Dice mi madre que nací inconforme, que de niña no paraba de pedir un juego para abandonarlo a los pocos minutos y luego pedir algo más, algo diferente, otro muñeco, otro dibujo, otro cuento, tenía hambre de sorpresas. Mi psicóloga opina lo mismo, así como los pocos amigos que aún conservo y alguno que otro ex amante de cuyos brazos también salí corriendo, porque me aburría, porque quería otra cosa, algo distinto. Algo.
La ansiedad es un vestido que llevo puesto desde pequeña, tengo la sensación de estar desnuda y sentada sobre un hormiguero, con picazón por todo el cuerpo, con ansias de moverme, de correr sin saber a dónde. Huir. Salir del forro de mi propia piel.
He corrido, mucho, he llegado lejos, lejísimos, diría que he ganado uno que otro maratón, pero perdí el norte hace mucho, es decir, gané una carrera sin ruta, solo corrí y llegué a ninguna parte; aquí en la meta no hay nadie para aplaudirme como me habían prometido. ¿Qué clase de burla es esta?, ¿dónde están las porras, los premios, las fotos y las palmaditas en la espalda?
“¡Llegué!, ¿me escuchan? ¡estoy aquí!… ¡aquí!… ¡aquí! (resuena el eco en las montañas).
Corrí por años, acelerando muchas veces más de lo necesario, forzando mi mente, mi cuerpo y todas mis ganas, a punto del infarto recorrí varios kilómetros equivocados, sin saber a dónde iba, pero siempre en movimiento, porque si me detenía, sabía que las hormigas volverían a treparse por mi cuerpo para generarme de nuevo esas insoportables ansias.
Llegué a un páramo, no sé si esta es la meta, simplemente ya no puedo continuar, no me siento mejor, siento la necesidad de parar y seguir corriendo al mismo tiempo. Estoy agitada, sudo a mares, mi piel está roja como tomate, con la respiración entrecortada me recargo en un árbol, flexiono mi espalda, apoyo las manos en mis rodillas para recuperar el aliento, el sudor en mis ojos no me permite ver, los cierro, empiezo a llorar porque me duele todo y aquí no hay nada, no está la tierra prometida, los logros, los abrazos, la plata que conseguiría si me portaba bien, si hacía todo al pie de la letra. ¡Porque lo hice, maldita sea, lo hice todo, tal como me lo dijeron!
Es una estafa, me siento burlada, me parece escuchar debajo de las piedras a unos duendecillos burlones “Mira, otra ingenua ja, ja”, susurran entre ellos. Me dejo caer resbalando mi espalda sobre el tronco de ese árbol, completamente desolada, perdí media vida en esta estúpida carrera hacia ningún lado, me mintieron, me dijeron que aquí habría algo, o alguien, y lo peor es que ya no tengo energía para seguir avanzando, ni para desandar el camino.
Quizá sea momento de parar. Quizá.
Cierro mis ojos de nuevo, recargo mi cabeza sobre el árbol, escucho una respiración quedita, al parecer aquí si hay alguien, me parece que el árbol vive, respira, la tierra acaricia mis piernas, las piedras se mueven porque los duendes burlones siguen ahí, esperando que me dé cuenta de que hay un temblor imperceptible en todo lo que veo y toco, que parece magia, pero no es magia, siempre ha estado ahí, es vibración, es energía, es la vida ocurriendo.
Tonta de mí, al parecer nunca tuve que buscar nada, quizá no había necesidad de correr, tal vez solo se trataba de aprender a recargarme de vez en cuando, a dejar que la tierra me sostenga. Quizá tengo que reconocer que estoy cansada, y acampar aquí, en este páramo situado en ningún lugar, donde no tengo nombre ni apellido, porque la identidad, la ubicación y el tiempo son experiencias subjetivas, un mero acuerdo social, quizá el truco sea dejar de buscar, y simplemente aprender a estar, aquí, conmigo, con el árbol, con la tierra y con los duendes.
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