«No es que tengamos poco tiempo, sino que perdemos mucho.»
— Séneca

Hay una frase que resuena como un eco antiguo en la tradición estoica:
Memento Mori — recuerda que vas a morir.

No como amenaza. No como sentencia. Sino como recordatorio. Como una campana que suena suave, persistente, y nos llama de vuelta al presente.

Vivimos como si tuviéramos una prórroga indefinida. Postergamos palabras, gestos, sueños. Decimos: “mañana”, “cuando tenga tiempo”, “cuando esté listo”. Pero la muerte no negocia con nuestros calendarios. Y eso, lejos de ser motivo de angustia, puede ser nuestra mayor fuente de claridad.

La muerte no es algo externo que aparece al final, sino algo que nos acompaña en cada instante: cada día que pasa, es un día menos. Y entender eso —realmente entenderlo— no nos vuelve sombríos. Nos vuelve lúcidos. Gratitud, presencia, prioridades. Todo se reordena cuando recordamos lo que evitamos mirar.

Lo que muere y lo que queda

Los estoicos no buscaban eliminar el miedo a la muerte por arrogancia, sino por libertad. Porque quien recuerda su fin inevitable deja de temer lo irrelevante: el juicio de los demás, la acumulación vacía, la postergación de lo esencial.

Cuando asumimos que la muerte es parte de la vida, empezamos a vivir de otro modo. Las conversaciones se vuelven más sinceras. Los atardeceres más intensos. La vida, más urgente y más real.

Una práctica diaria

Memento Mori no es una frase para repetir como un mantra hueco. Es una práctica. Un espejo. Una pregunta constante:

Si hoy fuera el último día,
¿Cómo tratarías a quien amas?
¿Qué palabras elegirías decir —o no decir?
¿A qué miedo dejarías de rendirle culto?

Hoy, en medio del ruido, del algoritmo, del hacer por hacer, recordar que vamos a morir puede ser un acto revolucionario.

No para vivir con miedo.
Sino para vivir con intención.

Como siempre, con amor

Laura

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