
Hace algo así como millones de años, en lo que ya considero otra vida, me pasé muchos meses estudiando el fenómeno de la gestación subrogada/explotación reproductiva para un trabajo de investigación. Lo que leí en ese tiempo me resultó terrorífico. Sobre todo, algunos testimonios de personas que habían acudido a ella, porque en sus palabras se traslucían cosas muy dolorosas que ellos contaban como si fuesen algo totalmente inocuo. Cosas como que les habían aconsejado que la madre gestante fuese “de otra raza” para que no se encariñase del bebé que iba a gestar, como que la propiedad de ese bebé era suya por encima de todo porque habían comprado el material genético, o que con el dinero que la madre gestante iba a recibir por esto, le estaban dando la oportunidad de tener una vida mejor.
En aquel entonces todavía se estaba pensando si era posible regular de alguna manera la gestación subrogada para que fuera altruista y para respetar los derechos de todas las personas involucradas. Después de estudiarlo mucho, para mí la respuesta corta es que no. La respuesta larga involucra explicaciones mucho más complejas, como que el altruismo no es posible en una práctica que involucra la vida de un menor y el cuerpo de una mujer durante 9 meses sin posibilidad de renuncia, derechos completos sobre su cuerpo, etc. Pero el resumen es que en un marco capitalista globalizado, quienes acuden a la gestación subrogada se comportan como clientes y consumidores, y por lo tanto eligen el mercado que mejor condiciones les otorga frente al resto de personas involucradas en este proceso -sobre todo frente a la madre gestante, pero también frente a los derechos fundamentales del bebé-. En un marco global y con una clara división norte/sur (los países que compran suelen ser del norte global y los que venden, del sur global. Incluso dentro de los propios países del norte global, las mujeres gestantes son mayoritariamente de origen migrante, racializado y/o con pocos recursos económicos), legalizar esto de forma “altruista” lo que hace es abrir la puerta a ese mercado global. Legalizarlo en tu propio país permite que los consumidores puedan acudir a otros países y llevar a cabo esa práctica en el lugar que les sea más beneficioso y menos problemático para ejercer su poder. Donde no tengan que pasar ciertas trabas para respetar los derechos humanos. Eso es lo que ocurre en los países donde se ha regulado de esta manera, como Canadá o Reino Unido, por ejemplo.
Lo que hace, también, es normalizarlo. Consigue que el marco ético quede en un segundo plano frente al marco capitalista de la libre elección individual y del deseo -que no derecho- a ser padres/madres por encima de todo, que no tiene en cuenta las consecuencias de convertir el embarazo, parto y puerperio en un proceso que se puede comprar, y a los menores en mercancías sujetas a las lógicas del intercambio económico de bienes.
En aquel entonces también se alertaba de las posibilidades que esto abría en cuanto a la explotación y diferencia de clase que supone poder comprar el proceso gestante de otra persona. Se debatía si las personas llegarían a usarlo para no ver modificada su figura, para no perder un puesto de trabajo o no paralizar sus carreras por tener que usar ese tiempo para gestar y parir un ser humano.
A quienes poníamos esto sobre la mesa a veces se nos llamaba exageradas y se nos decía que eso no iba a pasar. Esto se hace por cuestiones altruistas, por amor: si todo el mundo está de acuerdo, no hay ningún problema. En estos años, la realidad nos ha ido dando la razón. Personas con mucho poder adquisitivo han acudido a la explotación reproductiva precisamente para no perder tiempo en sus carreras, para no perder oportunidades laborales, para no ver su cuerpo cambiar o porque les daba miedo el embarazo. Algunos, como Nick Jonas y Priyanka Chopra, simplemente porque “no tenían tiempo para eso”. Otros han aducido motivos médicos, como si eso les diera derecho a usar el cuerpo de otra mujer para pasar por un proceso tan invasivo como una fecundación in vitro, una gestación, un parto, un puerperio y la separación del bebé que ha gestado en su cuerpo, que es un ser humano que también tiene derechos.
Ahora nos hemos enterado de que Chimamanda Ngozi Adichie, que escribe libros sobre feminismo, antirracismo y anticolonialismo y que ha cimentado su carrera en esos valores (a pesar de que en algún momento ya los haya usado para cuestionar los derechos de las mujeres trans), ha usado la explotación reproductiva para poder dedicar su tiempo a escribir, mientras otra mujer con otras condiciones materiales hacía para ella este trabajo tan engorroso. Quizás esa otra mujer también hubiera querido poder escribir un libro, pero eso nunca lo sabremos.
La explotación reproductiva para mí podría estudiarse dentro del marco de las cadenas globales de cuidados, porque sigue la estela de esa transferencia del trabajo de reproducción de la vida. Es, en términos generales, un proceso extractivista. Es el traspaso del trabajo de gestación desde el Norte global hacía el Sur global, desde las clases pudientes hacia las clases desposeídas. Son las clases desposeídas las que tienen que hacer eso que no se considera socialmente valioso, que es doloroso, pegajoso, invasivo. Que te modifica el cuerpo, que produce cambios en ti y que requiere mucho tiempo y mucho esfuerzo, físico y emocional. Que requiere, finalmente, separarte de una criatura que has gestado. Disociarte de ella, desde el principio.
Y en este caso concreto, se ha hecho para poder escribir un libro. Qué cosa tan banal. El feminismo del techo de cristal compra el trabajo reproductivo de las mujeres que viven en un suelo pegajoso para poder seguir con sus carreras. Es el paradigma del individualismo y del uso teórico de unos valores que no estás poniendo en práctica en la realidad.
Esto sí que es poner la libertad creativa por encima de todo. Sobre todo, por encima de los valores sobre los que escribes.
Fuentes:
Entrevista a la autora en el medio holandés deVolkskrant
Artículo en Harpers Bazaar
Artículo en The Irish Times
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