Los cazadores de oxitocina

Los cazadores de oxitocina

Laura Duarte

28/05/2025

En la ciudad de Neurelia, donde las luces nunca se apagan y las conexiones son tan efímeras como un parpadeo, los cazadores merodeaban. No vestían pieles ni llevaban armas; su cacería no se libraba en bosques, sino en bares de neón, en pantallas que parpadeaban con notificaciones, en conversaciones que ardían rápido y se extinguían aún más rápido. Eran maestros del arte de la seducción instantánea, expertos en risas compartidas y miradas cómplices que prometían más de lo que nunca darían. Para ellos, la cercanía era un combustible, una droga que encendía su cerebro con chispazos de dopamina y oxitocina. Un abrazo, una caricia, un mensaje respondido al instante: todo era alimento para su insaciable necesidad de conexión, pero nunca de compromiso.

Leonor era una de las mejores cazadoras. Sabía exactamente cómo deslizarse en la vida de alguien, leer sus inseguridades y convertirlas en puntos de anclaje temporales. Sabía cuándo reír, cuándo inclinar la cabeza, cuándo desaparecer justo en el momento en que alguien empezaba a necesitarla de verdad. Porque la verdadera caza no estaba en permanecer, sino en moverse constantemente hacia la siguiente fuente de validación. Sin embargo, últimamente algo en ella se sentía diferente. No era que hubiera dejado de disfrutar la euforia de un mensaje inesperado o la calidez de un roce casual. Era que cada vez que la excitación se desvanecía, el vacío era más profundo. Las conversaciones olvidadas se acumulaban en su mente como hojas muertas, y las caras se difuminaban en una bruma indistinta de gestos repetidos. Una noche, mientras miraba la ciudad desde una azotea, con su copa de vino en la mano y un nuevo objetivo escribiéndole con ansias en el teléfono, sintió algo que nunca antes había sentido: fatiga. La persecución incesante de la próxima dosis la había dejado agotada. Se preguntó, por primera vez, qué significaría quedarse. En el mundo de los cazadores de oxitocina, detenerse era impensable. Pero quizás, pensó Leonor, solo quizás, había algo más allá del placer fugaz de la validación instantánea. Y entonces, por primera vez en mucho tiempo, ignoró el mensaje y simplemente se quedó mirando la noche, preguntándose si alguna vez podría aprender a dejar de cazar.

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