Esto me lo contó mi padre una tarde tibia de enero, mientras el sol se despedía con la melancolía de quien sabe que todo es pasajero. Hablaba de sus años jóvenes, de viejos amigos, y de uno en particular: el más hermoso, el más perdido.
—Tuve un amigo —dijo, con los ojos mirando algún rincón del pasado donde aún dolía—. Se llamaba Ángel. La belleza lo bendijo por fuera, pero lo condenó por dentro.
Ángel era de esos que hacen que el mundo se detenga un instante cuando cruzan la calle. Las mujeres lo miraban como si respiraran sueños. Tenía ojos verdes como la esperanza después de la lluvia, labios que susurraban secretos antes de hablar, y un cuerpo que parecía esculpido por el deseo.
Pero su alma… estaba vacía. Donde debía haber amor, únicamente había mármol.
No amaba. Jugaba. Su voz era de terciopelo, pero sus intenciones eran de viento. Prometía lunas que no pensaba colgar en ningún cielo. Y cuando lograba lo que quería, se desvanecía como un perfume barato tras una noche larga. Cada mujer era una flor que él arrancaba con ansias y dejaba marchitar sin remordimiento.
Nunca lloró por ninguna. Ni siquiera por Clara. Clara, la dulce, la que creyó ver en él al hombre ideal. La que le escribió una carta con aroma a despedida… y luego voló hacia el silencio eterno. La hallaron sin vida, con su nombre aun entre los labios.
Pero el tiempo —ese escultor silencioso— no absuelve. Poco a poco, dibujó grietas en el mármol. Los piropos menguaron, las miradas dejaron de brillar. Las jovencitas soñaban con otros rostros, y las mujeres sabias lo evitaban con la cortesía del desdén.
Y entonces, cuando su luz se apagaba, la vio.
Fue en una galería de arte. Entre cuadros que lloraban atardeceres, apareció Helena. No necesitaba ser vista: Simplemente era. Su belleza no gritaba, susurraba. Era una melodía antigua que se queda en el alma sin saber por qué.
Ángel, como un actor viejo que olvida sus líneas, ensayó sus viejos encantos. Sonrisas. Halagos. Silencios calculados.
Pero Helena lo miró como quien contempla una joya fina… en la vitrina de las cosas que ya no necesita.
Y por primera vez, él tembló.
Se enamoró con la desesperación de quien nunca aprendió a sentir. La buscaba como un náufrago busca su orilla. Le escribió cartas, poemas torpes, le llevó flores arrancadas con fe. Pero ella, con esa sonrisa que no hiere, pero deja cicatriz, solo respondía con distancia.
Hasta que un día, en un café donde el mundo parecía dormido, él se arrodilló con el alma desnuda. Le habló con la voz rota de quien ha perdido todo, menos la esperanza.
Ella lo escuchó. Y con una dulzura que dolía más que el desprecio, le dijo:
—No puedo amarte. Tu historia… ya ha escrito tu destino antes de que tú pudieras redimirlo.
Y entonces supo lo que era el desamor. Sintió en el pecho una náusea del alma. Desde ese día, comenzó a apagarse. Unos dijeron que era una enfermedad sin nombre. Otros, una tristeza antigua que no supo digerir. Pero los que conocieron sabían: estaba pagando cada lágrima que hizo derramar.
Murió solo, en una casa muda. Solo los espejos quedaban, pero ya no lo reconocían. En la sala, un cuadro pintado por sus manos temblorosas mostraba a Helena, con esa paz que solo tienen los que no guardan rencor.
Su última palabra fue su nombre. Nada más.
—Y acaso —dijo mi padre, aplastando el cigarro con la calma de quien entiende los misterios—, en algún rincón secreto de la justicia divina, Clara lo esperaba. No para vengarse. Si no para tenderle la mano… y enseñarle que amar es un arte que a veces se aprende… cuando ya no hay tiempo, pero sí salvación.
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