Suspiro, me adentro a la boca del lobo que me espera babeando el suelo. Se empapan mis pies, no importa, ya que se mojan por completo cuando mis piernas entran en su hocico. Recuesto mi cabeza en su lengua.
Es un lobo negro de ojos rojos, brillantes, me llaman a dormir y a no hacerlo, cómo una linterna que esclarece esta habitación de paredes lisas que escupen ácido. Desearía que pararan, sin embargo, les puse tanta cinta adhesiva y aun así no se detuvieron. Por lo que terminé por aceptar que derretirán todo. Mis libros, mi sartén, mi guitarra, y mi ropa; incluso a mí, por algo será que me cuesta levantar los brazos y las piernas, o que al mirarme la piel la veo tan destruida. Extraño los espejos que no tenían cadáveres.
Agarro los labios para taparme hasta las axilas, me gusta tener mis brazos sobre los dientes. Están helados, no soporto el calor que emana su respiración. Su pelaje me molesta en mis dedos.
Me dejo tragar por fin, cierro los ojos y bajo por la garganta hasta otra habitación. Es enorme, no veo las paredes ni el techo por ningún lado, el piso tiene un césped precioso, y árboles tan variados que no veo uno igual a otro. Me sofoca el aire ahogado, aire que colma este santuario. Quizá nunca aprendí a respirar.
No estoy solo, detrás de los árboles unas figuras me sonríen. Sus rostros son indescifrables, pero conocidos, es natural que ocurra, son mi familia y amigos. Les permito romper mi carne, que se alimenten de mí como plazcan. Imagino en mi cabeza aquello, mi sangre deslizar por la comisura de sus labios, y sus dedos intentando sacar más de mí, pero que no puedan, ya que no tengo tanto para ofrecer.
Sin embargo, sus bocas solo sonríen. Carcajean de mis pasos desviados, y lloran de alegría por mi presencia inadvertida. Lanzan flores, miles de ellas que con delicadeza abandonan sus manos. El efímero cielo se prende en colores preciosos, los arcoíris tiemblan de envidia.
Caen sobre mí, calman mi vida al rojo vivo, queman, arden la piel. No deberían, es mi culpa, sin embargo, las cosas serían más fáciles si no sonrieran así. Por lo que huyo esperando un lugar digno de mí. No lo encuentro, es más, parezco correr a la velocidad perfecta para un día soleado en la playa. Por ello, ríen más fuerte, más pétalos me rozan, más me atormentan.
Me lanzo al mar y pienso en el lugar que merezco. Cuelgo del pelo bajo tejas de sulfurantes azufres, no hay suelo para mí, solo para ellos que gritan mis pecados. Sus ofensas se sienten como frías estacas que penetran mis huesos, en especial mi cráneo, lo dejan como lo veo en los espejismos de medianoche. Salta la muchedumbre de palabras de mis venas, calientes de odio aguantado, es más, mis órganos esparcidos, cerebro, vísceras y pulmones, gritan al rey de corona erizada que suplique más agonía. Creí reír con ellos, creí entenderlo, pero me hallo llorando porque paren. Arranco mi pelo, dejándome caer el vacío.
Caigo a mi lado y junto a mí, es un poso eterno de matices como el vidrio esmerilado. Me veo cien veces y muchas más, como un recuerdo en vida, se sienten en mis manos discurriendo por mi cuello, bajan en parpadeos por la memoria. Sin embargo, al mismo tiempo no lo hacen, descienden incesantes los desconocidos que portan mi nombre, quiebran la quietud al formar enredaderas dentro de mi calavera. Ellos son yo, y a la vez no, extrañas personas de mi carne y hueso.
Es por ello que intento salvarme y ellos también a mí. Toman mi mano y danzan con sonrisas que no me convencen. Les devuelvo el gesto, me obligo a hacerlo. Quiero ayudarles, es imposible, si tan solo supiera como. Tal vez lo sabía, y lo olvidé como un idiota.
Aterrizo por fin sobre el concreto. Mis pies se posan delicadamente, se siente igual a caer sobre nubes. Ellos no tienen la misma suerte, que con brutalidad rompen el suelo a mi lado, revientan con fuerza sus cuerpos, me salpican sangre hasta cubrirme. Todos caen con violencia, menos yo, el yo que odio. No le encuentro sentido. Entonces, me arrodillo en una reverencia, y golpeo con mi cabeza el suelo. Una vez, otra vez, con fuerza, más fuerza, quiero verme tiritando perdón. Por el contrario, desespero ileso, clamo mi muerte, y el dolor se ríe en salvación.
Abro los ojos de un sobresalto, sigo en el hocico del lobo. Intento salir, pero en su paladar tiene dientes que me muerden con fuerza, se siente bien, así que permanezco ahí hasta que me vuelva a tragar, o a que algo cambie, quizá disfrutar el olor de las flores, entender las sonrisas de todos, a aborrecer el odio y amar los cumplidos, o hasta que logre romper mi cráneo en el concreto. Hasta entonces, miraré el reflejo rojo de los ojos del lobo en las pantallas negras de la noche.
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