¿Es realmente un privilegio sentirse agotado?
Nos han enseñado a ir tan rápido que cuando por fin nos detenemos, nos sentimos culpables por no seguir corriendo.
La verdad, no sabía muy bien por dónde empezar. Así que elegí hacerlo por aquello que me acompañó durante meses, sin que yo lo notara.
El cansancio fue entrando despacio, acomodándose como en casa, y yo ni siquiera supe en qué momento le abrí la puerta. Llegó en silencio, hasta dejarme casi inmóvil. Aun así, seguía adelante. Fingía que todo estaba bien, como si nada ocurriera… hasta que, por fin, pude mirarlo de frente y reconocerlo.
Hay un tipo de cansancio que muchos conocen, aunque pocos se animen a decirlo en voz alta. No hablo del agotamiento físico que se alivia con una siesta o una buena noche de sueño, sino de ese otro, más silencioso, que aparece sin una razón evidente. Ese que se instala sin pedir permiso, incluso cuando dormiste bien, cuando todo parece estar en orden, cuando no hay un motivo claro. Es un peso que no solo se siente en el cuerpo, sino también en el alma. Un cansancio que no se justifica con una lista de pendientes ni con una agenda llena de compromisos. Se nota en lo difícil que se vuelve empezar el día, en cómo hasta las tareas más simples se hacen cuesta arriba, en ese suspiro que se escapa sin que te des cuenta.
Y aunque parezca invisible, aunque no lo digas o sientas que nadie más lo nota, no estás solo. Ese cansancio lo hemos sentido muchos, en silencio, como si no tuviera lugar o derecho a existir. Pero lo tiene. Y reconocerlo también es una forma de empezar a soltarlo.
El peso invisible del cansancio
Muchas veces, cuando digo que me siento así, la respuesta que recibo viene disfrazada de pregunta, pero cargada de juicio: “¿Pero de qué estás tan cansada?” Como si tuviera que presentar pruebas. Como si el agotamiento solo fuera válido si va acompañado de productividad, logros concretos o sufrimiento visible. Y al escucharla, me encojo un poco; incluso empiezo a dudar de lo que siento. Porque, la verdad, ni yo siempre sé con exactitud por qué. Solo sé que está ahí.

Vivimos en un mundo que nos exige explicarlo todo, especialmente cuando se trata de mostrarnos vulnerables. Bajo esa lógica, parecería que solo tenemos derecho a estar cansados si antes hemos hecho “lo suficiente”. —Y ahora me pregunto, ¿lo suficiente para quién?— Como si el descanso y el agotamiento fueran premios que hay que ganarse, y no señales. Señales de que algo dentro de nosotros está pidiendo ser escuchado.
Estar cansado (no) es tenerlo todo
Últimamente he visto mucho contenido que afirma que sentirse agotado es un privilegio. Que si estamos cansados, es porque llevamos una vida “llena”. Pero algo dentro de mí se resiste a esa idea. Porque, aunque entiendo el contexto —soy consciente de que existen realidades profundamente desiguales—, también creo que esta narrativa puede ser otra forma de invalidación, disfrazada de gratitud.
¿De verdad tenemos que agradecer sentirnos al límite? ¿Es esta la “plenitud” que queremos seguir romantizando?
Correr no es la única forma de avanzar
Aquí es donde quiero invitarte a detenerte conmigo; a cuestionar por qué hemos normalizado vivir con el cuerpo en modo automático, desconectados del cuerpo, de las emociones, de lo que realmente importa. Debemos recordar que no tenemos que ganarnos el derecho a pausar. Podemos —y debemos— descansar sin sentir culpa. Ser capaces de decir “me siento agotado”, sin justificaciones, sin explicaciones, sin miedo.
Este espacio existe precisamente para eso: para que puedas hacer una pausa, sin prisas ni exigencias. Un lugar donde el mundo se queda afuera por un ratito, mientras te das unos minutos para leer estas palabras y respirar un poco.
A veces, lo único que necesitamos es un momento simple y sin ruido que nos recuerde que también está bien detenerse.
Gracias por llegar hasta aquí, por tomarte ese tiempo conmigo. Y por simplemente estar.
Con cariño,
— L.
OPINIONES Y COMENTARIOS