Una semana entre lectura, café y el mar. El tránsito hacia la adultez y la independencia, los conflictos familiares y económicos.

El mundo está gris. Lo noto al leer las noticias, al hablar con mi entorno. Ha salido el sol pero el ambiente es grisáceo. A las siete me levanto, hago el café, reviso las redes, me maquillo, me visto. Conduzco unos siete minutos hasta el trabajo y ocupo la silla desde la que atenderé a los usuarios que acudan al archivo. Charlo con mi compañera, saludo a compis de otros departamentos. El velo de fondo es gris.

Que dice Europa que preparemos un kit de emergencia.

Lo comentamos entre risas. Hablamos sobre nuestra edad y nuestras historias. Las compañeras más mayores dicen que no recuerdan haber vivido un ambiente tan tenso. La palabra guerra sobrevuela las conversaciones como un término tabú que, en el fondo, nos aterra. Pero seguimos bromeando. Una guerra, ¡qué tontería!

Regreso a casa y pongo la mesa. Hoy ha hecho él de comer. Esta semana no tengo fuerzas para ponerme creativa en la cocina. No tengo ganas de pasear ni tampoco de escribir. Me acribillo recordándome que tengo que hacer deporte. Tengo que fortalecer la espalda o seguiré dejándome el dinero en fisioterapia. Para un cuerpo que tengo y no sabe mantenerse sin contracturas durante más de quince días. La culpa es mía, que me dejé el pilates. La culpa es mía, que no tengo ganas de salir ni a la calle. Hace sol, el mar está tranquilo y tengo la infinita suerte de poder observarlo a través de la ventana. No importa, no me apetece salir.

Me preparo otro café. Leo, leo durante mucho rato. Ojalá un día pueda escribir algo que los demás también quieran leer. Para eso tengo que escribir, al igual que tengo que hacer ejercicio. No hago ninguna de las dos cosas.

Pienso en mi madre, la echo de menos. Me pregunto cómo estará hoy. ¿Se sentirá triste? ¿Habrá salido de casa? Ojalá viviera más cerca. Pienso en mi gato, al que he tenido que dejar con mi madre. Me estoy perdiendo sus últimos años de vida porque no puedo traerlo conmigo a casa. Me culpo.

Esta semana he tenido un nudito de ansiedad constante en el estómago. Me pregunto si es la regla o si es la depresión. Tal vez las dos cosas. Puede que ninguna. Ningún aspecto de mi vida está bien esta semana. Es normal entonces sentir ansiedad y tristeza, ¿verdad?

Sin embargo, ¿dónde está la línea que separa la tristeza normal de la tristeza enferma? ¿Quién la traza y por qué? Creo que estoy al borde de la línea y por momentos la traspaso. Tengo tanto miedo todo el tiempo que temo espantar a los demás. Como si parecer vulnerable me pudiera convertir en prescindible. Si los demás se dan cuenta de lo dependiente que soy, se largarán antes de que me dé tiempo a parasitar su amor.

Si tan solo pudiera saber qué cosas me harían feliz, quizá podría pausar el ritmo y descansar. Concederme el deseo pleno de hundir los pies desnudos en la tierra y enraizar recto y profundo como lo hacen las palmeras. Respirar hondo, llenarme de aire, mecerme con el viento.

Fluir, dejarme llevar.

Ser ligera, flotar.

Siento que este nudo en el estómago me pesa y me empuja hacia el fondo de la piscina. No puedo nadar, no puedo llegar a la superficie. No puedo llenar los pulmones por completo. Parte del peso es mío, solo mío; parte de él, en cambio, sé que debería ser compartido. Pero estoy sola, me siento sola. No puedo compartirlo.

Cómo no me va a doler la espalda si sobre los hombros cargo el peso del mundo.

Cómo pedir ayuda sin alejar a los demás.

Sentir que le debo al mundo curarme de la tristeza. Como si fuera un pacto de Estado, una promesa que mantiene a mi lado a quienes me aprecian. Sígueme queriendo porque me curaré de esto que me pasa. Mañana estaré mejor, te lo prometo, así que no te vayas.

El día termina. No ceno, no me lavo los dientes, no me desmaquillo. Caigo dormida en el sofá.

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