Cuando el amor surge en el Valle del Jerte
Cada año, con la llegada de la primavera, el valle del Jerte se transforma. Las laderas se cubren de una espuma blanca, como si un mar de nubes hubiera decidido posarse sobre la tierra. Desde que tengo uso de razón, esa imagen ha sido mi favorita: los cerezos en flor, el aire dulce y frío de la mañana, y el murmullo suave del agua que corre por las acequias. Pero este año es distinto. Este año, regreso no solo para ver los cerezos, sino para verla a ella.
Me llamo Candela. Y llevo los últimos meses soñando con este reencuentro. Desde que nos despedimos, con promesas de cartas que nunca escribimos y llamadas que nunca hicimos, han pasado diez años. Y aun así, su imagen me persigue en cada flor, en cada viento que me acaricia la nuca. Clara.
Ella y yo éramos inseparables. Pasábamos los veranos correteando por los caminos del valle, comiéndonos las cerezas directamente del árbol y riéndonos hasta que nos dolía la tripa. Me acuerdo de sus trenzas despeinadas, de su risa libre, de su manera de tocarme el brazo cuando quería contarme un secreto. Cuando se marchó a estudiar fuera, algo se quebró dentro de mí. Nunca supe si lo que sentía por ella era amor, o el dolor de perder a alguien que fue parte de ti.
Hoy, estoy de vuelta. Y Clara también.
La encuentro en la plaza, junto a la fuente. Lleva una bufanda de lino color lavanda, el mismo tono que el cielo cuando empieza a caer la tarde. Se vuelve hacia mí con los ojos grandes y luminosos, y por un momento, me olvido de respirar.
—Candela —dice, y sonríe como si no hubieran pasado los años.
Nos abrazamos largo, como si nuestras almas recordaran lo que el tiempo intentó borrar. Caminamos por los senderos de siempre, aquellos que serpentean entre los campos en flor. Hablamos de nuestras vidas: de lo que hicimos, de lo que no hicimos, de las personas que fuimos intentando ser, pero que no terminamos de ser nunca del todo. Y mientras lo hacemos, algo invisible pero real empieza a tejerse entre nosotras de nuevo.
Al segundo día, decidimos subir al mirador de la Cruz del Puerto, donde se ve todo el valle. Clara lleva una cesta de picnic, y yo llevo una manta. El cielo está despejado, el viento es fresco, y las flores tiemblan suavemente con cada brisa.
—¿Sabes? —dice ella, masticando una cereza— Siempre creí que volver aquí sería como abrir un libro antiguo. Bonito, sí, pero lejano. Sin embargo… —me mira de reojo— me doy cuenta de que hay páginas que aún no hemos escrito.
La miro. Su boca está roja del jugo, sus mejillas encendidas por el sol. Y entonces, por primera vez, no me callo.
—Yo nunca dejé de pensar en ti.
Se queda quieta, como si el viento se hubiese detenido.
—Yo tampoco.
No nos besamos aún. Solo nos miramos. Y en esa mirada cabe todo: el pasado, el presente, lo que pudo haber sido y lo que aún puede ser.
El día siguiente, nos sorprendemos cogidas de la mano sin darnos cuenta. Bajamos al pueblo y todos nos saludan como si supieran algo. Quizás lo saben. Quizás la primavera, con su forma de empujar las cosas a florecer, también ha hablado por nosotras.
Esa noche, Clara me busca en el porche de la casa rural donde me hospedo.
—Hay un lugar al que quiero llevarte —me dice.
Subimos a un claro oculto entre cerezos, donde hay un banco de piedra cubierto de musgo y las flores caen como copos de nieve. Clara saca una vieja libreta.
—Es nuestro cuaderno. ¿Te acuerdas?
Sí. Aquella libreta donde escribíamos historias inventadas. Y ahora, me la ofrece.
—Creo que podríamos escribir la nuestra. De verdad.
Entonces sí. Entonces la beso. Es dulce como la cereza madura, cálido como el sol sobre las montañas. Y sé, sin saber cómo, que he llegado a casa.
El último día del festival de la floración, todo el pueblo se reúne para la fiesta. Clara y yo bailamos bajo las farolillas de papel. Las flores siguen cayendo sobre nosotras como bendiciones blancas. Alguien nos hace una foto, justo en el momento en que ella me susurra algo al oído y yo río.
La enmarcaremos, esa foto. La pondremos en la casa que, algún día, construiremos juntas entre cerezos. Y cuando alguien nos pregunte cómo empezó todo, diré:
—Un día, bajo los cerezos en flor, volví a encontrar el amor. Y esta vez, no lo dejé marchar.
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