Qué suerte vivir en un mundo tan grande, ser tan ignorante y poder ser una eterna aprendiza. Saber que siempre tendré nuevas realidades que descubrir y cosas que aprender es un alivio enorme.
Al sur de Madrid, en el municipio de Fuenlabrada, existe un lugar que te permite viajar a la otra punta del mundo sin necesidad de subirte a un avión o estampar tu pasaporte, aunque os recomiendo ir en coche si podéis. Es el polígono industrial de Cobo Calleja, según la Wikipedia (y como bien sabéis, la Wikipedia jamás se equivoca), el “mayor recinto empresarial de mercancías chino de Europa”. Dicho así queda muy poco poético, pero os aseguro que es fácil sentirse como un viajero en plena aventura y experimentar un par de choques culturales por el camino.
Me imagino que, para la mayoría de personas que lo frecuentan, se trata de un lugar de trabajo normal y corriente, donde comprar y vender mercancías, y que están de sobra acostumbradas a encontrarse con la hilera de carteles multicolores repletos de caracteres chinos. Pero a mí, que apenas salgo de casa y no tengo ni la menor idea de cómo funciona el comercio internacional, me sorprendió descubrir en mi ciudad una superficie de nada menos que 40.000 metros cuadrados (gracias otra vez, Wikipedia) en la que jamás había puesto un pie y que está totalmente fuera de mi zona de confort. Además, ya sabéis que en esta newsletter romantizamos hasta que te pregunten la hora por la calle.
La cuestión es: ¿cómo acaba una chica introvertida con ansiedad social que teletrabaja en un polígono industrial? Echadle la culpa a los k-dramas.
Esperad, que enseguida conectamos los puntos.
Si alguna vez habéis visto una serie coreana, sabréis que sus personajes se pasan los capítulos comiendo platos de aspecto delicioso: que si tteokbokki, que si kimchi jjigae, que si ramyeon… lo cual es un gran problema si tienes hambre y ninguno de los ingredientes necesarios en la nevera cuando te da el antojo. Fue así como empecé a indagar en la cocina de Corea del Sur. Me inicié con los platos más sencillos, los que podía preparar con los productos que hay en un supermercado español promedio con algunas adaptaciones, como pajeon o kimbap, pero cuantas más recetas quería aprender y poner en práctica, más específicos se volvían los ingredientes. ¿Dónde compro kimchi? ¿Y gochujang? (Un consejo para novatos: ni se os ocurra comprar ninguno de estos condimentos en la sección gourmet de una cadena típica española porque os van a cobrar el triple).
Así fue como descubrí que en Cobo Calleja no solo hay naves en las que venden lámparas o vestidos de boda al por mayor, sino también hipermercados asiáticos con ingredientes frescos y envasados: comida china, japonesa, taiwanesa, coreana, tailandesa… La primera vez que pisé uno de estos comercios, me explotó la cabeza.
Si te pasa como a mí y, cuando viajas a otro país, además de los monumentos te encanta visitar los supermercados y ojear los productos locales, entenderás a la perfección cómo me sentí. (Me pregunto si en algún lugar de Beijing habrá un supermercado de comida española, portuguesa e italiana y si una treintañera china está emocionada por descubrir la tortilla de patata precocinada y las banderillas de encurtidos. Ojalá. Quiero ser su amiga.)
Me encontré frente a pasillos y pasillos repletos de salsas, snacks, galletas, refrescos y toda suerte de ingredientes para cocinar que no había visto en mi vida. Desde surtidos de setas deshidratadas a fideos de todas las formas y tamaños. No tenía ni repajolera idea de qué eran ni cómo se cocinaban o en qué platos se usaban el noventa y nueve por ciento de los productos que vendían. No sabía que había tantos tipos de tofu (¿el tofu frito? Espectacular) y de miso. Semillas de loto seco, refrescos de crisantemo, patatas fritas con sabor a cangrejo picante, lichis en almíbar… Me di cuenta de que soy una grandísima ignorante, de que tardaría años en aprender lo suficiente sobre gastronomía china, coreana, o de cualquier otro país de Asia, para poder desenvolverme con seguridad en un supermercado como ese y entender en qué contexto se consumen todos estos alimentos o cómo se combinan entre sí.
Soy una ignorante.
Una grandísima ignorante.
Y me alegro muchísimo de serlo.
Hay tantas cosas que no sé, que aunque me pasase la vida entera aprendiendo y llegase a los ciento veinte años seguiría ignorando la mayoría de ellas. Aunque me vuelva experta en gastronomía china, seguiré sin saber nada sobre lo que se come en Guinea Ecuatorial; aunque estudie a fondo la música clásica europea, desconoceré los pormenores de los bailes latinoamericanos. Hay tanto por descubrir que no sé ni lo que no sé.
Nunca dejaré de tener mundos por explorar.
Y es un alivio enorme.
Experimento una sensación parecida a la que viví en los pasillos del supermercado asiático cada vez que veo Saber y Ganar y una de las preguntas gira en torno a una temática en la que jamás me había parado a pensar (arquitectos valencianos de la primera mitad del siglo XX, por ejemplo), o cuando descubro una especie nueva de animal. No dejo de pensar en los pirosomas, que sé que en realidad son una colonia marina de zooides, un concepto que no entiendo lo suficiente para poder explicaroslo. ¿Y qué me decís de los azhdarchidae? Esos bichos me dan pesadillas y me fascinan a la vez. No me puedo creer que existiesen de verdad. Buscadlo en Google, por favor.
Os cuento (iba a decir que “Os confieso”, pero no tiene nada de malo) que no todos los días me despierto con motivación para salir de la cama y tachar todas las tareas de mi lista de pendientes. Como todo el mundo, supongo. En esos días, existir se me hace cuesta arriba, las cosas más simples requieren toda mi fuerza de voluntad, los grandes retos de la vida parecen imposibles. Etcétera, etcétera. No creo que os esté contando nada nuevo ni especial. Y la newsletter de esta semana no trata sobre mis penas de chica melancólica, sino de la genuina alegría de saber que, incluso en los días más grises, si me aburro, es porque quiero.
Porque el mundo nunca va a dejar de sorprenderme con realidades que ni siquiera se me habían pasado por la cabeza. Siempre habrá un dato emocionante por aprender, una realidad compleja y llena de detalles a los que nunca había prestado atención. Si me da un bajón, solo tengo que abrir un libro, que ver un documental, un vídeo de youtube sobre La historia del chocolate. Y disfrutar.
Soy una eterna aprendiza. Lo somos todos. ¿No es emocionante?
¡Hola, Brownies! ¿Qué tal estáis? Disculpad mi inconstancia de las últimas semanas. Sigo trabajando a fondo en el borrador de mi próxima novela y apenas saco tiempo para todo. El proceso creativo de este proyecto está siendo una mezcla entre una pelea en el barro y la búsqueda de una pepita de oro en las aguas de un río. Pero ese ratito que paso escribiendo la newsletter sigue siendo uno de mis momentos favoritos de la semana.
Y os voy a confesar que he empezado a sentir un poco de presión autoimpuesta a la hora de traeros contenidos interesantes. Ayer me llegó un mail surrealista: ya somos mil en Brownies y café, y no me esperaba para nada que fuésemos a llegar a ese número. (¡Mil gracias!). Ni siquiera estoy promocionando en condiciones esta newsletter porque me da un poco de miedo que se nos vaya de las manos y perder un espacio seguro. Por un lado es emocionante ver que tantas personas habéis resonado con lo que cuento, y por otro, ha aparecido esa vocecita perversa en mi cabeza que me susurra: DEBES estar a la altura. Aun así, voy a esforzarme por ignorarla y seguir trayendo los pensamientos que se me crucen por la cabeza, como estoy haciendo hasta ahora.
Elegí Substack porque te permite enviar correos gratis a tu lista (soy autónoma, no me juzguéis, ¿vale?), sin ser muy consciente de que era una plataforma social en toda regla, con sus algoritmos y con otras creadoras con quienes compararme, quienes son mucho más elocuentes y profundas en sus textos que yo y escriben ensayos fascinantes que cambian tu forma de ver el mundo por completo. Enviar un ensayo revolucionario cada semana me parece un reto para cualquiera, así que he decidido que no voy ni a intentarlo. Espero que, aun así, me acompañéis en esta aventura.
📚 La recomendación de la semana:
Mi lectura actual es Carcoma, de Layla Martínez. Me quedan un par de capítulos, pero independientemente de cómo acabe, me puede el ansia por recomendarlo. Aunque solo tiene ciento cuarenta páginas, he necesitado una semana para ir leyéndolo poquito a poquito, procesando, absorbiendo. Aunque Carcoma trate sobre una casa maldita y las mujeres igualmente malditas que la habitan, en realidad habla del odio y el rencor, de las heridas sin cerrar, del dolor de clase en el mundo rural, de las dos Españas (en este caso, la de los señoritos y los “sirvientes”), de las creencias y la fe… Son muchos los temas que se tocan en un libro tan breve, con una pluma contundente y visceral, llena de verdad. Subjetiva, abierta a interpretaciones, pero al fin y al cabo verdad. Para mí, una mezcla entre Shirley Jackson, Virginia Woolf y Otra vuelta de tuerca que funciona a las mil maravillas. Una joyita, vaya.
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