Anatomía de una herida social: la destructividad aprendida en Latinoamérica

Anatomía de una herida social: la destructividad aprendida en Latinoamérica

Laura Duarte

26/05/2025

Sociedades necrofílicas, América Latina y la urgencia de una política que no odie la vida. Por Victoria Diaz – Voragio

Estoy leyendo “Anatomía de la destructividad humana” de Erich Fromm, y es impresionante cómo sus palabras describen con tanta claridad lo que vivimos en América Latina. La idea absurda de que algunos de nosotros somos “malos por naturaleza” ignora el hecho de que todo malestar tiene su origen, y que en el caso de Latinoamérica, estamos atrapados en un ciclo de violencia, exclusión y odio que pareciera imposible de romper. La vida parece estar bajo asedio constante, no por casualidad, sino porque hemos construido muros —físicos y sociales— que nos alejan del cuidado, del vínculo, de la esperanza.

Fromm explica que la agresión defensiva es natural, una reacción para protegernos, pero la agresión destructiva —esa que humilla, somete, aniquila— no nace con nosotros, se aprende. Es producto de entornos donde la vida pierde su valor: donde no hay ternura, ni sentido ni esperanza. Y eso es justo lo que está pasando en nuestra región.

Desde la mirada de Fromm, ciertas sociedades pueden volverse necrofílicas: es decir, tender hacia la destrucción y el desprecio por la vida. No porque seamos “salvajes” o “atrasados” —esas etiquetas solo justifican la violencia—, sino porque el sistema en que vivimos está diseñado para castigar la vida en vez de protegerla. Por ejemplo, en México, la violencia ligada al narcotráfico funciona como parte necesaria de la industria; en Colombia, la trata de personas destruye comunidades enteras; y en Venezuela, la corrupción estatal ha dejado espacio para que redes como el Tren de Aragua impregnen toda la región de sangre, usando control a través del miedo. Estas realidades son el reflejo de un Estado que no solo ha renunciado a proteger a su gente, sino que ha permitido que la violencia y el abandono se conviertan en su forma de gobierno, transformando a la vida en una constante batalla por sobrevivir.

Cuando el Estado falla, la violencia llena ese vacío. Y cuando a los jóvenes no les queda otro camino que el miedo, la humillación y el hambre, la violencia se vuelve su refugio, su sentido, su tribu, su identidad.

“El niño que no es abrazado por la tribu quemará la aldea para sentir su calor.”

Eso refleja lo que ocurre cuando una sociedad deja de cuidar y comienza a temer a los suyos: en lugar de sembrar oportunidades, cosecha rabia. Porque nadie nace para destruir, pero si solo se le ofrece desprecio, es en el fuego donde algunos buscarán sentido y pertenencia.

De ahí que Fromm insista en la idea de la orientación biófila: un modo de vida que valora el vínculo, la empatía, la creatividad y la vida misma. Eso es lo contrario de la necrofília que hemos naturalizado. Por ejemplo, la negligencia estatal se siente en cada rincón: falta de servicios, calles sucias, abandono. Los gobiernos no resuelven la miseria, solo la gestionan, y castigan a quienes ya están en el suelo. Sobretodo durante este auge de ultraderechismo, ayudar al vulnerable es visto como “hacerle la vida fácil” y se glorifica el sufrimiento.

Incluso las comunidades que sufren de forma más brutal los efectos de esta necrofilia social —esas donde la muerte, el miedo y el dolor son el pan de cada día— terminan reproduciendo el mismo patrón: apoyan el castigo, la revancha, el “ojo por ojo” como única respuesta posible frente a quienes los matan, extorsionan o roban. No porque sean crueles, sino porque es lo único que han visto funcionar. Es lo único que conocen. Y por eso, cuando aparece la imagen de un “salvador” como Bukele, que encierra a miles y promete limpieza a través del encierro y la fuerza, lo aplauden y piden que se repita la formula milagrosa en sus países. Porque, al menos por ahora, ha sido efectivo. El Salvador es hoy un país más seguro.

Y no quiero repetir el viejo “¿a qué costo?” Porque si una política de seguridad combina la firmeza con la prevención del delito, con educación, con acceso real a oportunidades para quienes están marginados, entonces sí puede limpiar sin seguir ensuciando. Lo peligroso es quedarse solo en la lógica del castigo, sin ver que el fascismo siempre está a la vuelta de la esquina.

Fromm no habla de ingenuas utopías ni de abrazar al criminal como gesto simbólico. Él entiende que el problema es más hondo: no se trata solo de castigar menos, sino de no generar condiciones que produzcan violencia desde el inicio. Su propuesta es radical en el sentido más verdadero: ir a la raíz. Prevenir el daño antes de que exista, transformar el modo en que criamos, educamos, gobernamos. Construir comunidades que no giren en torno al miedo y la exclusión, sino al cuidado y la responsabilidad compartida. Formar líderes que no repliquen la lógica del castigo, sino que comprendan que cuidar —de verdad— es el acto político más transformador que existe.

Por eso la biófilia no es una idea bonita ni una moda. Es una urgencia política. Necesitamos líderes que entiendan que sin comunidad ni pertenencia no hay sociedad, solo individuos aislados y asustados, listos para obedecer o destruir.

No pido perfección, pero sí un cambio profundo en cómo vemos, sentimos y actuamos. Cada muro que construimos, cada política que deshumaniza, moldea quiénes somos y el destino de nuestras sociedades. El sistema no está roto ni es un error, está funcionando tal como fue diseñado: alimentando la deshumanización.

No basta con repararlo. Hay que reinventarlo desde la raíz. Amar la vida —con toda su fragilidad y fuerza— es la forma más radical y urgente de resistencia que tenemos.

Solo amando la vida podremos dejar atrás esta necrosis social y abrir paso a un futuro donde vivir no sea solo sobrevivir.

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