Nadie sabe ya el nombre del primero. Lo llamaban el humano, como si no hiciera falta más. Dicen que repetía todo lo que el gobierno decía. Que mató por obediencia. Que nunca dudó.

Después vinieron más. Miles. Eran iguales. No en la cara, pero sí en la mirada. Callaban mucho. Caminaban en formación. Llevaban armas. Se parecían tanto entre sí, que parecían sombras con ramas saliendo del alma.

Patrullaban las calles. No hablaban. Miraban y bastaba. Si alguien preguntaba algo, ya no volvía a hablar. Si alguien huía, se le perseguía.

Algunos, los más sensibles, se lanzaron en catapultas. Las construyeron con lo que encontraron. No sabían dónde caerían, pero eso no importaba.

El país se partió. Unos se fueron. Otros quedaron. Algunos se hicieron sombra también, sin saber cómo. Otros, los olvidados, simplemente cerraron los ojos.

Luego vino la explosión. Nadie supo cómo empezó, ni por qué. Solo explotó todo. El cielo se tragó las casas, las estatuas, las palabras.

Desde entonces, dicen los niños que si miras bien el cielo por la noche, puedes verlos volando. Los virulentos. Van en línea recta, como si buscaran una patria que nunca existió.

Los que quedaron no hablan de ellos. Solo trabajan. Se miran poco. Saben que uno puede volverse sombra en cualquier momento.

Y nadie quiere ser sombra otra vez.

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