamente lo que nunca llegarán a poseer. Su pedagogía no era solo un método, era una forma de resistencia; un acto político en un mundo que despreciaba a las mujeres que pensaban, a los pobres que soñaban, a los niños que preguntaban demasiado.

Mistral, desde su soledad luminosa, nos dejó un legado que trasciende la literatura. No como un monumento frío ni como una lección académica, sino como una invitación a mirar el mundo con ojos limpios. Como una forma de decir: «“también yo me sentí desolada, también yo busqué sentido en medio del caos.” Y de alguna manera, eso reconforta. No elimina el dolor ni la soledad, pero los convierte en un puente hacia los otros (y lo compartido duele menos).

Quizás, finalmente, eso es lo que nos enseña Gabriela: seguir creando belleza desde las heridas, seguir nombrando lo que duele hasta transformarlo en canto. Como aquella foto de la escuela rural con su nombre, recordándome que incluso en el olvido hay una forma de presencia, hay una manera de luz.

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