Iván Herrera había recibido una educación de lo más normal.
Procedía de una familia de clase media tan común y extravagante como toda familia debe serlo. Por el lado de su papá, una gran inclinación hacia la cultura y las artes. Uno de sus tíos había sido capaz de exhibir sus pinturas en Bellas Artes y el MUNAL, otro vivía en Europa, otro estaba en el mundo del cine y los audiovisuales y el otro había presentado teatro gran parte de su vida. Su papá tenía una afinidad musical que le había legado a sus hermanos, pero para Iván eran un tanto más cercanas a su corazón y su mano la pintura y las letras (sin que haya sido diferente su influencia y amor musicales). Su mamá tenía también dotes artísticos, pero más desarrollados hacia lo estético, textil y pictórico. Es seguramente de ahí de donde el chico tomó su pasión por la pintura y a los colores. Sin embargo, no fue exactamente de ahí de donde tomó su sinestesia, pues esta llegó para él solo, y no supo qué era ni le dió nombre hasta a muy avanzada edad, pues toda la vida se acostumbró a creer que era algo que a toda persona le ocurría, eso de sentir sabores y aromas al ver un color o saber qué melodía musical le corresponde a cada uno.
Desde muy pequeño, como sucede con todos los niños, Iván tenía un gusto innato por aquello que se denominara heróico. Rodeado de dibujos de superhéroes con capas y máscaras (aunque casi todos tienen sólo una de ambas, ya en estas épocas), no podía no tener esas ganas aventureras de alcanzar un destino que no fuera otra cosa que «heroico». Pero desde niño tenía un ardor en la sangre que a veces era excesivo en sus convicciones, casi hasta rozar con un fanatismo molesto, que se fue apaciguando con los años en cuanto a su manera de expresarse (sobre todo al acostumbrarse a una igualmente exagerada timidez) pero no en cuanto a su presencia. Crecer en un país donde las noticias, año con año, pasaban más reportajes sobre cómo la gente era asaltada, secuestrada o asesinada por grupos que nunca eran combatidos ni desmantelados también tuvo culpa en esto. Muchos niños se acostumbraban a esto de manera que casi veían como héroes a esos asaltantes, pero él deseaba romperle los huesos a cada uno.
Sin embargo, poco a poco fue volviéndose flojo. Crecer es algo que a uno lo pone de frente contra obstáculos como «¿Para qué?» o «¿Cómo, si no es posible?» o «Qué inmaduro» o «Qué aburrido». Alguno de estos fue el que hizo al pequeño Iván «darse cuenta» de que no había una manera «realista» de convertirse en un héroe como tanto creía que había de ser una vez que creciera.
Fue así que encontró casi por accidente una salida para su creatividad justiciera que le impidió caer en la trampa apática del rendirse: escribir.
No sabía muy bien en qué formato. Si un cuento o una novela, poesía en rima o en prosa, o simples descripciones de lo que pasaba por su mente, lo importante era escribir. Pronto el dibujar también lo acopañó, y ya fuera escenarios, personajes o escenas en los que ambos colaboraran, llenó paquetes de hojas en blanco que habrían acabado en las impresoras de una oficina de todo a lo que pudo darle forma con lápices, crayolas o plumines. No mantenía una continuidad clara, pero a veces repetía personajes y figuras. Todos tenían en común el retratar el mundo que lo rodeaba no sólo con mucho color y la visión fascinada de un niño, sino con ambientes que estuvieran llenos de heroísmo, de ayuda y servicio, y de un triunfo contra aquellos monstruos invisibles que empezó a conocer poco a poco mientras crecía, por medio del miedo, la dificultad, los malos tratos o la inseguridad.
Tenía la dicha de poder decir que había crecido en un ambiente familiar sano. Sus padres unidos y siempre comunicativos con él y sus hermanos (su hermano mayor Luis, que seguía los pasos musicales de su padre, su hermano menor Santiago, que era un atleta en potencia a veces algo inquieto, y sus hermanas menores Sofía, Giselle y Teresa).
Su amor a la tradición no era algo adoctrinado o aprendido a la calca de otros. Se manifestó como una respuesta natural en su ser desde que era niño.
Pero por supuesto, había habido influencias.
En la familia de su padre había mucha cercanía al origen de la familia desde el viejo continente. En el de su madre ya no estaba muy presente esa noción salvo en sus abuelos, pero estos la mantenían más viva que sus familiares en el lado paterno que lo veían como algo de su identidad, pero cosa del pasado que no era más que un nombre y un escudo decorativo. El apellido Herrera era sin duda alguna de los más comunes en la lengua española, pero eso no lo hacía poco resaltante.
Cuando era niño, a los cuatro años para ser preciso, desarrolló ese gusto por todo lo que fuera referente a espadas, caballeros y colores brillantes y heráldicos. Ayudó mucho que su fiesta de cumpleaños número cinco fuese de temática medieval, una iniciativa suya tras ver un disfraz de caballero unos días antes y pedirlo como regalo. Era una cota de malla cubierta por un tabardo rojo, con un león amarillo en el pecho. Fue lo primero que consiguió equipararse al disfraz de Superman.
Desde siempre, estos héroes lo acompañaron conforme iba creciendo, junto a las letras de Tolkien y C.S. Lewis y las luces cautivantes de las armas de los caballeros jedi en «Star Wars». Pero no sólo era ficción lo que lo ayudaba a visualizar ese estilo de via que tanto deseaba. Cuando tenía seis años, habiendo leído un libro de jinetes de dragones y de nuevo imaginado que sería uno de esos héroes, su abuelo lo atrapó dibujando y jugando con una espada de plástico, a bordo de un típico caballo de palo de madera al que había puesto un nombre de dragón.
Adrián Herrera se rió del niño, pero aunque era costumbre verlo reírse con burla de ciertas cosas a menudo, esta risa no era con burla.
– Bonito destrozo, «Almogavar» – dijo. El niño sacudió la cabeza confundido.
– ¿Qué es almogavar?
– Eran soldados contratados para las luchas de conquista en España, hace mucho tiempo. – dijo el abuelo – Estaban muy activos en las tierras de la familia de tu mamá, allá en Catalunya. Roger de Flor fue el más famoso de ellos. Era, además de almogavar, un caballero templario.
– ¿Que era un caballero templario?
– Caballeros de una Orden muy antigua, la Orden del Temple, que se creó en Jerusalén allá hace tanto tiempo, junto a la Hospitalaria y la del Santo Sepulcro. Pero nuestra familia pertenecia a una más que ya los acompañaba en aquellas valientes cruzadas, una Orden como ninguna otra. En eso le mostró el escudo, en un blasón bordado que sacó de la manga como un ilusionista.
– La Orden Kiviar.
El escudo era una cruz de diseño propio, de color amarillo, sobre un fondo blanco. Más adelante vería el mismo escudo aunque con otros colores: a veces la cruz era roja, negra o azul, pero el fondo permanecía blanco, o a veces la cruz era blanca y el fondo se volvía negro.
Iván observó el escudo con fascinación. Los bordes dorados brillaban suavemente bajo la luz del atardecer que se filtraba por las cortinas de la sala. Para él, era como si su abuelo acabara de revelar un tesoro ancestral, algo más valioso que cualquier historia que había leído en sus libros favoritos.
—¿Y qué hacían los Kiviar? —preguntó el niño, con los ojos llenos de curiosidad.
Adrián Herrera dejó escapar un suspiro, como si el peso de los siglos descansara en sus hombros. Se acomodó en su sillón de cuero, sacó una pipa que nunca encendía y comenzó a hablar con una voz que, para Iván, parecía cargada de historias enterradas en el tiempo.
—La Orden Kiviar no era como las otras. Mientras los templarios protegían las rutas de peregrinos y los hospitalarios se encargaban de los enfermos y los pobres, los Kiviar tenían una misión distinta: proteger al mundo de aquello que nadie más podía ver, de las sombras que se ocultaban detrás de los reyes, los ejércitos y las banderas.
Iván lo miraba embelesado, y su abuelo continuó:
—Nuestra familia, los Herrera, estuvo con ellos desde los inicios. Allá, en el norte de España, en las montañas de Cantabria, donde comenzó la Reconquista. Eran tiempos oscuros, pero los Kiviar ya estaban allí, luchando en nombre de un bien mayor. Algunos dicen que la Orden nació mucho antes, después del Diluvio, cuando las primeras civilizaciones empezaron a reconstruir el mundo. Los Kiviar entendían que no solo las espadas y las murallas podían protegernos. Había secretos más antiguos que la humanidad misma, y alguien debía enfrentarlos.
El abuelo se inclinó hacia Iván, como si estuviera a punto de compartirle la mayor de las confidencias.
—¿Sabes por qué nuestros caballos de guerra llevaban nombres tan extraños? —preguntó, con una chispa en los ojos. Iván negó con la cabeza. —Porque no eran simples caballos. No al principio.
El niño abrió los ojos, incrédulo.
— ¿Qué eran entonces? —preguntó en un susurro.
— Eran dragones. O al menos, eso cuentan las leyendas. — Adrián se rió suavemente al ver la expresión de su nieto — Sé que suena increíble, pero no todo es fantasía, Iván. Los dragones no eran exactamente como los pintan en los cuentos, pero había algo especial en ellos, algo que los Kiviar entendieron y aprendieron a domar.
Iván se aferró al falso caballo con más fuerza, como si, de alguna manera, este pudiera transformarse en uno de aquellos dragones legendarios.
— ¿Entonces los Kiviar también peleaban contra dragones? — preguntó emocionado.
El abuelo negó con la cabeza.
— No contra ellos. Los dragones eran aliados. Los verdaderos enemigos eran más peligrosos: las sombras que trataban de desviar el curso de la humanidad. Las mismas que todavía están entre nosotros, aunque no las veamos.
La última frase dejó a Iván en silencio. Era demasiado para un niño de seis años, pero una parte de él sintió que esas palabras tenían un peso real, algo que resonaba más allá de las historias que le contaban en los libros.
Adrián le dio una palmada en la cabeza y sonrió.
— Por ahora, no necesitas entenderlo todo, Almogávar. Solo recuerda esto: llevas la sangre de los Kiviar, y eso significa que tienes el corazón de un caballero. Un día, cuando seas mayor, entenderás lo que eso significa.
El abuelo guardó el blasón de nuevo, y con él pareció esconder también la solemnidad del momento. Iván quiso preguntar más, pero Adrián ya estaba tarareando una vieja canción y buscaba en su librero algo que leerle antes de dormir.
Sin embargo, esa noche, Iván soñó con cruzados, dragones y caballeros en batallas contra sombras que nunca lograba ver del todo. Y aunque los años pasarían y él iría dejando esas historias en el olvido, esa chispa encendida por su abuelo nunca se apagaría del todo.
Desde entonces, comenzó la racha de historias sobre los Kiviar. En las tardes interminables de su infancia, mientras el sol caía detrás de los cerros y el aire se llenaba del canto de los grillos, su abuelo le contaba historias cada que lo visitaba o que Iván y sus hermanos los visitaban, que era muy seguido. Historias de héroes que luchaban en la penumbra por un bien mayor, de caballeros que no vestían armaduras relucientes, sino que escondían su identidad tras un juramento sagrado. Esos caballeros, los Kiviar, eran protectores de secretos y guardianes de un mundo que la mayoría nunca llegaría a conocer.
Iván escuchaba esas historias con los ojos brillantes, absorto en cada palabra que describía sus gestas. Su abuela, a veces, se sumaba al relato, añadiendo detalles sobre antiguas reliquias y nombres olvidados que parecían arrancados de las leyendas más fantásticas. Sin embargo, no era un cuento de hadas lo que contaban. Ellos hablaban con una seriedad que, con el tiempo, le resultó desconcertante.
A medida que creció, esa magia que envolvía las narraciones comenzó a desvanecerse. Los caballeros Kiviar pasaron de ser héroes fascinantes a figuras de un mito infantil. Iván se sumergió en la realidad de las clases, los amigos y los sueños más mundanos. No fue de mucha ayuda la influencia de su papá, que de algún modo no parecía nunca sentir mucho entusiasmo hacia las historias que le contaba su abuelo. Su mamá, en cambio, lo animaba a seguirlas recordando, pero poco a poco dejaron de tener la chispa que tenían. Los relatos de sus abuelos se convirtieron en un eco distante, algo que se recordaba con ternura pero sin relevancia. Ya no eran más reales que Superman, Luke Skywalker, Indiana Jones y John Carter.
Cuando ambos abuelos murieron, sus historias también parecieron enterrarse con ellos. La vida siguió adelante, e Iván dejó de pensar en los Kiviar. Para él, el mundo de la caballería secreta era ahora solo un capítulo cerrado de su niñez, uno que nunca esperaba reabrir.
La vida de Iván había adquirido una rutina tan ordinaria que parecía la antítesis de las historias que su abuelo le había contado. Tras años de escucharlas, su mundo se había encogido a una esfera más predecible: la escuela, los amigos, y las pequeñas preocupaciones cotidianas.
La primera mitad del 2022 transcurrió entre pocos descansos y largas jornadas de estudio. Sus padres insistían en que se preparara para el examen de ingreso a la prepa, una de esas etapas de la vida que parecían monumentales en su momento. Su tiempo estaba dividido entre las guías de estudio y los repasos interminables para el examen de ingreso a la prepa, con apenas momentos para distraerse. Sin embargo, en esos pequeños respiros, encontró una válvula de escape inesperada: Twitter.
Lo que comenzó como una cuenta sencilla para seguir temas de arte, cómics y entretenimiento pronto se transformó en algo más significativo. Iván usaba el perfil para compartir sus pensamientos y pequeñas ilustraciones que hacía en sus ratos libres. El anonimato le ofrecía una libertad que no encontraba en otros espacios, permitiéndole conectar con personas que compartían sus intereses.
Fue allí donde, casi por accidente, se topó con las primeras menciones al movimiento Underdog. En un principio, lo tomó como un juego o una especie de club clandestino en línea. Había algo intrigante en los rumores de un grupo que combinaba ideales de justicia, camaradería y un cierto aire rebelde que resonaba con él. Inspirado por lo que veía, decidió unirse a la conversación creando un alias: Spyder Poison. Bajo este seudónimo, Iván comenzó a interactuar con otros usuarios que parecían ser parte de esa peculiar comunidad.
Aunque no sabía hasta qué punto lo que leían era real, le fascinaba la narrativa de los Underdogs: jóvenes organizados, trabajando desde las sombras para defender ideales que parecían estar perdiéndose en el mundo. En cierto modo, «Spyder Poison» se convirtió en una extensión de sí mismo, un espacio donde podía explorar esa parte de él que soñaba con algo más grande que las guías de estudio y los exámenes.
Con el tiempo, su participación en la comunidad Underdog pasó de ser una curiosidad a un pequeño hábito. Publicaba sus propias reflexiones sobre lo que el movimiento podría significar y comentaba en hilos que discutían ideales de justicia o historias de valentía. Sin darse cuenta, Iván había comenzado a formar parte de algo que, aunque distante y aparentemente ficticio, lo hacía sentir conectado con un propósito mayor.
Fue una contradicción interesante: mientras su vida cotidiana giraba en torno a prepararse para un futuro definido por las expectativas sociales, su vida en línea le ofrecía un escape hacia un mundo donde los límites no existían.
Iván cumplió con lo esperado, pasando días encerrado con guías de estudio y noches repasando fórmulas que ya olvidaría para cuando llegara el verano. El esfuerzo valió la pena. Para julio, había asegurado su lugar en la Prepa 8 de la UNAM, y con ello sintió que estaba entrando en una nueva etapa, una donde todo sería diferente.
El verano le trajo un nuevo comienzo. Entrar a la prepa fue como abrir una puerta hacia un mundo más grande. Los pasillos vibraban con energía; los salones, llenos de rostros desconocidos, le ofrecían una oportunidad de reinventarse. Fue ahí donde conoció a David y Tiago, dos chicos que se convertirían en sus primeros grandes amigos de esta etapa. David era el tipo de persona que siempre tenía un comentario listo para arrancarte una risa, mientras que Tiago, un amante del skateboarding, lo arrastraba a largas tardes en el parque, intentando que aprendiera a deslizarse sin caerse a cada intento.
Por un tiempo, todo parecía estar bien. Mejor que bien, incluso. Iván comenzó a sentir que, por fin, estaba encontrando su lugar en el mundo. La rutina de clases, las tardes con sus amigos y los pequeños dramas de la vida estudiantil llenaban sus días.
Pero la vida tiene una forma peculiar de desequilibrar las cosas cuando menos lo esperas. El comienzo del 2023 fue un golpe que sacudió la vida de Iván hasta sus cimientos.
El 11 de enero, en lo que parecía ser un día común, Iván fue secuestrado mientras regresaba a casa después de pasar la tarde con David y Tiago. Tres hombres enmascarados lo interceptaron y, sin explicaciones, lo arrastraron a una camioneta. El trayecto fue interminable, con el rugido del motor ahogando cualquier intento de preguntar qué querían de él.
Lo llevaron a un edificio abandonado, encerrándolo en una habitación que tenía entradas para la luz solar pero sin ventanas, con apenas una cama. Aunque los hombres no le hicieron daño físico, el terror que sintió durante esos días fue suficiente para cambiarlo para siempre. Sus captores le pasaban un cuaderno con preguntas que él tenía que contestar, y al principio no tuvo claro qué sentido tenían. Eran sobre sus gustos, datos sobre libros o cómics que había leído, quienes eran sus autores favoritos, qué álbumes escuchaba… poco a poco comenzaron a derivar hacia cosas más concretas, respecto a historia y leyendas, y de pronto dedujo de qué se trataba: las preguntas empezaron a hacerle una especie de examen sobre personajes históricos, y no los más sonados realmente, sino muchos que no estaban nombrados en los libros de historia… eran, según recordaba, casi siempre relacionados a los eventos que escuchó en las historias sobre los Kiviar. Había nombres que se le hicieron familiares, pero que tan sólo no era capaz de recordar bien cómo iban sus historias: Antares Al-Agrab, . Respondía como podía, acertando y desacertando sólo cuando de verdad conocía o desconocía la respuesta, asegurando a sus captores que no recordaba casi nada. Nunca le revelaron qué querían realmente. Sus demandas parecían centrarse en un rescate monetario, pero Iván intuía que había algo más, algo que no entendía, con todas las preguntas que le hacían responder.
Durante tres días, permaneció prisionero. Las horas se deslizaban lentas, y había un sonido en el aire que no alcanzaba a distinguir qué era, pero que era extraño para el ambiente común de la ciudad (de hecho, casi no escuchaba autos afuera, así que dedujo que estaba en alguna zona a las afueras). En algún momento, en medio del silencio, las preguntas empezaron a ser sobre lo que compartía y comentaba en redes sociales. Desde cosas tan simples como estética de cómics hasta . Una idea inquietante se instaló en su mente: ¿y si su secuestro tenía algo que ver con su participación en la comunidad Underdog? ¿Y si alguien había malinterpretado sus publicaciones? Le habían hecho preguntas sobre los personajes Kiviar, ¿eran sus captores gente que quería ajustar cuentas con lo que sea que su familia tuviera que ver con esa supuesta orden, y el haberse vuelto un «underdog» informal lo había puesto en el radar, o al revés, lo buscaban por su actividad «underdog» creyendo que era uno de verdad, pero ahora habían descubierto su legado familiar y así ahora también ponía en exposición a su familia?
El tercer día, su mundo cambió de nuevo.
Por la tarde, una figura irrumpió en su habitación. No eran los enmascarados. Esta vez, un hombre vestido de negro y amarillo, con una sudadera, un pasamontañas cubriendo la cabeza y goggles que le cubrían los ojos, lo liberó de sus ataduras (y lo que le hizo a los captores le habría sacadura factura altísima de hospital… si se hubiera conocido la identidad del «agresor»). Aunque su rostro estaba oculto, la voz que le pidió calma era firme pero amable, y de hecho juvenil. «Vas a estar bien,» le dijo, antes de guiarlo fuera del lugar, esquivando con precisión a los secuestradores.
El rescate fue rápido y eficiente, pero el momento más impactante para Iván llegó cuando finalmente estuvieron a salvo. Por un lado, por la identidad de su rescatista, y por el otro, al descubrir el entorno a su alrededor: se lo habían llevado hasta un edificio en el lado oriental de Puerto Vallarta, a más de 800 kilometros de su casa. La vista del mar y el sol haciendo la ilusión de estarse sumergiendo en las aguas fueron solo tan grandes como mirar al fin al nuevo amigo. Su salvador era uno al que había visto en fotos y dibujos, pero nunca esperaba verlo de verdad: «Underdog«… el original, no uno de muchos, sino EL Underdog, el fundador del movimiento.
Lo llevó personalmente de regreso a su casa, recorriendo kilómetros hasta que Iván estuvo seguro en el umbral de su hogar. Antes de partir, Underdog lo miró directamente a los ojos y le dijo algo que quedó grabado en su memoria:
«Hay cosas que todavía no entiendes, pero lo harás. Lo importante es que sigas adelante, con valentía.»
¿Cómo es que «Underdog» sabía de algo que él «no entendiera»? ¿Cómo lo había encontrado, siquiera? Tal vez sólo fue un rescate de rutina, o estaba buscando en concreto a ese grupo… o tal vez sabía de su perfil en Twitter. Ser rescatado d un secuestro no era precisamente el escenario ideal para conocer a alguien de quien eres fan… aunque extrañamente era el más adecuado para conocer a tu héroe (cuando literalmente era un «héroe» con todo y disfraz).
Aunque sus padres supieron quién lo había rescatado y agradecieron personalmente a «Underdog», Iván no compartió el detalle de que le habían hecho preguntas que se relacionaban bastante con las historias Kiviar que conocía su familia, y tampoco dijo nada sobre la muy posible relación entre esto y sus redes sociales, aunque sintió que de algún modo lo supieron, porque comenzaron a estar al tanto de qué publicaba su hijo (sin que él se enterara de la mayoría de observaciones).
Los días que siguieron fueron confusos y cargados de tensión. Su madre, profundamente afectada, insistió en que Iván debía quedarse en casa, estudiar desde allí, y evitar cualquier riesgo innecesario. Su padre, aunque más contenido, parecía estar de acuerdo. Sin embargo, Iván no podía sacarse de la cabeza una sensación de estar incompleto. La prepa no era solo un lugar para aprender; había algo allí, algo que lo llamaba a regresar.
No fue una decisión fácil, pero Iván tuvo que dejar la prepa temporalmente. El shock por la experiencia que acababa de pasar fue demasiado grande, más que para él, para sus padres.
Durante esa primera mitad del 2023, la vida se desaceleró. Sin la rutina de la escuela, Iván pasó meses en un limbo extraño, y sobre todo ante el estado que sentía respecto a la experiencia tan aleatoria de haber sido tan breve pero realmente secuestrado. Sus días consistían en tareas sencillas, conversar a la distancia con sus amigos y seguir en sus actividades en redes (con una actividad mucho menor, ahora ya meramente recreativa y de temas de interés, pero sin polémicas, sin comentarios de conspiración… nada que pudiera ser arriesgado) y momentos de introspección que le resultaban nuevos. A veces, la falta de obligaciones lo hacía sentirse libre; otras veces, lo sumía en una sensación de vacío que no sabía cómo llenar.
Por mucho que intentara enfocarse en el presente, una parte de él no podía evitar preguntarse si estaba dejando algo importante atrás. Esa sensación, esa incomodidad latente, era algo que ni él mismo entendía del todo. Quería volver a la prepa, no tener que estar temiendo que ahora salir a la calle ya no fuese seguro para él, .
En abril, después de semanas de insistencia, su mamá finalmente accedió a que fuera a darse de baja temporalmente, lo que permitiera que su repentina falta a la escuela no se contara como algo perjudicial en su historial, y tuviera oportunidad de permanecer intacto en la prepa. Sin embargo, aún no obtuvo la aprobación definitiva para volver a la escuela. Por ahora sólo había conseguido la baja temporal.
La mañana en que iba a presentar su carta para pedir la baja, ambos padres lo llevaron. Pasaron unas semanas y finalmente, su baja se aceptó y tenía que pasar a recogerla físicamente con un documento firmado. Su mamá tuvo que salir a hacer una compra pendiente tiempo atrás acompañada por sus dos hermanos y una de sus hermanas. Su papá prometió acompañarlo, pero un imprevisto lo detuvo en el tráfico de la ciudad. «No voy a llegar a tiempo,» le dijo por teléfono. Iván, determinado, le pidió permiso para ir solo. Hubo un largo silencio antes de que su padre aceptara, con una calma extraña en su voz.
Con una mezcla de nervios y alivio, Iván salió rumbo a la escuela.
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