Para todos aquellos que temen dejar ir.
Siempre me han gustado las rutinas. La sensación de saber que tengo cosas por hacer y que existe cierta constancia en las acciones de mi vida. Mis sabores de helado favoritos no han cambiado en años: oreo y fresa. Sin excepción. Cuando hago karaoke elijo, sin falta, las mismas canciones y los lunes y miércoles tomo el mismo autobus que sube la montaña. Ya hasta reconozco los conductores. Cuando salgo con mis amigos siempre comemos la misma hamburguesa del local cerca al parque. Tengo una discoteca favorita y me rehúso a ir a otra porque sé que la pasaré mal. O eso creo. Como sea, todas estas son cosas que, aunque puedo cambiarlas, no lo hago. Porque son de las pocas cosas en mi vida de las que tengo el control y no quiero soltarlo. Estaría loca.
Pero, ¿por qué está mal acostumbrarse a esta ilusión de control? Porque, sorpresa, lo único que está garantizado en la vida es que nada es para siempre. Así es, absolutamente todo, eventualmente, cambia. Todo. ¿Mi discoteca favorita? La pueden cerrar. ¿Mi sabor de helado favorito? Posiblemente, me hastíe en algún momento. ¿La hamburguesa del local del parque? Puede que la arruinen y decidan cambiar los ingredientes. Y créanme, no saben cuánto odio eso. Claro que la vida sería más fácil si tuviera un patrón firme, ¿no? Va a pasar esto, luego esto y después esto. Todos felices con sus vidas felices sin imprevistos. Yo, personalmente, he sufrido muchísimo aceptando el cambio. Les cuento, en mi trabajo, aun sabiendo con meses de anticipación que me iba a ir, lloré el día que lo hice. Lloré como nunca y por cosas aleatorias. Lloré al saber que nunca más me sentaría a almorzar en las mesas del primer piso o que no volvería a comprar dulces de la maquina de la cafetería. Porque, aparte de encariñarme con mis compañeros, me encariñé con los objetos y, especialmente, con la situación. ¿Saben qué es lo peor? ¡Odiaba ese trabajo! No a mis compañeros, ellos si eran geniales, pero, ¿el trabajo como tal? Era horrible. Rezaba todos los días por irme y odiaba tener que estar encerrada ocho horas. Entonces, ¿por qué lloré tanto?

Resulta que cualquier cambio es sinónimo de dejar algo atrás, y, por alguna razón, dejar algo atrás es sinónimo de tristeza. Pero, ¿realmente lo es? Hagamos el ejercicio de pensar qué pasaría si, en serio, las cosas fueran para siempre: Si me hubiera quedado en ese trabajo, estoy segura que hubiera entrado en depresión (incluso teniendo a mis amigos ahí). Si me hubiera quedado en esa relación que juraba iba a durar toda la vida, me hubiera perdido a mi misma por completo. Si me hubiera quedado en ese deporte que juré nunca iba a dejar, no hubiera conocido a personas tan geniales en el otro deporte que decidí hacer. Parece ser que del cambio salen muchas cosas buenas. Entonces, lo que nos cuesta no es el hecho de que las cosas cambien sino aceptar que no tenemos el control sobre ellas. Es difícil, lo sé. Porque hay momentos que piensas que deberían durar para siempre, pero hay otros que no. Como leí en algún lado: “Lo bueno de lo malo, es que pasa y lo malo de lo bueno, es que también pasa.”
He pensado muchas veces en intentar cambiar esas pequeñas cosas a las que estoy apegada simplemente por probar. Porque, justamente, por ese intento a arriesgarme es que conocí a lo que ahora estoy apegada. Nunca he sido una persona aventurera, ni de esas que tirarían todo y se irían a viajar por el mundo en bicicleta. Pero, no estaría mal pedir un sabor de helado distinto. Siempre he querido probar el de ron con pasas. ¿Y ustedes qué cambio van a hacer?
¡Muchas gracias por leer!
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