Un ensayo sobre cómo una voz adolescente encendió una luz en medio del horror, y cómo, sin quererlo, me enseñó a mirar hacia dentro.
A pesar de todo, sigo creyendo que la gente es realmente buena de corazón. Anne Frank

Leí El diario de Anne Frank por una tarea en la clase de literatura. Tenía que hacer un reporte, marcar temas, identificar conflictos, estructura, estilo narrativo. Una lectura académica, de esas que parecen pedirme que me aleje de lo que siento para mirar con lupa lo que pienso. Pero desde que lo abrí supe que esta vez no iba a poder cumplir del todo esa distancia. No era la primera vez que me encontraba con sus páginas —esa letra viva, tan joven y tan lúcida, ya me había tocado antes—, pero volver a leerla ahora, con otros ojos y en otro momento de mi vida, fue como reencontrarme con una parte de mí que había olvidado que también escribía para entender el mundo. Una parte que escribía no para ser leída, sino para no desvanecerse.
Desde el inicio, su voz me llevó otra vez a ese cuarto oculto, suspendido entre paredes estrechas y días interminables. Era como entrar en una habitación que creí cerrada hace tiempo, con los muebles cubiertos de polvo y el aire lleno de palabras que aún guardaban el calor de quien las escribió. Anne no cuenta su historia desde el miedo, aunque está ahí. La escribe desde una fuerza misteriosa que nace justo en lo más frágil: una esperanza que se aferra a la luz con la misma intensidad con la que otros se rinden a la oscuridad. Hay en sus palabras una ternura feroz, un hambre de vida que duele, que arde, que resiste incluso cuando ya todo parece perdido.
Esta vez, no solo la leí: la escuché. Escuché el eco de su risa intentando no hacer ruido. Su corazón escribiendo en silencio. Su manera de preguntarse cosas que también me he preguntado yo en noches sin respuestas: ¿Quién soy realmente? ¿Por qué me siento así? ¿Cómo se sigue adelante cuando todo lo que está afuera se rompe y lo de adentro ya no tiene espacio para más dolor? Anne no tenía las respuestas, pero tenía el coraje de hacer las preguntas. Y eso, a veces, es más valioso.
Entre apuntes y subrayados para el reporte, hubo momentos en los que simplemente dejé que su voz me atravesara. Me detuve en frases que parecían escritas para mí, en palabras que no recordaba pero que ahora me tocaban de forma distinta. Y pensé en cuántas veces yo también he querido que alguien me lea sin corregirme, sin juzgarme, sin esperar que mis heridas sean decorosas. Anne escribía porque necesitaba saberse viva. Porque el mundo afuera se encogía y ella quería guardar algo propio, algo que no pudiera ser arrebatado. Y en ese gesto —tan íntimo, tan cotidiano— hay una valentía que no deja de conmoverme. Una valentía que no hace ruido, pero que lo cambia todo.
No sé si logré plasmar todo eso en el reporte que entregué. Tal vez escribí sobre la estructura, los personajes, el contexto histórico. Pero lo que realmente me dejó este libro va más allá de lo académico. Cerrar sus páginas fue como despedirme de alguien que conocí por segunda vez, alguien que, sin proponérselo, me enseñó que escribir también puede ser una forma de resistir. De quedarse. De decir, sin necesidad de gritar: sigo aquí.
Y en el fondo, no puedo dejar de pensar que esa es la razón por la que muchas personas escribimos. No para dejar un legado. No por ego. Sino por necesidad. Porque hay días en los que el mundo nos hace tan pequeños, tan invisibles, que lo único que nos queda es volcar lo que sentimos en palabras, aunque nadie las lea, aunque nadie las entienda del todo.
Anne no sabía si alguien iba a leer su diario. Pero lo escribió igual. Con una honestidad que desarma, con una claridad que asombra. Y lo más hermoso —lo más triste también— es que en ese gesto solitario, nos dio una de las voces más luminosas del siglo XX.
Hay libros que se leen. Y hay libros que nos leen. El diario de Anne Frank hizo ambas cosas conmigo. Me recordó que la escritura, cuando nace desde el fondo de lo humano, tiene el poder de sobrevivir al tiempo, al miedo y al olvido. Me recordó que escribir puede ser una manera de respirar cuando todo alrededor se asfixia.
Y que a veces, eso basta.
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