En el barrio del Diezmero, las calles eran pocas, y todas se parecían. Pero a José le gustaba especialmente la calle 14. No sabía bien por qué, tal vez por esa loma que la bordeaba, que a sus cortos años le parecía una montaña mágica. Subirla era como conquistar el mundo con los pies pequeños. Cada ascenso era una algarabía, una victoria sin nombre, un estrépito de amigos.
Pero los doce años llegaron como llegan las estaciones: sin pedir permiso. Y con ellos, la loma ya no era un juego, sino un recuerdo. Donde antes imaginaba castillos, ahora se levantaban nidos de ametralladoras. Decían los noticieros que era para defender el cielo de enemigos. José no entendía aquel gusto por los cataclismos. A su montaña se la llevaron la guerra.
Y José evolucionaba. A escondidas, comenzó a leer lo que su padre llamaba “cosas de hombres grandes”. Mientras su abuelo materno y su papá le presentaron a unos señores de nombres imposibles, que pensaban cosas abstractas. Con Platón, y con Aristóteles, comenzó a cavilar, mientras soñaba con corsarios, civilizaciones perdidas, y héroes que morían sin miedo. Pero nada, absolutamente nada, lo hacía temblar como Alicia.
Alicia tenía doce años. Y una trenza larga, negra, como la línea que separa el día de la noche. Tenía unos ojos oscuros, intensos, donde parecía vivir un secreto que el mundo aún no estaba listo para escuchar. José la miraba desde su pupitre, desde los rincones de su timidez, como se mira lo inalcanzable.
Durante semanas ensayó frente al espejo. Se paraba como un guerrero, como uno de esos valientes que leía en los libros, y decía:
—“Eres preciosa, Alicia… divina, encantadora… ¿Quieres ser mi novia?”
Pero el espejo no se sonrojaba. Quizás Alicia lo hiciera.
Un día de junio de 1963, y el calor pegajoso, se aferraba a los uniformes escolares como una segunda piel. Al salir de la escuela, José la siguió con paso decidido y tembloroso hasta la esquina del flamboyán, ese árbol que parecía haberlo visto todo.
—Alicia —dijo—, ¿puedo hablar contigo un momento?
Ella lo miró. Y en sus ojos, José creyó ver todo lo que aún no entendía: la belleza, el misterio, la tristeza del mundo.
—Eres preciosa —balbuceó él—. Divina, encantadora… estoy enamorado de ti. ¿Quieres ser mi novia?
Alicia no rió. Tampoco se burló. Solo bajó la mirada, y de pronto, sin decir palabra, comenzó a llorar. No era un llanto ruidoso, sino silencioso, como cuando llora el alma y no los ojos.
José, sin saber qué hacer con su torpeza ni con su corazón, la abrazó.
— ¿Te ofendí?
Ella se soltó con dulzura, como quien libera una mariposa.
—Me voy, José —susurró—. Me voy del país.
Y entonces, como un relámpago que rasga el cielo, llegaron las palabras que cambiarían la historia:
—Mis padres lo perdieron todo… tenían una empresa de ómnibus, más de treinta. Ahora no tenemos nada. Nos vamos a Estados Unidos. Partimos en siete días. No nos dejaron nada.
El mundo de José se volvió pequeño. Sus libros, su bicicleta, el sabor de los caramelos de anís, el flamboyán, todo perdió color. Se volvió bruma.
— ¿Y tus padres? —Preguntó Alicia, con un hilo de esperanza—. ¿Ellos también han perdido algo?
José bajó la vista. Pensó en las noches donde el único lujo era los libros leídos y la guitarra. Había también un carro viejo y una motocicleta ruidosa. Pensó en las discusiones de su padre, que escribía signos de interrogación como si fueran profecías.
—Sí —respondió—. Perdieron la fe.
Alicia lo miró una última vez. Con esa mirada que no se olvida. Como si con los ojos quisiera guardar la imagen de José para siempre.
— ¡No puedo ser tu novia!
Y se fue. Sin mirar atrás. Dejando a José solo con su sombra y con un corazón roto en tantos pedazos que ni el mismísimo Sócrates hubiera podido recomponerlos.
Esa tarde, José lloró. No como un niño que patalea, sino como alguien que descubre, de golpe, que hay cosas que ni el amor, ni la valentía, ni todos los libros del mundo pueden cambiar.
El sol se escondió. Y con él, la infancia de José.
A la mañana siguiente, Alicia ya no estaba en la escuela. Tampoco al día siguiente. Ni el otro. La casa quedó vacía, con las persianas cerradas y el jardín en silencio. Un extraño amuleto había en su puerta que tenía un escrito que rezaba: Sellado, Reforma Urbana.
José siguió. Siguió leyendo. Pero ahora con una tristeza nueva. La tristeza de los que han amado y han perdido. De los que han visto cómo un decreto, una bandera o una frontera pueden arrebatarte un sueño.
No volvió a enamorarse pronto. Ni a hablar mucho de política. Pero en los márgenes de sus libretas comenzaron a aparecer frases que no venían de los libros, ni de los filósofos. Venían de él. Porque entendió, a sus doce años y con una sola derrota, que hay heridas que nos hacen crecer antes de tiempo.
Y que a veces, el primer amor es también el primer exilio.
OPINIONES Y COMENTARIOS