El último sol de JERUSALÉN

El último sol de JERUSALÉN

Fernanda Bartolo

21/05/2025

El ÚLTIMO SOL DE JERUSALÉN 

La Ciudad de la Promesa (Jerusalén, 1161)

Año 1161. Jerusalén, la Ciudad Santa, reposa como una joya polvorienta entre colinas resecas y caminos que crujen bajo las sandalias de peregrinos y soldados. Los rayos del sol, implacables incluso al amanecer, pintan las piedras de sus murallas en tonos de oro viejo, como si la misma ciudad estuviera hecha de luz petrificada. El aroma del incienso que se eleva desde las iglesias latinas se entremezcla con el humo especiado de los braseros árabes y el sudor de comerciantes que gritan en lenguas mezcladas, como si Babel jamás hubiera terminado de construirse.

En el aire se entrecruzan sonidos sagrados y terrenales: las campanas de los canónigos del Santo Sepulcro, el eco de la adhan desde los minaretes del barrio musulmán, y los salmos hebreos que aún se entonan con nostalgia cerca del Muro Occidental. Jerusalén es un hervidero de tensiones y fervores, donde cada piedra es testigo de un milagro o un asesinato, y donde todos los caminos conducen tanto al paraíso como al infierno.

El Reino Latino de Jerusalén, fundado tras el violento fervor de la Primera Cruzada, no es más que un enclave frágil sostenido por acero, fe, y alianzas tambaleantes con señores feudales de sangre cruzada. En el trono se sienta Amalrico I, un rey franco de barba rojiza, rostro curtido por el desierto, y ojos que pesan con la responsabilidad de mantener una tierra donde el cristianismo lucha por sostenerse. Su esposa, Inés de Courtenay, elegante y severa, noble por linaje y ambición, da a luz a un varón frágil, de miembros delgados, piel nívea y mirada penetrante: Balduino.

Desde sus primeros años, el niño demuestra un intelecto fuera de lo común. Rehúye los juegos violentos, prefiere la lectura a la lanza, y su mente es un pozo sin fondo de curiosidad. Guillermo de Tiro, el sabio canciller del reino y su tutor, lo describe como “una llama delicada en una lámpara de cristal”. Balduino lee latín, griego y árabe antes de alcanzar la pubertad. Habla poco, pero sus palabras pesan. Viste túnicas modestas, de lino azul oscuro o blanco, y en ceremonias aparece con mantos pesados, bordados con la cruz patriarcal de Jerusalén. Sus ojos, de un gris plateado, parecen ver más allá de los muros y los siglos.

A los nueve años, durante una cacería en los campos cercanos a Ramla, cae del caballo. Su brazo cuelga como trapo… y él no siente nada.

El diagnóstico no tarda en llegar. Los médicos lo murmuran en voz baja, como si el nombre en sí mismo pudiera desatar la condena.

Lepra.

Y el mundo de Jerusalén cambia. Pero Balduino no se rompe. Donde otros se esconden, él se alza. Donde otros lloran, él piensa.
El Rey Enfermo que Reinventó el Reino

Con apenas trece años, tras la muerte prematura de Amalrico I, el niño enfermo es coronado. Las campanas repican con fuerza, pero en la corte muchos murmuran: “Un leproso en el trono… ¿es un castigo o una prueba divina?”. La enfermedad ya ha comenzado a deformarle las manos y el rostro, pero Balduino no se esconde. Su voz, suave pero firme, llena la catedral en el día de su coronación:

“No necesito carne sana para tener un alma fuerte.”

Desde ese día, el pueblo comienza a llamarlo “el Rey Leproso”, no con burla, sino con un respeto temeroso.

Balduino gobierna con una mente prodigiosa. Estudia la jurisprudencia franca y bizantina. Se rodea de consejeros hábiles, pero jamás se deja manipular. Controla la avaricia de los templarios, limita la influencia de los señores feudales del norte, y establece pactos comerciales con mercaderes musulmanes y judíos. En su consejo se habla en cuatro lenguas, y sus decretos se emiten con un sello de plomo, simple y solemne: una cruz desnuda.

Entre sus más leales aliados está Raimundo III de Trípoli, un hombre de estatura imponente, barba espesa y voz grave, vestido con cota de malla negra y capa roja. Raimundo se convierte en su espada, su sombra militar. El otro pilar del reino es Sibila, su hermana. Una mujer bella, de cabello oscuro, ojos como ónices, de temple firme y lengua afilada. Balduino la ama profundamente, y confía en ella como en sí mismo. Pero el peligro no viene solo del enemigo externo. El futuro del trono es su mayor preocupación.

En 1177, cuando Saladino —el sultán kurdo que unificó Siria y Egipto— invade con una fuerza temible, el joven rey, debilitado por la fiebre, decide cabalgar al frente de sus tropas. Envuelto en su armadura liviana, el rostro cubierto con un velo blanco para ocultar sus heridas, aparece como una figura entre la vida y la muerte. En Montgisard, las huestes cristianas, superadas en número, aplastan a las fuerzas del sultán. El milagro tiene nombre: Balduino.

Los años pasan, pero el rey no se rinde. Vive más de lo esperado, resistiendo el avance de la enfermedad con una voluntad indomable. Reorganiza el reino, reforma las órdenes militares, y elige como sucesor a su joven sobrino Balduino V, hijo de Sibila. Lo nombra rey bajo su tutela y protege su futuro con una estrategia brillante: persuade a Sibila de casarse con Teobaldo de Blois, noble francés conocido por su integridad y falta de ambición política. Es un matrimonio de razón, no de pasión, pero establece una línea sucesoria estable y legítima.

Jerusalén, mientras tanto, se fortalece bajo su reinado. Los muros son reforzados con piedra traída de Hebrón. Se excavan cisternas ocultas. Se establece un hospital en cada barrio. Los mendigos reciben pan. Los peregrinos, escolta. Las calles, aunque estrechas, brillan con un orden nuevo. Balduino, recluido en sus últimos años en una sala perfumada con lavanda y aceite de mirra, dicta cartas, estrategias, leyes. Apenas puede mover los dedos. Pero su mente sigue iluminada.

Hasta Saladino, en una misiva enviada a Damasco, escribe:

“Este rey de carne muerta gobierna con más vida que todos mis emires

 El Reino que Sobrevivió 

Año 1191. Balduino IV tiene treinta años. Su cuerpo es una cárcel de huesos y vendas, pero su espíritu se mantiene como un faro en la noche. Vive recluido en una torre de piedra adosada al convento de San Lázaro, entre códices, mapas y aromas de incienso, mirra y sangre seca. Su piel, casi transparente, se aferra a sus huesos como un velo marchito. Pero aún dicta órdenes. Aún sueña con la salvación de Jerusalén.

Cuando llegan noticias de que Saladino se aproxima con el mayor ejército jamás reunido bajo la Media Luna, nadie en la corte entra en pánico. Saben que Balduino lo esperaba.

Durante años, ha convertido a la ciudad en una fortaleza viva. Ha diseñado un sistema de vigilancia con hogueras que alertan desde el Mar Muerto hasta los Altos del Golán. Las cisternas están llenas, los graneros rebosantes. Los túneles bajo el templo permiten la comunicación entre puntos estratégicos. Las catapultas han sido modificadas con engranajes bizantinos. Hasta las campanas tienen un código secreto de sonidos para dirigir a la población.

Saladino llega al amanecer. Sus tiendas de campaña cubren el valle de Josafat como un mar de seda negra y dorada. Sus hombres cantan versos del Corán. Los estandartes verdes ondean como presagios de muerte. Pero Jerusalén no tiembla.

Desde la torre, Balduino escucha los tambores del enemigo y sonríe débilmente.

—Que vengan —susurra—. Que conozcan la voluntad de los muertos.

Durante siete días, el ejército de Saladino choca contra las murallas como una marea furiosa. Raimundo de Trípoli, montado en su caballo negro, lidera las cargas contra los ingenieros enemigos. Sibila, vestida con una túnica escarlata y una daga al cinto, distribuye el pan y la fe. En cada rincón de la ciudad, el pueblo resiste. Oran. Luchan. No por la tierra. Por el rey que ya no puede caminar, pero aún los guía.

El séptimo día, los musulmanes intentan un asalto final al amanecer. Bajo una neblina pálida, escalan las murallas. Pero entonces, desde las almenas, se alza una figura encapuchada, sostenida por dos caballeros: Balduino.

Cubierto por un manto negro con la cruz blanca, el rey aparece por última vez ante su pueblo y sus enemigos. Levanta el brazo —tembloroso, huesudo— y señala al horizonte.

Una salva de fuego griego, escondida en ánforas bajo el suelo de la explanada, estalla en una tormenta de llamas líquidas. El ejército de Saladino, presa del pánico, se retira. Los caballos relinchan. Los estandartes caen.

Esa noche, Jerusalén canta.

Y el rey duerme por última vez.

Cuando Raimundo llega a su torre para comunicarle la victoria, lo encuentra inmóvil, con una expresión de paz extraña. Una sonrisa leve en sus labios agrietados. La vela aún encendida. La Biblia abierta sobre su pecho, en la página de Isaías:

“Y oí la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré? ¿Y quién irá por nosotros?”

La ciudad lo despide en silencio. No hay llanto. Solo respeto. Su cuerpo, vendado hasta parecer una reliquia, es llevado en procesión al Santo Sepulcro. Lo entierran en una cripta humilde, sin corona, sin joyas. Solo una inscripción tallada en mármol blanco:

“Aquí descansa el Rey Enfermo que salvó Jerusalén.

Su carne cayó, pero su voluntad nunca.”

Afuera, las campanas doblan. Los peregrinos enmudecen. Hasta los enemigos se detienen. En su tienda, Saladino escucha la noticia, y según cuenta la leyenda, susurra:

—Hoy ha muerto un león. El más extraño de todos.

Balduino V, joven pero ya sabio, hereda el trono. Sibila, convertida en madre del reino, se convierte en su guía. El reino sobrevive. Jerusalén, contra toda profecía, no cae. No ese año. Ni el siguiente.

Durante generaciones, su nombre se repite en iglesias, plazas, y canciones. No como el “rey leproso”, sino como el Rey de los Muros Inquebrantables. El hombre que, vencido en cuerpo, doblegó imperios con el filo de su mente.

El último sol de Jerusalén… nunca se apagó.

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