Un ensayo íntimo sobre la comida como lenguaje del amor, consuelo, placer y sentido de la vida
El amor no se piensa, se siente o no se siente. Yo soy quien soy por la comida que me nutrió, por el fuego que la cocinó, por las manos que la sirvieron. Laura Esquivel (Como agua para chocolate)
La comida no se da: se comparte. Y cuando se comparte, ya es amor. Gabriela Mistral
Cocinar me calma. Me gusta la domesticidad como forma de resistencia secreta. Sylvia Plath

A mí me gusta comer. Me gusta mucho comer y no solo comer; me gusta hablar de comida, ver series sobre comida, leer recetas, ver vlogs de gente cocinando. Me gusta ver cómo se le pone ajo a un guiso, cómo se cortan las verduras, cómo suenan las ollas, cómo hierve el agua. Hay algo profundamente íntimo y emocionante en observar a alguien cocinar. Ver sus manos moverse, ver cómo se transforma un alimento en otro, cómo cambia el color, cómo se suaviza, cómo se dora. Es casi como ver una historia. Y yo, que escribo, también narro con las manos cuando cocino.
La comida es uno de los lenguajes más claros del amor. Hay quien lo expresa con palabras, quien lo hace con abrazos, quien lo hace quedándose. Yo cocino, es lo que sé hacer, es lo que puedo dar. No sé acompañar siempre con frases exactas, pero sé preparar una sopa con muchas verduritas cuando alguien se siente mal, sé hervir agua para un té, sé guardar chocolate para ofrecerlo cuando hay tristeza. Hay algo en la cocina que me hace sentir útil, conectada y necesaria.
Cuando cocino para alguien, no es solo comida. Es decir: «te veo», «te quiero bien», «me importas». Cocinar es también confiar. Porque hay una parte de ti que se pone en esa comida. Tus ganas, tu energía, tu intención. No todo el mundo merece lo que uno cocina. Y a veces también una cocina para una misma. Para decirse que no todo está mal, que aún puedes hacer algo bueno con tus manos, que aún puedes sentir gusto en la boca.
Desde que tengo memoria, me ha gustado comer. Cuando era niña, me emocionaban las fiestas donde daban mucha comida y las ferias donde vendían aún más. En mi casa siempre hubo comida rica. Crecí en el campo, entre árboles, huertas con frutas dulces y verduras frescas. Comer nunca fue un problema, sino un regalo. Era normal que se cocinara algo sabroso, que la comida se compartiera, que una probara del plato del otro. Cambié de silla, eso fue todo. Pero la mesa sigue ahí, conmigo.
No sé si exista un sentido de la vida universal, algo así como un propósito escrito para todos. Pero si me preguntan cuál es el mío, yo lo tengo claro: sentarme a comer una comida rica al lado de las personas que amo. No necesito mucho más. A lo mejor eso suena simple, pero para mí lo abarca todo. El afecto, la memoria, el cuerpo, el goce, la ternura. Todo eso cabe en un plato caliente.
Con el tiempo aprendí que no todo el mundo ve la comida así. Vivimos en una cultura que constantemente nos dice que comer está mal. Que hay que contar calorías, que hay que tener “fuerza de voluntad”, que hay que “portarse bien” en las comidas. Y yo me pregunto: ¿bien para quién? ¿Para qué? ¿De qué sirve estar viva si una no puede comerse una pasta con mucho queso, un pan recién horneado, una fruta en su punto? Yo no vine a esta vida para dejar de comer. Vine para comer algo rico al lado de personas que amo. Para preparar cosas con tiempo, con calma. Para repetir platillo si me gusta, para pedir postre, para brindar con lo que haya. Para decir: qué rico está esto; para decir también: pruébalo, te va a gustar. Y no sé, me da coraje que todavía vivamos con esa idea de que el cuerpo debe ser un campo de batalla. Que tenemos que ganarnos los placeres. Que debemos «compensar» lo que comemos. Como si el placer fuera un pecado. Como si la vida no fuera ya suficientemente dura como para además privarte del gozo de comer algo rico.
Y no, no siempre lo entendí así. Me tomó años desaprender las reglas que me decían que había alimentos “buenos” y “malos”. Que tenía que sentir culpa. Que tenía que “compensar”. Pero qué injusto. Qué feo. Qué violento eso de quitarle el placer a lo que se hizo para dar placer. Qué injusto que a tantas personas, especialmente mujeres, se nos haya enseñado a tenerle miedo a la comida.
La comida ha estado con nosotros desde siempre. Desde la prehistoria misma, cuando lo primero era sobrevivir, cazar, buscar raíces, descubrir qué se podía comer sin morir. Luego vino el fuego y con él, el primer hogar. El acto de cocinar no era solo supervivencia: era comunidad. Y así fue durante siglos. Cocinar era reunirnos alrededor del fuego, contarnos historias, intercambiar saberes, protegernos del frío. Comer era estar juntos. Si lo pienso bien, la historia de la humanidad también es una historia de la comida. Desde la época prehistórica, cuando los primeros grupos humanos compartían carne asada en fogatas colectivas, la comida ha sido vínculo, ritual, supervivencia. Imagino a esas primeras personas descubriendo el fuego, aprendiendo que un alimento sabía diferente si se cocía. Imagino a una mujer recogiendo hierbas, probando, combinando, sabiendo sin saber que estaba creando una receta. La cocina es ancestral. Es uno de los primeros lenguajes que tuvimos para decir «te cuido», «te necesito», «te pertenezco».
Y pienso que todo eso sigue vivo. Que cuando cocino para alguien, estoy repitiendo un gesto antiguo. Que cuando me emociono con un platillo, estoy sintiendo lo mismo que sintió alguien hace miles de años. El hambre no es solo física: es afectiva y es simbólica.
A veces me gusta pensar que cuando pico cebolla, cuando pongo a cocer papas, cuando frío tomates con ajo, estoy repitiendo algo muy antiguo. Algo que otras mujeres hicieron antes que yo. Como un ritual compartido o como una memoria que no se olvida.
Otra cosa, ¡me encantaría viajar por la comida! Recorrer países probando platillos, sabores nuevos, texturas raras, combinaciones que nunca imaginé. Me emocionan mucho los programas de comida, no solo los concursos; también esas series donde alguien recorre ciudades y platica con personas que cocinan, que cuentan su historia a través de sus ingredientes. Me conmueve ver cómo alguien prepara lo que su abuela le enseñó, cómo hay orgullo en cada platillo, cómo se le rinde homenaje a la vida misma.
Porque comer es eso: honrar que estamos aquí. Que estamos vivos, que podemos probar, oler, masticar, saborear. Que tenemos un cuerpo que necesita alimento, pero también lo desea. Que tenemos un alma que se consuela con comida bien hecha.
A veces tengo días malos y lo único que me levanta es una sopa caliente. A veces no tengo palabras, pero sí algo para compartir. A veces me siento sola, pero luego alguien me invita un tecito y todo se siente un poquito mejor.

Por eso escribo esto. Porque para mí, el sentido de la vida no está en grandes cosas. Está en lo sencillo: en comer algo rico al lado de personas que amo. En cocinar. En servir. En repetir. En mirar a alguien y decirle: ¿te sirvo más?, ¿quieres probar esto? Quería hacerle un ensayo a la comida porque la respeto, porque la celebro porque me ha salvado. Porque en mis días más difíciles, un plato de algo caliente me ha dado la sensación de que todo va a estar bien. Porque cuando cocino para alguien que amo, siento que todo tiene sentido.
Y claro, también amo comer sola, comer aunque no haya nadie más, comer como quien se dice a sí misma: aquí estoy, me cuido, me doy esto porque me lo merezco.
Me gustaría terminar diciendo que para mí comer es una manera de afirmar la vida. De abrazarla, de resistir también. Porque comer bien, en este mundo tan apresurado y tan cruel con los cuerpos, también es una forma de rebeldía. Y si a eso le sumas el amor, la compañía, la risa, entonces ya ganaste algo.
Porque más allá de todo, creo que eso es lo que le da sentido a la vida: comer bien, compartir el pan, brindar, mirar a alguien mientras mastica lento y decir, sin decirlo: «qué bueno que estás aquí». Y por eso, cuando todo se siente confuso, sé que siempre puedo volver a lo simple: una mesa, una cuchara, una olla burbujeando. Y con suerte, alguien al otro lado, esperando conmigo el primer bocado.
Y si me preguntas por qué vale la pena levantarse mañana, tal vez te diga: porque hay desayuno.
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