10 Poemas de Rosario Castellanos para la lucha interminable del existir

10 Poemas de Rosario Castellanos para la lucha interminable del existir

Laura Duarte

25/05/2025

Una lectura íntima y feroz de diez poemas esenciales de Rosario Castellanos

era explosiva: era silenciosa, casi invisible, como esas fugas de gas que solo notas cuando ya estás mareado. Fue poeta, sí. Feminista, también. Filósofa, sin duda. Pero sobre todo fue alguien a quien le dolía estar viva en un mundo hecho para que no cupiera. Sus poemas no buscan agradar: te incomodan, te empujan, te sacuden como un despertador sin botón de parar.

Aquí no hay retórica ornamental, ni metáforas que puedas enmarcar en Pinterest. Hay preguntas malditas, sarcasmo elegante, ternura con espinas. Castellanos no escribió para los que ya saben, sino para los que están dispuestos a volver a no entender nada. Lo que sigue no es un top 10 ni un paseo por lo mejor de su obra.

Es una conversación incómoda con diez de sus poemas: los que respiran todavía, los que siguen escupiendo verdad como si no hubiera pasado medio siglo. Si estás dispuesto a leer como quien se mete en una tormenta, adelante.

1. Valium 10

Valium 10 es el monólogo cotidiano de una mujer que funciona con la eficiencia de una máquina bien aceitada… hasta que se descompone por dentro. La voz poética enumera las tareas diarias con una precisión que abruma: dicta clases, vigila la casa, revisa cuentas, conversa con la cocinera sobre el menú posible como si fuera una estrategia de guerra.

Todo está bajo control, aparentemente. Pero bajo ese control perfecto se filtra el caos, la sensación de pérdida, la conciencia de que todo esto —la vida ordenada, el papel de madre, esposa, profesional— no tiene ya sentido. El poema no grita, pero tampoco calla: susurra desde la fatiga. La pastilla que cierra el texto no es solo un ansiolítico; es la metáfora final de una vida que solo se mantiene en pie bajo el efecto de una química artificial que suplanta el orden, el deseo, incluso el sueño.

Castellanos nos entrega aquí uno de sus poemas más filosos y actuales: un retrato de la mujer moderna como autómata emocional, que solo se permite el colapso en la oscuridad, cuando ya nadie la ve.

<strong>Valium 10</strong>

A veces (y no trates
de restarle importancia
diciendo que no ocurre con frecuencia)
se te quiebra la vara con que mides,
se te extravía la brújula
y ya no entiendes nada.


El día se convierte en una sucesión
de hechos incoherentes, de funciones
que vas desempeñando por inercia y por hábito.


Y lo vives. Y dictas el oficio
a quienes corresponde. Y das la clase
lo mismo a los alumnos inscritos que al oyente.
Y en la noche redactas el texto que la imprenta
devorará mañana.
Y vigilas (oh, sólo por encima)
la marcha de la casa, la perfecta
coordinación de múltiples programas
—porque el hijo mayor ya viste de etiqueta
para ir de chambelán a un baile de quince años
y el menor quiere ser futbolista y el de en medio
tiene un póster del Che junto a su tocadiscos—.


Y repasas las cuentas del gasto y reflexionas,
junto a la cocinera, sobre el costo
de la vida y el ars magna combinatoria
del que surge el menú posible y cotidiano.


Y aún tienes voluntad para desmaquillarte
y ponerte la crema nutritiva y aún leer
algunas líneas antes de consumir la lámpara.


Y ya en la oscuridad, en el umbral del sueño,
echas de menos lo que se ha perdido:
el diamante de más precio, la carta
de marear, el libro
con cien preguntas básicas (y sus correspondientes 
respuestas) para un diálogo
elemental siquiera con la Esfinge.


Y tienes la penosa sensación
de que en el crucigrama se deslizó una errata
que lo hace irresoluble.


Y deletreas el nombre del Caos. Y no puedes
dormir si no destapas
el frasco de pastillas y si no tragas una
en la que se condensa,
químicamente pura, la ordenación del mundo.

2. Meditación en el umbral

En apenas veinte versos, Castellanos desmantela toda la genealogía femenina que la precede, como si se negara a heredar el mismo disfraz con distinto corsé. No quiere morir como Ana Karenina, ni envenenarse como Emma Bovary, ni esperar la iluminación mística encerrada como Teresa de Ávila o Sor Juana. Rechaza el destino trágico de la escritora santa o la histérica.

Aquí no hay nostalgia ni homenaje: hay hartazgo. La poeta observa, desde un umbral simbólico, las formas de ser mujer que la historia ha ofrecido —víctima, santa, puta, mártir, genio— y las rechaza todas con la furia silenciosa de quien ya no quiere repetir el cuento.

El poema se convierte en un espacio de tránsito, donde aún no existe ese «otro modo de ser humano y libre», pero se presiente. Es un poema escrito desde el borde, como quien se niega a entrar en una casa en llamas, aunque no sepa aún a dónde ir. Un manifiesto de identidad suspendida, escrito por alguien que todavía no tiene un lugar, pero ya no está dispuesta a seguir habitando los ajenos.

<strong>Meditación en el umbral</strong>


No, no es la solución
tirarse bajo un tren como la Ana de Tolstoy
ni apurar el arsénico de Madame Bovary
ni aguardar en los páramos de Ávila la visita
del ángel con venablo
antes de liarse el manto a la cabeza
y comenzar a actuar.
Ni concluir las leyes geométricas, contando
las vigas de la celda de castigo
como lo hizo Sor Juana. No es la solución
escribir, mientras llegan las visitas,
en la sala de estar de la familia Austen
ni encerrarse en el ático
de alguna residencia de la Nueva Inglaterra
y soñar, con la Biblia de los Dickinson,
debajo de una almohada de soltera.

Debe haber otro modo que no se llame Safo
ni Mesalina ni María Egipciaca
ni Magdalena ni Clemencia Isaura.

Otro modo de ser humano y libre.

Otro modo de ser.

3. Lamentación de Dido

En esta elegía feroz, Rosario Castellanos toma la voz de Dido no para repetir la tragedia que Virgilio le asignó, sino para reescribirla desde las entrañas. Aquí no hay una víctima pasiva ni una heroína ornamental: hay una mujer que asume su historia con toda la furia, el orgullo y la lucidez de quien ha sido traicionada no solo por un hombre, sino por una narrativa entera.

La Dido de Castellanos no se deja reducir a la mujer abandonada: es constructora de ciudades, nodriza de naciones, administradora de justicia, y también, sí, amante furiosa. Lo que el poema revela —con una prosa poética que quema lento— es que el amor, en su forma más envenenada, puede ser la forma más perversa de la anulación. Pero incluso en su destrucción, esta Dido no se somete: renace como símbolo eterno de una identidad que arde y permanece.

El dolor aquí no se consume, se transmuta en memoria. Castellanos no solo rescata a Dido del infierno literario donde la dejaron: la convierte en voz de todas las mujeres que amaron sin red, que se quemaron por sostener lo que los otros soltaron, y que ahora caminan, desnudas y malditas, hacia la eternidad.

<strong>Lamentación de Dido</strong>


Guardiana de las tumbas; botín para mi hermano, el de
la corva garra de gavilán;
nave de airosas velas, nave graciosa, sacrificada al
rayo de las tempestades;
mujer que asienta por primera vez la planta del pie en
tierras desoladas
y es más tarde nodriza de naciones, nodriza que
amamanta con leche de sabiduría y de consejo;
mujer siempre, y hasta el fin, que con el mismo pie de
la sagrada peregrinación
sube —arrastrando la oscura cauda de su memoria—
hasta la pira alzada del suicidio.

Tal es el relato de mis hechos. Dido mi nombre. Destinos como el mío se han pronunciado desde la antigüedad
con palabras hermosas y nobilísimas.
Mi cifra se grabó en la corteza del árbol enorme de las
tradiciones.
Y cada primavera, cuando el árbol retoña,
es mi espíritu, no el viento sin historia, es mi espíritu
el que estremece y el que hace cantar su follaje.

Y para renacer, año con año,
escojo entre los apóstrofes que me coronan, para que
resplandezca con un resplandor único,
éste, que me da cierto parentesco con las playas:
Dido, la abandonada, la que puso su corazón bajo el
hachazo de un adiós tremendo.
Yo era lo que fui: mujer de investidura desproporcionada
con la flaqueza de su ánimo.
Y, sentada a la sombra de un solio inmerecido,
temblé bajo la púrpura igual que el agua tiembla bajo
el légamo.
Y para obedecer mandatos cuya incomprensibilidad me
sobrepasa recorrí las baldosas de los pórticos con la
balanza de la justicia entre mis manos
y pesé las acciones y declaré mi consentimiento para
algunas —las más graves—.
Esto era en el día. Durante la noche no la copa del
festín, no la alegría de la serenata, no el sueño
deleitoso.
Sino los ojos acechando en la oscuridad, la
inteligencia batiendo la selva intrincada de los textos
para cobrar la presa que huye entre las páginas.
Y mis oídos, habituados a la ardua polémica de los mentores,
llegaron a ser hábiles para distinguir el robusto sonido del
oro
del estrépito estéril con que entrechocan los guijarros.

De mi madre, que no desdeñó mis manos y que me las
ungió desde el amanecer con la destreza,
heredé oficios varios; cardadora de lana, escogedora
del fruto que ilustra la estación y su clima,
despabiladora de lámparas.

Así pues tomé la rienda de mis días: potros domados,
conocedores del camino, reconocedores de la querencia.
Así pues ocupé mi sitio en la asamblea de los mayores.
Y a la hora de la partición comí apaciblemente el pan
que habían amasado mis deudos.
Y con frecuencia sentí deshacerse entre mi boca el
grano de sal de un acontecimiento dichoso.

Pero no dilapidé mi lealtad. La atesoraba para el
tiempo de las lamentaciones,
para cuando los cuervos aletean encima de los tejados
y mancillan la transparencia del cielo con su graznido
fúnebre
para cuando la desgracia entra por la puerta principal
de las mansiones
y se la recibe con el mismo respeto que a una reina.

De este modo transcurrió mi mocedad: en el
cumplimiento de las menudas tareas domésticas; en
la celebración de los ritos cotidianos; en la
asistencia a los solemnes acontecimientos civiles.

Y yo dormía, reclinando mi cabeza sobre una
almohada de confianza.
Así la llanura, dilatándose, puede creer en la
benevolencia de su sino,
porque ignora que la extensión no es más que la pista
donde corre, como un atleta vencedor,
enrojecido por el heroísmo supremo de su esfuerzo, la
llama del incendio.
Y el incendio vino a mí, la predación, la ruina, el
exterminio
¡y no he dicho el amor!, en figura de náufrago.

Esto que el mar rechaza, dije, es mío.

Y ante él me adorné de la misericordia como del
brazalete de más precio.
Yo te conjuro, si oyes, a que respondas: ¿quién
esquivó la adversidad alguna vez? ¿Y quién tuvo a
desdoro llamarle huésped suya y preparar la sala
del convite?
Quien lo hizo no es mi igual. Mi lenguaje se entronca
con el de los inmoladores de sí mismos.

El cuchillo bajo el que se quebró mi cerviz era un
hombre llamado Eneas.
Aquel Eneas, aquel, piadoso con los suyos solamente;
acogido a la fortaleza de muros extranjeros; astuto,
con astucias de bestia perseguida;
invocador de númenes favorables; hermoso narrador
de infortunios y hombre de paso; hombre
con el corazón puesto en el futuro.

—La mujer es la que permanece; rama de sauce que llora en las orillas de los ríos—.

Y yo amé a aquel Eneas, a aquel hombre de promesa
jurada ante otros dioses.

Lo amé con mi ceguera de raíz, con mi soterramiento
de raíz, con mi lenta fidelidad de raíz.

No, no era la juventud. Era su mirada lo que así me
cubría de florecimientos repentinos. Entonces yo
fui capaz de poner la palma de mi mano, en signo
de alianza, sobre la frente de la tierra. Y vi
acercarse a mí, amistadas, las especies hostiles. Y
vi también reducirse a número los astros. Y oí que
el mundo tocaba su flauta de pastor.

Pero esto no era suficiente. Y yo cubrí mi rostro con la
máscara nocturna del amante.
Ah, los que aman apuran tósigos mortales. Y el
veneno enardeciendo su sangre, nublando sus ojos,
trastornando su juicio, los conduce a cometer actos
desatentados; a menospreciar aquello que tuvieron
en más estima; a hacer escarnio de su túnica y a
arrojar su fama como pasto para que hocen los cerdos.
Así, aconsejada de mis enemigos, di pábulo al deseo y
maquiné satisfacciones ilícitas y tejí un espeso
manto de hipocresía para cubrirlas.
Pero nada permanece oculto a la venganza. La
tempestad presidió nuestro ayuntamiento; la
reprobación fue el eco de nuestras decisiones.

Mirad, aquí y allá, esparcidos, los instrumentos de
la labor. Mirad el ceño del deber defraudado.
Porque la molicie nos había reblandecido los tuétanos.
Y convertida en antorcha yo no supe iluminar más que
el desastre.

Pero el hombre está sujeto durante un plazo menor a la
embriaguez.
Lúcido nuevamente, apenas salpicado por la sangre de
la víctima,
Eneas partió.

Nada detiene al viento. ¡Cómo iba a detenerlo la rama
de sauce que llora en las orillas de los ríos!

En vano, en vano fue correr, destrenzada y frenética,
sobre las arenas humeantes de la playa.

Rasgué mi corazón y echó a volar una bandada de
palomas negras. Y hasta el anochecer permanecí,
incólume como un acantilado, bajo el brutal
abalanzamiento de las olas.

He aquí que al volver ya no me reconozco. Llego a mi
casa y la encuentro arrasada por las furias. Ando
por los caminos sin más vestidura para cubrirme
que el velo arrebatado a la vergüenza; sin otro
cíngulo que el de la desesperación para apretar mis
sienes. Y, monótona zumbadora, la demencia me
persigue con su aguijón de tábano.

Mis amigos me miran al través de sus lágrimas; mis
deudos vuelven el rostro hacia otra parte. Porque la
desgracia es espectáculo que algunos no deben
contemplar.

Ah, sería preferible morir. Pero yo sé que para mí no
hay muerte.
Porque el dolor —¿y qué otra cosa soy más que
dolor?— me ha hecho eterna.

4. El Resplandor del Ser

En este poema, Castellanos abandona el tono crítico y entra en una especie de iluminación lírica donde el yo poético se funde con el universo. El resplandor del ser es un himno íntimo al milagro de existir, al lenguaje como panal, al amor como raíz del cosmos. Pero este resplandor no es ingenuo: hay consciencia del dolor, de la pérdida, de lo efímero.

La poeta sabe que la flor se abre solo para ser deshojada, que la plenitud es breve, que la primavera pasa. Aun así, celebra. Porque aquí la palabra no es solo comunicación: es permanencia, alquimia, asombro. El poema va de lo íntimo a lo cósmico, como si Rosario, tras haber explorado todas las formas del sufrimiento, encontrara por fin un centro sereno desde el cual decir: todo esto tuvo sentido.

Y lo hace sin solemnidad ni dogma, con imágenes tan nítidas que parecen tocarnos. Al final, la afirmación es total: el mundo es redondo y perfecto, nadie está solo, y ni la muerte —ni siquiera ella— tiene la última palabra.

<strong>El Resplandor del Ser</strong>

Sólo el silencio es sabio.
Pero yo estoy labrando, como con cien abejas,
un pequeño panal con mis palabras.

Todo el día el zumbido
del trabajo feliz va esparciendo en el aire
el polvo de oro de un jardín lejano.

En mí crece un rumor lento como en el árbol
cuando madura un fruto.
Todo lo que era tierra -oscuridad y peso-,
lo que era turbulencia de savia, ruido de hoja,
va haciéndose sabor y redondez.
¡Inminencia feliz de la palabra!

Porque una palabra no es el pájaro
que vuela y huye lejos.
Porque no es el árbol bien plantado.

Porque una palabra es el sabor
que nuestra lengua tiene de lo eterno,
por eso hablo.

El ser eterno, único,
la redondez del círculo cumplida.

Boca que se abre para decir sí
como se abre -asintiendo- la semilla.

Baja a la inteligencia
total, sin mengua, la palabra;
y queda (como el ámbito por el que vuela un pájaro)
plena y maravillada.

En mí su voluntad no fue hermosura.
Me hizo, como a la planta del desierto,
áspera y taciturna.
Me alzó para medir la soledad
en la extensión sin término, desnuda.
El viento herido en mis espinas- sangra.
Mi única flor es la obediencia oscura.

No ser ya más. O ser
sumisa, un instrumento.
Una flauta en los dedos de la música,
una espiga inclinada bajo el verano inmenso.

No ser ya más. Girar
disciplinadamente ceñida al universo.
Navegar sin orillas
en el amor perfecto.

Amanece en el valle. Con qué lento
resplandor se sonrosa la nieve de las cimas
y cómo se difunde la luz en el silencio.

Hechizada, contemplo el milagro de estar
como en el centro puro de un diamante.

¡Ah, despertar, vivir,
amar, amar el viento
como un amor de pájaro!

De toda la creación esta creatura,
ésta, para mi gozo.
Escogida y perfecta,
coronación del mundo más hermoso.

De su promesa viene
a ser presencia pura.
¡Oh, amor! ¡Oh, misterio,
agua donde la perla se consuma!

¡Alegría de ser dos! En dos orillas
va el río, regalándose.
En dos alas el pájaro
sube al centro del aire.

En las manos unidas
reposa, sostenido, el universo.
¡Alegría de ser dos, y entre los dos
lo eterno!

Me llamas, como a Eurídice,
rompiendo la tiniebla.
El nombre que me das
es para que amanezca.

Sonreída, inocente,
hierba, me vuelvo al aire conmovido.
De la noche no tengo
más que el rocío.

Me alegro con la rama del almendro.
Calló todo el invierno, pero sin descansar,
pues preparaba el tiempo
de convertir lo oscuro de la tierra
en esta flor con la que hoy me alegro.

Se mecía la rama
y era una flor abierta
su única palabra.

¡Cuánta muerte vencida para alcanzar la cima
de plenitud tan breve y delicada!

No era la eternidad. Era la primavera.
La primavera que florece y pasa.

Lo supe con mi carne.
Que la vida es la flor que entre sus dedos
va deshojando el aire
para dejar sin cárcel el perfume
y sin dueño la miel temblorosa del cáliz.

Así, como a la flor del cardo, nos destruye.
Lo supe con mi carne.

¡Qué amistad la del agua con su cauce
y qué conversación la de la rama
cortejada del aire!

En la mano del día
resplandece un anillo de esponsales.
¡Quñe nupcias de la luz y del espejo!

Nadie está solo. Nadie.

No temo por la hoja del arbusto pequeño,
aunque la oculte el árbol poderoso,
aunque la huelle el paso del becerro.

El rocío la embellece
de noche y en silencio.

¡Cömo canta la tierra cuando gira!
Canta la ligereza de su vuelo,
su libertad, su gracia, su alegría.

Así cantan los pájaros
regresando a su nido desde lejos.

El amor que nos ama
no aparta de nosotros ni un instante
la mirada.

Bajo ella estamos todos los dispersos,
como espigas en haz, en gravilla apretada.
La medida completa
que él alzaría en sólo una brazada.

¿Quién vivió y no lo cree?
Las palabras lo juran,
lo atestiguan los seres.

Que este don que nos dieron es don que se recibe
y ya no se devuelve.

A veces hay la noche,
pero la luz es fiel y vuelve siempre.

Al tercer día todo resucita.

Sólo la muerte muere.

No te despidas nunca.

La hoja que el otoño desprende de la rama
conoce los caminos del regreso.

La juventud recuerda su querencia.
La golondrina vuelve del destierro.

No te despidas nunca, porque el mundo
es redondo y perfecto.

5. Kinsey Report

Con un bisturí hecho de sarcasmo, Castellanos disecciona los estereotipos sexuales femeninos en una serie de respuestas al famoso informe Kinsey. Cada voz es una caricatura dolorosa, una mujer aplastada por su molde: la esposa obediente, la virgen temerosa, la devota resignada. El poema parodia la idea de que se puede categorizar a la mujer según su comportamiento sexual, y lo hace con una inteligencia feroz y una ironía que raspa como lija fina.

<strong>KINSEY REPORT
</strong>
<strong>I
</strong>
--¿Si soy casada? Sí. Esto quiere decir
que se levantó un acta en alguna oficina
y se volvió amarilla con el tiempo
y que hubo ceremonia en una iglesia
con padrinos y todo. Y el banquete
y la semana entera en Acapulco.

No, ya no puedo usar mi vestido de boda.
He subido de peso con los hijos,
con las preocupaciones. Ya usted ve, no faltan.

Con frecuencia, que puedo predecir,
mi marido hace uso de sus derechos, o,
como é1 gusta llamarlo, paga el débito
conyugal. Y me da la espalda. Y ronca.

Yo me resisto siempre. Por decoro.
Pero, siempre también, cedo. Por obediencia.

No, no me gusta nada.
De cualquier modo no debería de gustarme
porque yo soy decente ¡y él es tan material!

Además, me preocupa otro embarazo.
Y esos jadeos fuertes y el chirrido
de los resortes de la cama pueden
despertar a los niños que no duermen después
hasta la madrugada.


<strong>II
</strong>
Soltera, sí. Pero no virgen. Tuve
un primo a los trece años.
Él de catorce y no sabíamos nada.
Me asusté mucho. Fui con un doctor
que me dio algo y no hubo consecuencias.

Ahora soy mecanógrafa y algunas veces salgo
a pasear con amigos.
Al cine y a cenar. Y terminamos
la noche en un motel. Mi mamá no se entera.

Al principio me daba vergüenza, me humillaba
que los hombres me vieran de ese modo
después. Que me negaran
el derecho a negarme cuando no tenía ganas
porque me habían fichado como puta.

Y ni siquiera cobro. Y ni siquiera
puedo tener caprichos en la cama.

Son todos unos tales. ¿Que que por qué lo hago?
Porque me siento sola. 0 me fastidio.

Porque ¿no lo ve usted? estoy envejeciendo.
Ya perdí la esperanza de casarme
y prefiero una que otra cicatriz
a tener la memoria como un cofre vacío.

<strong>III
</strong>
Divorciada. Porque era tan mula como todos.
Conozco a muchos más. Por eso es que comparo.

De cuando en cuando echo una cana al aire
para no convertirme en una histérica.

Pero tengo que dar el buen ejemplo
a mis hijas. No quiero que su suerte
se parezca a la mía.

<strong>IV
</strong>
Tengo ofrecida a Dios esta abstinencia
¡por caridad, no entremos en detalles!

A veces sueño. A veces despierto derramándome
y me cuesta un trabajo decirle al confesor
que, otra vez, he caído porque la carne es flaca.

Ya dejé de ir al cine. La oscuridad ayuda
y la aglomeración en los elevadores.

Creyeron que me iba a volver loca
pero me esta atendiendo un médico. Masajes.

Y me siento mejor.

<strong>V</strong>

A los indispensables (como ellos se creen)
los puede usted echar a la basura,
como hicimos nosotras.

M amiga y yo nos entendemos bien.
Y la que manda es tierna, como compensación;
así como también, la que obedece,
es coqueta y se toma sus revanchas.

Vamos a muchas fiestas, viajamos a menudo
y en el hotel pedimos
un solo cuarto y una sola cama.

Se burlan de nosotras pero también nosotras
nos burlamos de ellos y quedamos a mano.


Cuando nos aburramos de estar solas
alguna de las dos irá a agenciarse un hijo.

¡No, no de esa manera! En el laboratorio
de la inseminación artificial.

<strong>VI
</strong>
Señorita. Sí, insisto. Señorita.
Soy joven. Dicen que no fea. Carácter
llevadero. Y un día
vendrá el Príncipe Azul, porque se lo he rogado
como un milagro a San Antonio. Entonces
vamos a ser felices. Enamorados siempre.

¿Qué importa la pobreza? Y si es borracho
lo quitaré del vicio. Si es un mujeriego
yo voy a mantenerme siempre tan atractiva,
tan atenta a sus gustos, tan buena ama de casa.
Tan prolífica madre
y tan extraordinaria cocinera
que se volverá fiel como premio a mis méritos
entre los que, el mayor, es la paciencia.

Lo mismo que mis padres y los de mi marido
celebraremos nuestras bodas de oro
con gran misa solemne.

No, no he tenido novio. No, ninguno
Todavía. Mañana.

6. Se habla de Gabriel

En este poema breve y devastador, Rosario Castellanos rompe con el mito sagrado de la maternidad como plenitud. Aquí no hay ternura automática, sino incomodidad, pérdida y transformación. El hijo, al principio, es un intruso: ocupa un lugar que no le corresponde, interrumpe, desgasta, exige.

La voz poética lo siente crecer como un parásito silencioso, un huésped que devora desde dentro. Y sin embargo, consiente. Lo deja nacer, pero ese nacimiento no es una celebración: es una pérdida. A través de esa herida —metáfora potente del parto como desgarramiento más que como milagro—, la madre cede también su último reducto de individualidad. La poeta queda “abierta”, no como símbolo de entrega mística, sino como un cuerpo invadido, vulnerable, expuesto al viento, a las presencias, a lo irremediable.

Se habla de Gabriel no es una denuncia ni una queja: es una verdad dicha en voz baja, pero con un filo que corta hondo. Es el testimonio de una mujer que no romantiza su papel, que reconoce el costo existencial de ser madre, y que al hacerlo, le da a ese amor una dimensión brutalmente humana.

<strong>Se habla de Gabriel</strong>

Como todos los huéspedes mi hijo me estorbaba
ocupando un lugar que era mi lugar,
existiendo a deshora,
haciéndome partir en dos cada bocado.

Fea, enferma, aburrida,
lo sentía crecer a mis expensas,
robarle su color a mi sangre, añadir
un peso y un volumen clandestinos
a mi modo de estar sobre la tierra.

Su cuerpo me pidió nacer, cederle el paso,
darle un sitio en el mundo,
la provisión de tiempo necesaria a su historia.

Consentí. Y por la herida en que partió, por esa
hemorragia de su desprendimiento
se fue también lo último que tuve
de soledad, de yo mirando tras de un vidrio.

Quedé abierta, ofrecida
a las visitaciones, al viento, a la presencia.

7. Autorretrato

En Autorretrato, Castellanos se desnuda con una ironía feroz, sin un solo gesto de autocompasión. Aquí no hay vanidad ni dramatismo, sino una mirada quirúrgica sobre sí misma como mujer, madre, intelectual y cuerpo en tránsito. Se nombra “señora” como quien reclama un territorio a fuerza de sobrevivencia social, pero todo el poema está marcado por un humor negro que desactiva cualquier intento de piedad.

Se describe fea, mediocre, desconectada del arte y del placer, funcional pero incompleta, una figura que sobrevive más por inercia que por impulso. Ama a su hijo con el miedo anticipado del juicio futuro, escribe como una costumbre más que como vocación trascendental, y llora solo cuando se quema el arroz o se pierde un recibo: es decir, cuando la vida se le descompone en lo pequeño.

El poema es un gesto radical de autoanálisis: una mujer que, en lugar de adornarse con palabras, se exhibe con todas sus grietas. En ese gesto está su belleza. Castellanos no busca la empatía: la arranca. Y en el fondo, se ríe, aunque a veces esa risa suene a crujido.

<strong>Autorretrato</strong>

Yo soy una señora: tratamiento
arduo de conseguir, en mi caso, y más útil
para alternar con los demás que un título
extendido a mi nombre en cualquier academia.

Así, pues, luzco mi trofeo y repito:
yo soy una señora. Gorda o flaca
según las posiciones de los astros,
los ciclos glandulares
y otros fenómenos que no comprendo.

Rubia, si elijo una peluca rubia.
O morena, según la alternativa.
(En realidad, mi pelo encanece, encanece.)

Soy más o menos fea. Eso depende mucho
de la mano que aplica el maquillaje.

Mi apariencia ha cambiado a lo largo del tiempo
—aunque no tanto como dice Weininger
que cambia la apariencia del genio—. Soy mediocre.
Lo cual, por una parte, me exime de enemigos
y, por la otra, me da la devoción
de algún admirador y la amistad
de esos hombres que hablan por teléfono
y envían largas cartas de felicitación.
Que beben lentamente whisky sobre las rocas
y charlan de política y de literatura.

Amigas… hmmm… a veces, raras veces
y en muy pequeñas dosis.

En general, rehúyo los espejos.
Me dirían lo de siempre: que me visto muy mal
y que hago el ridículo
cuando pretendo coquetear con alguien.

Soy madre de Gabriel: ya usted sabe, ese niño
que un día se erigirá en juez inapelable
y que acaso, además, ejerza de verdugo.
Mientras tanto lo amo.

Escribo. Este poema. Y otros. Y otros.
Hablo desde una cátedra.

Colaboro en revistas de mi especialidad
y un día a la semana publico en un periódico.

Vivo enfrente del Bosque. Pero casi
nunca vuelvo los ojos para mirarlo. Y nunca
atravieso la calle que me separa de él
y paseo y respiro y acaricio
la corteza rugosa de los árboles.

Sé que es obligatorio escuchar música
pero la eludo con frecuencia. Sé
que es bueno ver pintura
pero no voy jamás a las exposiciones
ni al estreno teatral ni al cine-club.

Prefiero estar aquí, como ahora, leyendo
y, si apago la luz, pensando un rato
en musarañas y otros menesteres.

Sufro más bien por hábito, por herencia, por no
diferenciarme más de mis congéneres
que por causas concretas.

Sería feliz si yo supiera cómo.
Es decir, si me hubieran enseñado los gestos,
los parlamentos, las decoraciones.

En cambio me enseñaron a llorar. Pero el llanto
es en mí un mecanismo descompuesto
y no lloro en la cámara mortuoria
ni en la ocasión sublime ni frente a la catástrofe.

Lloro cuando se quema el arroz o cuando pierdo
el último recibo del impuesto predial.

8. Destino

En Destino, Castellanos reduce la experiencia del amor a su núcleo más trágico: matamos lo que amamos, no por crueldad, sino porque la cercanía nos asfixia, porque el amor es también una forma de invasión. El poema no se permite consuelos ni metáforas amables: aquí no hay lugar suficiente, ni aire, ni tierra, ni esperanza que alcance para dos. El ser humano, dice la poeta, está condenado a su soledad, como un ciervo herido que huye sin saber que también lleva adentro al cazador.

La imagen final —el ciervo que va a beber y se encuentra con el reflejo de un tigre— es una de las más brutales de toda su obra: lo que buscamos como alivio nos devuelve una amenaza. Este poema es una meditación seca y lúcida sobre la imposibilidad del amor compartido, sobre el deseo de fusión que termina devorando al otro.

Rosario no escribe aquí con pena, sino con certeza. Y esa certeza —ese decir sin adornos, sin redención— duele más que cualquier lamento.

<strong>Destino</strong>

Matamos lo que amamos. Lo demás
no ha estado vivo nunca.
Ninguno está tan cerca. A ningún otro hiere
un olvido, una ausencia, a veces menos.
Matamos lo que amamos. ¡Que cese ya esta asfixia
de respirar con un pulmón ajeno!
El aire no es bastante
para los dos. Y no basta la tierra
para los cuerpos juntos
y la ración de la esperanza es poca
y el dolor no se puede compartir.

El hombre es animal de soledades,
ciervo con una flecha en el ijar
que huye y se desangra.

Ah, pero el odio, su fijeza insomne
de pupilas de vidrio; su actitud
que es a la vez reposo y amenaza.

El ciervo va a beber y en el agua aparece
el reflejo de un tigre.

9. Apuntes para una declaración de fe

Este poema no es una oración ni una plegaria, sino una fe escrita con los puños. Apuntes para una declaración de fe es un viaje lírico y furioso desde el origen del mundo hasta el extravío contemporáneo, donde todo —el amor, la historia, el cuerpo, Dios— ha sido contaminado, traicionado o convertido en mercancía.

Castellanos arranca con imágenes del paraíso perdido, del pecado como invención cultural, de la serpiente como el primer ciclo repetido. Pero el tono pronto muta: la sátira se vuelve grito, la ironía se vuelve escombro, y lo sagrado aparece como una farsa burocrática envuelta en Coca-Cola, cheques y tés de las cinco. Es una fe descreída, hecha a pesar del absurdo, del miedo, de la impostura. Y sin embargo, al fondo, se filtra una esperanza: la posibilidad de sembrar algo nuevo en ese “continente verde”, en esa tierra mestiza, dolorosa, fértil.

Este poema es su testamento espiritual, pero con tinta de sangre y lodo. Castellanos no cree porque la hayan convencido, sino porque algo en su interior —terco como una raíz— se niega a dejar de buscar.

<strong>Apuntes para una declaración de fe</strong>

El mundo gime estéril como un hongo.
Es la hoja caduca y sin viento en otoño,
la uva pisoteada en el lagar del tiempo
pródiga en zumos agrios y letales.
Es esta rueda isócrona fija entre cuatro cirios,
esta nube exprimida y paralítica
y esta sangre blancuzca en un tubo de ensayo.

La soledad trazó su paisaje de escombros.
La desnudez hostil es su cifra ante el hombre.

Sin embargo, recuerdo…

En un día de amor yo bajé hasta la tierra:
vibraba como un pájaro crucificado en vuelo
y olía a hierba húmeda, a cabellera suelta,
a cuerpo traspasado de sol al mediodía.
Era como un durazno o como una mejilla
y encerraba la dicha
como los labios encierran cada beso.

Ese día de amor yo fui como la tierra:
sus jugos me sitiaban tumultuosos y dulces
y la raíz bebía con mis poros el aire
y un rumor galopaba desde siempre
para encontrar los cauces de mi oreja.
Al través de mi piel corrían las edades:
se hacía la luz, se desgarraba el cielo
y se extasiaba -eterno- frente al mar.
El mundo era la forma perpetua del asombro
renovada en el ir y venir de la ola,
consubstancial al giro de la espuma
y el silencio, una simple condición de las cosas.

Pero alguien (ya no acierto
con la estructura inmensa de su nombre)
dijo entonces:  «No es bueno
que la belleza esté desamparada»
y electrizó una célula.

En el principio -dice
esta capa geológica que toco-
era sólo la danza:
cintura de la gracia que congrega
juventudes y música en su torno.

En el principio era el movimiento.
Cada especie quería constatarse, saberse
y ensayaba las notas de su esencia:
la jirafa alargaba la garganta
para abrevar en nubes de limón.
Punzaba el aire en las avispas múltiples
y vertía chorritos de miel en cada herida
para que el equilibrio permaneciera invicto.

El ciervo competía con la brisa
y el hombre daba vueltas alrededor de un árbol
trenzado de manzanas y serpientes.
Nadie lo confesaba, pero todos
estaban orgullosos de ser como juguetes
en las manos de un niño.
Redondeaban su sombra los planetas
y rebotaban locos de alegría
en las altas paredes del espacio
teñidas de antemano en un risueño azul.

No me explico por qué
fue indispensable que alguien inventara el reloj
y desde entonces todo se atrasa o se adelanta,
la vida se fracciona en horas y en minutos
o se quiebra o se para.
La manzana cayó; pero no sobre un Newton
de fácil digestión,
sino sobre el atónito apetito de Adán.
(Se atragantó con ella como era natural.)

¡Qué implacable fue Dios -ojo que atisba
a través de una hoja de parra ineficaz!
¡Cómo bajó el arcángel relumbrando
con una decidida espada de latón!

Tal vez no debería yo hablar de la serpiente
pero desde esa vez es un escalofrío
en la columna vertebral del universo.
Tal vez yo no debiera descubrirlo
pero fue el primer círculo vicioso
mordiéndose la cola.
Porque esto, en realidad, sólo tendría importancia
si ella lo supiera.
Pero lo ignora todo reptando por el suelo,
dormitando en la siesta.

Ah, si se levantara
sin el auxilio de fakires indios
a contemplar su obra.
Aquí estaríamos todos:
la horda devastando la pradera,
dejando siempre a un lado el horizonte,
tratando de tachar la mañana remota,
de arrasar con la sal de nuestras lágrimas
el campo en que se alzaba el Paraíso.
Gritamos ¡adelante! por no mirar atrás.
El camino se queda señalado
-estatua tras estatua- por la mujer de Lot.
Queremos olvidar la leche que sorbimos
en las ubres de Dios.
Dios nos amamantaba en figura de loba
como a Rómulo y Remo, abandonados.

Abandonados siempre.
¿De qué? ¿De quién? ¿De dónde?
No importa. Nada más abandonados.
Cantamos porque sí, porque tenemos miedo,
un miedo atroz, bestial, insobornable
y nos emborrachamos de palabras
o de risa o de angustia.

¡Qué cuidadosamente nos mentimos!
¡Qué cotidianamente planchamos nuestras máscaras
para hormiguear un rato bajo el sol!

No, yo no quiero hablar de nuestras noches
cuando nos retorcemos como papel al fuego.
Los espejos se inundan y rebasan de espanto
mirando estupefactos nuestros rostros.
Entonces queda limpio el esqueleto.
Nuestro cráneo reluce igual que una moneda
y nuestros ojos se hunden interminablemente.
Una caricia galvaniza los cadáveres:
sube y baja los dedos de sonido metálico
contando y recontando las costillas.
Encuentra siempre con que falta una
y vuelve a comenzar y a comenzar.

Engaño en este ciego desnudarse,
terror del ataúd escondido en el lecho,
del sudario extendido
y la marmórea lápida cayendo sobre el pecho.
¡No poder escapar del sueño que hace muecas
obscenas columpiándose en las lámparas!
Es así como nacen nuestros hijos.
Parimos con dolor y con vergüenza,
cortamos el cordón umbilical aprisa
como quien se desprende de un fardo o de un castigo.

Es así como amamos y gozamos
y aún de este festín de gusanos hacemos
novelas pornográficas
o películas sólo para adultos.
Y nos regocijamos de estar en el secreto,
de guiñarnos los ojos a espaldas de la muerte.
La serpiente debía tener manos
para frotarlas, una contra otra,
como un burgués rechoncho y satisfecho.
Tal vez para lavárselas lo mismo que Pilatos
o bien para aplaudir o simplemente
para tener bastón y puro
y sombrero de paja como un dandy.
La serpiente debía tener manos
para decirle: estamos en tus manos.

Porque si un día cansados de este morir a plazos
queremos suicidarnos abriéndonos las venas
como cualquier romano,
nos sorprende saber que no tenemos sangre
ni tinta enrojecida:
que nos circula un aire tan gratis como el agua.
Nos sorprende palpar un corazón en huelga
y unos sesos sin tapa saltarina
y un estómago inmune a los venenos.
El suicidio también pasó de moda
y no conviene dar un paso en falso
cuando mejor podemos deslizarnos.
¡Qué gracia de patines sobre el hielo!
¡Qué tobogán más fino! ¡Qué pista lubricada!
¡Qué maquinaria exacta y aceitada!

Así nos deslizamos pulcramente
en los tés de las cinco -no en punto- de la tarde,
en el cocktail o el pic-nic o en cualquiera
costumbre traducida del inglés.
Padecemos alergia por las rosas,
por los claros de luna, por los valses
y las declaraciones amorosas por carta.
A nadie se le ocurre morir tuberculoso
ni escalar los balcones ni suspirar en vano.
Ya no somos románticos.
Es la generación moderna y problemática
que toma coca-cola y que habla por teléfono
y que escribe poemas en el dorso de un cheque.

Somos la raza estrangulada por la inteligencia,
«La insuperable,
mundialmente famosa trapecista
que ejecuta sin mácula
triple salto mortal en el vacío.»
(La inteligencia es una prostituta
que se vende por un poco de brillo
y que no sabe ya ruborizarse.)

Puede ser que algún día
invitemos a un habitante de Marte
para un fin de semana en nuestra casa.
Visitaría en Europa lo típico:
alguna ruina humeante
o algún pueblo afilando las garras y los dientes.
Alguna catedral mal ventilada,
invadida de moho y oro inútil
y en el fondo un cartel: «Negocio en quiebra» .
Fotografiaría como experto turista
los vientres abultados de los niños enfermos,
las mujeres violadas en la guerra,
los viejos arrastrando en una carretilla
un ropero sin lunas y una cuna maltrecha.
Al Papa bendiciendo un cañón y un soldado,
y las familias reales sordomudas e idiotas,
al hombre que trabaja rebosante de odio
y al que vende el horno de sus abuelos
o a la heredera del millón de dólares.

Y luego le diríamos:
Esto es solo la Europa de pandereta.
Detrás está la verdadera Europa:
la rica en frigoríficos -almacenes de estatuas
donde la luz de un cuadro se congela,
donde el verbo no puede hacerse carne.
Allí la vida yace entre algodones
y mira tristemente tras el cristal opaco
que la protege de corrientes de aire.
En estas vastas galerías de muertos,
de fantasmas reumáticos y polvo,
nos hinchamos de orgullo y de soberbia.

Los rascacielos ya los ha visto de lejos:
los colmenares rubios donde los hombres nacen,
trabajan, se enriquecen y se pudren
sin preguntarse nunca para qué todo esto,
sin indagar jamás cómo se viste el lirio
y sin arrepentirse de su contento estúpido.

Abandonemos ya tanto cansancio.
Dejemos que los muertos entierren a sus muertos
y busquemos la aurora
apasionadamente atentos a su signo.
Porque hay aún un continente verde
que imanta nuestras brújulas.
Un ancho acabamiento de pirámides
en cuyas cumbres bailan doncellas vegetales
con ritmos milenarios y recientes
de quien lleva en los pies la sabia y el misterio.
Un cielo que las flechas desconocen
custodiado de mitos y piedras fulgurantes.
Hay enmarañamientos de raíces
y contorsión de troncos y confusión de ramas.
Hay elásticos pasos de jaguares
proyectados – silencio y terciopelo –
hacia el vuelo inasible de la garra.

Aquí parece que empezara el tiempo
en solo un remolino de animales y nubes,
de gigantescas hojas y relámpagos,
de bilingües entrañas desangradas.
Corren ríos de sangres sobre la tierra ávida
corren vivificando las más altas orquídeas,
las más esclarecidas amapolas.
Se evaporan rugientes en los templos
ante la impenetrable pupila de obsidiana,
brotan como una fuente repentina
al chasquido de un látigo,
crecen en el abrazo enorme y doloroso
del cántaro de barro con el licor latino.

Río de sangre eterno y derramado
que deposita limos fecundos en la tierra.
Su caudal se nos pierde a veces en el mapa
y luego lo encontramos
-ocre y azul-  rigiendo nuestro pulso.
Río de sangre, cinturón de fuego.
En las tierras que tiñe, en la selva multípara,
en el litoral bravo de mestiza
mellado de ciclones y tormentas,
en este continente que agoniza
bien podemos plantar una esperanza.

10. Agonía fuera del muro

Agonía fuera del muro es el poema de una testigo. Una que no construye, no roba, no baila, no miente, no devora ni acarrea herramientas. Castellanos se sitúa al margen del mundo hecho por los hombres —literal y simbólicamente— y desde esa orilla observa con un asombro desesperado. El poema no es acusación, es confesión: la voz poética no entiende, no encaja, no participa.

Se sabe incapaz de arrebatar o de dar, marcada por una imposibilidad radical de compartir. Frente a los hombres que sudan, cohabitan y pelean como animales urgidos por la necesidad, ella solo puede mirar y morir de no comprender. Este poema es la declaración más seca de su extranjería, no solo frente al género masculino, sino frente a toda forma de pertenencia humana. Morir “de algo peor que vergüenza”, dice. Morir de lucidez, tal vez.

De saber que ni el hambre, ni el deseo, ni la fiesta, ni el lenguaje bastan para fundar un nosotros. Una voz que se queda fuera del muro, sí, pero que en esa agonía alcanza una verdad que los demás —los que hacen el mundo— prefieren no mirar.

<strong>Agonía fuera del muro</strong>

Miro las herramientas,
El mundo que los hombres hacen, donde se afanan,
Sudan, paren, cohabitan.

El cuerpo de los hombres prensado por los días,
Su noche de ronquido y de zarpazo
Y las encrucijadas en que se reconocen.

Hay ceguera y el hambre los alumbra
Y la necesidad, más dura que metales.

Sin orgullo (¿qué es el orgullo? ¿Una vértebra
Que todavía la especie no produce?)
Los hombres roban, mienten,
Como animal de presa olfatean, devoran
Y disputan a otro la carroña.

Y cuando bailan, cuando se deslizan
O cuando burlan una ley o cuando
Se envilecen, sonríen,
Entornan levemente los párpados, contemplan
El vacío que se abre en sus entrañas
Y se entregan a un éxtasis vegetal, inhumano.

Yo soy de alguna orilla, de otra parte,
Soy de los que no saben ni arrebatar ni dar,
Gente a quien compartir es imposible.

No te acerques a mi, hombre que haces el mundo,
Déjame, no es preciso que me mates.
Yo soy de los que mueren solos, de los que mueren
De algo peor que vergüenza.
Yo muero de mirarte y no entender.

Después de leer a Castellanos, uno no sale ileso. Ni más culto, ni más optimista: sale con una grieta nueva. Porque ella no escribía para decorar el mundo, sino para abrirlo. Cada uno de estos poemas —desde la maternidad como herida hasta el amor como extinción, desde el tedio cósmico hasta la lucidez sin consuelo— es un mapa del desencanto, pero también un acto de resistencia.

Castellanos sabía que escribir no salva, pero sirve: como espejo sucio donde te ves más claro, como bisturí que al menos te permite entender de qué estás hecha. Leyéndola, entendemos que la belleza también puede ser incómoda. Que la poesía no siempre ilumina: a veces ciega. Y que, tal vez, el verdadero gesto de fe hoy no es creer en dioses ni en promesas, sino en palabras dichas con verdad. Como estas.

Los diez poemas que presentamos aquí no son un canon ni una selección definitiva, pero sí una lectura apasionada y honesta de una obra que sigue hablándonos como si nos conociera.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS