Me llamo Pablo Schneider. Nací en la ciudad de Córdoba, en la provincia homónima, Argentina, el 12 de enero de 1957. Me recibí de arquitecto en la Universidad Nacional de Córdoba. Vivo en el barrio Yapeyú de mi ciudad, a pocos metros de la Avenida Patria.
Ya desde pequeño me gustaron las fiestas. Mis papas me llevaban al Oktoberfest de villa General Belgrano, un pueblo de inmigrantes alemanes, yo soy descendiente de germanos por parte de mis abuelos. La villa dista a unos ochenta kilómetros de la ciudad de Córdoba en la región del valle de Calamuchita.
Uno de los detalles que me gusta de este festejo es que su primera edición se hizo el año en que nací.
A los cuatro años asistí por primera vez, de la mano de mis padres, ellos probaron todo tipo de cervezas artesanales, yo probé todo tipo de postres ancestrales. Un vecino con una tradicional vestimenta alpina bávara nos contó que la fiesta inició como logro por la pavimentación de la calle principal, la XV de Noviembre, con mucho esfuerzo por parte del pueblito, pero que también fue una celebración para unir a los ciudadanos alemanes y criollos, que contaba en aquel momento con 2423 pobladores. Yo recuerdo al vecino por sus coloridos ropajes, el resto lo solía contar papá cada vez que íbamos.
Asistimos desde ese momento a casi todas las ediciones de la fiesta, hasta que el domingo 11 de marzo de 1973, el día que la dictadura dio paso a la democracia, papá murió de un infarto de miocardio.
A partir de esa fecha mamá y yo no volvimos, ya que nos empañaba el recuerdo la ausencia querida. Yo tenía diecisiete y comenzaba el último año del colegio Alejandro Carbó.
Al año siguiente me inscribí en la facultad de arquitectura, ya desde pequeño mis padres, él arquitecto, ella pintora, egresada de la Escuela Superior de Bellas Artes, me hablaban de arte, de la composición, la forma, el color, en la pintura, y el volumen, la escala, la proporción y de la forma, en la arquitectura. Me enamoré de esta última.
Con la base que me había dado el Carbó y mi interés terminé la carrera en tiempo récord. Al año siguiente con diploma en mano ingresé a trabajar para el estudio Schaum y Asociados, en el que recordando todas las conversaciones que tuvo papá conmigo me lucí y escalé posiciones rápidamente.
Al poco tiempo de ingresar en el estudio me fui a vivir a un departamentito en la Avenida Chacabuco, a pocas cuadras del centro, solo. Eran los ´80. Quería desarrollar mi vida, sentar las bases de mi futuro tanto profesional como personal. Enfocarme en mi carrera.
Pocas veces hacia salidas nocturnas los fines de semanas con mis compañeros de la oficina, o traía amigas a casa. Desde que yo recuerde lleve una vida muy sedentaria, con notas muy altas en el colegio y después en la facultad, y poco roce social. Mis padres siempre me instaron a que fuera un poco gregario.
A los veintisiete decidí regresar al Oktoberfest, invité a mamá, pero no quiso acompañarme, así que fui solo. La fiesta ya era más nutrida con conjuntos típicos y grupos de baile que representaban a distintas colectividades. Pero inmerso en mis recuerdos sentía una soledad interior. Estaba a punto de retirarme cuando la conocí a ella. Mejor dicho, me di de bruces con ella entre el gentío. Era rubia, cabello corto y rizado en grandes rulos, iluminados ojos claros, nariz levemente respingada, una boca de labios finos y sonrientes, todo ella sonreía. Igual de alta que yo, vestía una remera estampada de los Rolling Stones con unos pantalones vaqueros ajustados, calzaba zapatillas Adidas celestes. Hacíamos contraste con mi camisa mangas cortas azul, pantalones grises y zapatos marrones, todos de vestir.
“¿Quieres bailar?” me dijo, yo quede inmóvil ante la sorpresa, ella me tomo de la mano y me llevo a un grupo donde los locales con sus trajes típicos bailaban volksmusik al compás del acordeón y violines. Pasamos gran parte de la noche trotando por los stands, bebiendo cervezas artesanales y bailando.
Al final fuimos a mi hotel y pasamos la noche juntos. Después supe su nombre, Amanda Müller, que era también de la capital y que le faltaba un año para recibirse de profesora de música en la Escuela Superior de Bellas Artes, donde había estudiado mamá.
Ella me dio vuelta la vida de monaguillo que seguía desde la adolescencia, nada que interfiriera con mi carrera era admisible hasta ese entonces. Pero ella fue enteramente admisible. ¡Y como!
Durante ese año noviamos, y al graduarse nos casamos. Tres años después vino Enrique, nuestro único hijo. Al que de por familia le inculcamos nuestras artes, tanto mamá, como Amanda y yo. Sus abuelos maternos, hijos también de alemanes, adeptos a la buena música folclórica de sus padres, tenían una mueblería por la calle Rivadavia y no eran demasiado afectos al arte.
Enrique siguió los pasos de su padre, estudió en el Carbó, y al momento de elegir se decidió por arquitectura. También tuvo un carácter reservado, como yo cuando tenía su edad. Amanda y un servidor le aconsejábamos que saliera para tomar nuevos aires, pero él se resistía. Percibiendo su situación me reía para mis adentros pensando en el sorpresón que se llevaría algún día.
Grande fue nuestra alegría cuando en tercer año de su carrera nos hizo conocer a su primera y única novia, una compañera nueva de su curso, venía de Buenos Aires, de estudiar en la UBA. El motivo de su cambio fueron sus padres, razones laborales mediante.
Esperaron a graduarse con muy buenas notas para casarse, porque el trabajo ya lo tenían asegurado, Schaum y Asociados, donde Asociados en ese momento ya me representaba.
Hoy nuestro vástago tuvo prole también, una hija: Josefina. Que a sus cuatro años ya está en condiciones de disfrutar de nuestra tradición familiar, festejar el Oktoberfest. Mamá se volvió a sumar.
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