¿Donde nace un cuerpo? Tacto, deseo y ceguera

¿Donde nace un cuerpo? Tacto, deseo y ceguera

Se suele pensar que las personas ciegas estamos despojadas de la vanidad, de la superficialidad, del deseo encarnado. Que nuestras pasiones flotan por encima del cuerpo, suspendidas en un plano espiritual, casi místico. Se idealiza una existencia donde no amamos con la piel, no deseamos con el cuerpo, donde nuestros vínculos están desprovistos de las urgencias de lo carnal.

Pero no es así. Podemos amar con la misma intensidad de quien se pierde en una mirada o en la curva fugaz de una espalda. Podemos desear con la desesperación de quien anhela el roce apenas sugerido de una piel. Es cierto que nuestras primeras impresiones no llegan a través de la visión, nada más obvio que eso, pero esto no nos vuelve ajenos al deseo, solo transforma radicalmente su lenguaje.

El deseo en nosotros se agudiza, se expande en la oscuridad, se afina en cada terminación nerviosa. Se activa con un tono de voz que vibra en una frecuencia íntima, resonando en el pecho. Con una risa que explota cerca, inundando el espacio con su calidez. Con el perfume inconfundible que emana de una nuca, anticipando un universo táctil. Con la respiración entrecortada que roza un oído, erizando la piel con su proximidad. Pero, sobre todo, el deseo se enciende y se consume en el tacto: ese sentido que no observa desde la distancia, sino que se adentra en la esencia. Que no contempla una superficie, sino que reconoce relieves y texturas con una atención plena. Que no adorna una imagen, sino que revela la verdad palpable de un ser.

El tacto es nuestro primer cómplice en este descubrimiento. Las texturas son nuestros matices, cada una con su propia historia y evocación: la suavidad aterciopelada de una mejilla, la aspereza intrigante de una barba incipiente, la tersura cálida de una espalda desnuda. Una forma de sujetar una mano puede transmitir protección o anhelo. Una caricia sostenida en la espalda dibuja mapas de músculos y huesos bajo la palma. El roce apenas contenido en la cadera presagia la exploración de contornos más íntimos. Cada gesto, cada contacto, construye una imagen fragmentada pero intensamente sentida. Una espalda puede ser tersa como el mármol pulido o marcada por la vida, ancha como un escudo protector o estrecha y vulnerable. Una cintura se dibuja bajo los dedos como una curva suave que invita a ser abrazada o como un quiebre firme que define una silueta. Una pierna, una clavícula, un omóplato… todo aparece para nosotros no de golpe, como un impacto visual, sino en oleadas sensoriales, en acercamientos curiosos, en fragmentos que la memoria táctil ensambla con atenta pasión.

¿Cómo ve un cuerpo una persona ciega? Lo ve con las manos que exploran cada centímetro, con la boca que reconoce temperaturas y texturas, con el pecho que se presiona buscando la vibración de un latido, con las yemas de los dedos que leen relieves minúsculos, y con las comisuras del deseo que anticipan la intimidad. La imagen de un cuerpo se nos entrega paso a paso, en una danza lenta y reveladora. Un abrazo fraternal que se prolonga un instante más de lo esperado, dejando la huella imborrable de una cercanía. Una piel que se ofrece al tacto, revelando su suavidad o su calidez. Un cabello que cae como una promesa entre los dedos, una cascada de sensaciones. Un rostro que no se mira con los ojos, sino que se bordea con la delicadeza de un explorador, descubriendo la forma de los pómulos, la curva de la mandíbula, la textura de la frente.

Unos labios. Primero, el dibujo leve con los dedos, trazando el borde húmedo, presintiendo la curvatura que invita. Luego, el contacto directo, el beso que trasciende el simple acto: es lectura táctil, un diálogo sin palabras. Los labios se conocen al besarlos, descubriendo su forma, su presión, su temperatura, su respuesta. Si tiemblan con una emoción contenida, si muerden con una pasión apenas reprimida, si se abren en una invitación silenciosa. Un beso para nosotros no es un gesto fugaz, es un mapa detallado de un territorio desconocido que se explora con lentitud, con hambre, con una entrega total de los sentidos.

Las caricias no son solo la expresión del deseo; son el cincel que esculpe una imagen en nuestra mente. Son trazo a trazo, la construcción paciente de una presencia física. Son lo más parecido a ver que experimentamos, y en ocasiones, la intensidad del tacto puede superar la fugacidad de una mirada. Una pierna se dibuja a través de la presión firme del muslo, la flexibilidad suave de la rodilla que cede bajo la mano, la delicada curva del tobillo que se amolda entre los dedos. Las caderas se insinúan primero como suaves elevaciones, se rodean después con la curiosidad de las manos, se abrazan con el cuerpo entero. La piel que se eriza al rozarla, besarla o tan solo respirar sobre su superficie, todo ello hasta grabarse en la memoria de las manos.

Lo que para otros emerge de golpe —en una fotografía reveladora, en una mirada intensa, en la insinuación de un escote—, para nosotros emerge lentamente, con la participación activa de nuestros sentidos. Con la boca que roza una piel erizada, con la lengua que saborea una gota de sudor, con los dientes que marcan un límite en un juego íntimo, si el deseo lo permite. Nos toma más tiempo construir esa imagen, y quizás por eso la vivimos con una urgencia palpable, con una intensidad que nace de la exploración y el descubrimiento. Porque lo carnal, para nosotros, no es un dato visual; se gana con cada contacto, se explora con cada caricia, se reconstruye en cada encuentro.

Conocer el cuerpo de alguien no es un instante capturado por la luz: es un camino sensorial que se recorre con paciencia y entrega. Un cuerpo no es un objeto estático, sino un proceso dinámico de exploración táctil. Se recorre con la palma abierta que busca la calidez, con el torso que se presiona buscando la vibración, con el pecho que roza con anhelo, con las piernas que se entrelazan en un abrazo silencioso, con los dedos que tiemblan, tantean, dudan y finalmente insisten en el descubrimiento.

Por eso, en la ceguera, el erotismo no es menos intenso; a menudo, se revela como más profundo, más táctil, más visceralmente presente, más encarnado. No se trata de lo que se ve con los ojos, sino de lo que se siente con la piel y de cómo se siente. Y sobre todo, de lo que se recuerda después con los dedos que aún vibran con la memoria del contacto, cuando ese cuerpo ya no está presente, pero su huella táctil perdura en la piel y en la memoria.

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