Hubo una vez un país donde hasta el amor tenía que pedir permiso. Donde los besos necesitaban visado y las caricias se revisaban con lupa, buscando en ellas alguna señal de disidencia.
Alicia se fue, y José se quedó. Eso ya lo sabíamos. Lo que no se había dicho era lo que vino después: el lento deshilar de la esperanza, el silencio que no se calla, pero pesa, y los años convertidos en estaciones sin flor.
Mientras José aprendía a convivir con el eco de una despedida —ese rumor sordo que vive en el pecho como un reloj sin agujas—, otros niños crecían sin saber lo que era temblar por una mirada, sin haber sentido nunca el vértigo sublime del primer amor fugado.
Eran los otros.
Los que no lloraron cuando Alicia se marchó, sino que aplaudieron su ausencia.
Los que se burlaron del hueco que ella dejó en el pupitre de José.
Los que escribían frases dictadas en sus libretas, no por el corazón, sino por las instrucciones del deber.
Los que escuchaban discursos como quien reza sin alma, por miedo a ser notado.
Los que aplaudían por reflejo, no por convicción.
Y también, los que creían —creían de verdad— y ladraban a los que no podían creer.
Aprendieron pronto que obedecer daba puntos, y pensar restaba.
Que el amor era admisible solo si compartía los mismos dogmas, las mismas consignas, los mismos uniformes.
Que quien se iba dejaba de ser, y debía ser borrado con la precisión de una goma fría.
—No la necesitamos— decían, sin saber que lo que negaban era el derecho mismo a la ternura.
Porque quien pensaba por sí mismo era peligroso.
Y quien amaba sin permiso… podía olvidar las reglas.
Y entonces ocurrió.
Una carta cruzó el mar.
Con letra temblorosa y tinta azul, Alicia escribió:
«José, te pienso todos los días… Te extraño. Aquel día, entre lágrimas, no pude decirlo, pero sí… sí quería ser tu novia. Desde antes de irme. Desde siempre.»
Pero esa carta nunca llegó.
La interceptaron manos grises.
La abrieron ojos ciegos.
La leyeron corazones secos.
Y la quemaron con método.
Ardió en un purgatorio, en un cuarto lleno de sellos, miradas torcidas y cenizas acumuladas en los rincones del alma nacional.
José nunca lo supo.
Solo una noche, mientras soñaba con flamboyanes, bicicletas y la risa de alguien que ya era recuerdo, sintió una lágrima que no era suya caerle en la frente.
Despertó con el pecho agitado y un presentimiento sin nombre, como si alguien hubiera gritado su nombre desde muy lejos.
Pasaron los meses.
Y en la escuela comenzaron a mirarlo distinto.
Ya no lo llamaban por su nombre.
Sus compañeros bajaban la voz al verlo.
El director lo hizo pasar a la oficina:
— ¿Tienes familia fuera del país?
—¿Escribes cartas?
—¿Todavía piensas en ella?
Y entonces José entendió.
En ese país, no era el amor lo que se rompía:
era el alma la que querían quitarle.
Su nombre fue anotado en una lista sin título, pero con consecuencias.
Empezaron a vigilarlo.
Le cerraron puertas.
Le dijeron que había que reeducarlo.
Que amar a alguien del otro lado del mar era traicionar a la patria.
Que recordar un beso no dado era un acto de alta peligrosidad emocional.
Alicia nunca volvió.
José nunca se fue.
Pero en la isla quedó flotando su historia, rota como un pájaro con el ala desgarrada que sigue intentando volar, aunque solo consiga trazar círculos en el mismo cielo.
Y los otros —los que nunca dudaron, los que nunca lloraron en la oscuridad— crecieron repitiendo lemas, memorizando consignas, olvidando su infancia.
Pero envejecieron con un hueco en el pecho.
Una grieta sin nombre.
Un silencio que les recordaba, en las noches de insomnio, que hubo un José.
Y una Alicia.
Y que, en aquel país, en aquellos tiempos revueltos, se prohibió vivir la vida.
Hoy, quizás, un nieto de José tome de la mano a una nieta de Alicia allá, en la Ciudad del Sol.
Y sin saberlo, sin saber de listas, de cartas quemadas o pupitres vacíos, se están dando el “sí” que alguna vez fue robado por el miedo.
Y ese amor nuevo, sin aduanas ni consignas, cierre al fin la herida abierta de un amor imposible.
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