“La niña es brillante”, dice la maestra a sus padres, “pero habla muy poco, en los recesos permanece aislada, almuerza sola en una banca, no grita, no corre, no ríe”.
La madre, algo ofendida, replica que en casa la niña si habla, poco, pero habla; solo con ella, pero habla.
Asumen ambas que tan solo es una niña callada e introspectiva. Punto.
Nadie tocó la puerta de su pequeño corazón para entender lo que pasaba, porque los problemáticos eran los otros, los niños rebeldes que incendiaban los baños, y no ella, la callada, la distante, la pequeña sin expresiones. La madre se sentía afortunada de no lidiar con chiquillos como aquellos, los transgresores desinhibidos, que por alguna razón también parecían ser siempre los más felices.
Despierto con un vacío en el estómago, esperen, no es el estómago lo que está vacío, es más arriba, es en el pecho, ahí donde se anida el corazón que no sé si todavía tengo, porque desde pequeña me lo han mordido las pirañas.
Me cubro la cara con las manos, malditos sueños recurrentes, desde que voy a terapia todo va peor, tengo flash back de recuerdos que no quiero recordar: abusos, burlas, la perfección imperfecta, la soledad elegida pero no deseada, las obsesiones, los excesos, una vertiente de historias que me encogen el alma y me hacen preguntarme, ¿cómo he podido aguantar tanto?, y, sobre todo, ¿para qué?
Aguantar se volvió mi estilo de vida, resistir, un poquito, un tantito más. En mi juego interno, castigo a la niña tímida asustándola, poniendo presión en sus pequeños hombros hasta hacerla llorar de angustia y de miedo, para luego premiarla, le digo que, a mayor sufrimiento, mayor gozo devendrá, y ella lo cree, pero este juego compensatorio ya se ha vuelto compulsivo, no recuerdo la última vez que le di un premio.
Para evadir mi mente, escucho música, pero lo siento de nuevo, ahí está, el vacío en el corazón, otra vez. Me meto a bañar para huir de esa sensación, pero mientras froto mi cuerpo con el jabón, lo siento de nuevo, ahí está, el vacío en el alma, otra vez.
Volteo alrededor, y la niña a la que hay que castigar (o sanar, según mi terapeuta) no está, no la encuentro, solo veo en el reflejo del espejo a una mujer de mirada hueca, es linda, pero le falta algo, como sustancia, como relleno, como vida.
-“¿Quién eres?” pregunto.
-“Soy la niña que buscas”, responde.
-“Te ves más vieja”, le digo desconfiada.
-“Mira tu pecho”, me dice, y entonces veo una mancha roja, ahí está el corazón mordisqueado, asustada me llevo las manos al pecho, y siento que ese corazón, al que le faltan tantas partes, aún está tibio, y, por alguna extraña razón, sigue latiendo.
Vuelvo a ver a la mujer del reflejo, le sostengo la mirada, esboza una pequeña sonrisa, y asiente, yo abro los ojos como platos, y por fin entiendo, y asiento también, entonces decido que ya voy tarde, que es momento de suspender los juegos de horror con esa niña-vieja, dejar de acosarla y asustarla, quizá es momento de buscar la extraña razón por la cual mi pequeño y mordisqueado corazón, aún sigue latiendo.
OPINIONES Y COMENTARIOS