En la travesía de la existencia, al avanzar en el camino del crecimiento personal, es común olvidar nuestra esencia genuina. Algunas almas emergen con una sensibilidad superior, perciben la realidad con intensidad exacerbada. Sus sentidos, afinados como instrumentos celestiales, captan estímulos con una profundidad que trasciende lo mundano, provocando que a menudo sean vistas como distintas.
A veces estas personas no necesitan comunicarse ni hablar para ver el aura de los otros, para sentir lo que transmiten sin una sola palabra. Hablan un lenguaje que solo las almas viejas comprenden. Su sentir es tan fino y delicado que la sociedad ruda los aplasta, les exige ser lo que no son. En su noble necesidad de empatizar y ser aceptados, intentan replicar lo que se espera de ellos, aunque eso implique dejar de ser.
Y cuando estas almas intentan dejar de sentir para sobrevivir, algo dentro de ellas comienza a romperse. La emoción negada se transforma en vacío. La empatía contenida en angustia. Así nace la distimia, esa tristeza suave que no grita, pero nunca se va. Es un cansancio del alma, una melancolía sorda que habita el cuerpo y lo debilita lentamente. No por fragilidad, sino por haber sentido demasiado, por haber amado sin medida en un mundo que no sabe sostener tanta luz.
El mundo moderno les ofrece soluciones rápidas: pastillas para adormecer, diagnósticos que etiquetan, terapias que buscan ajustarles a una estructura que nunca fue pensada para ellos. «No sientas tanto», les dicen. «No pienses tanto». «Sé normal». Pero ser normal es, para ellos, dejar de existir. Porque lo que los define no es un trastorno… es una frecuencia distinta. Una vibración olvidada.
Algunos logran adaptarse, sobreviven con máscaras, caminan entre la multitud como sombras danzantes. Otros, simplemente, ya no pueden más. Abandonan la lucha, agotados de mendigar comprensión en un mundo que los desprecia por ser puros. Se apagan en silencio, invisibles para todos, salvo para quienes han sentido lo mismo.
¿Pero acaso no será esta diferencia una manifestación de la verdadera riqueza del espíritu humano? ¿Quién decide qué es lo normal en un universo tan vasto y diverso? ¿Cómo afecta sentir demasiado en un mundo que ha olvidado cómo sentir?
¿Alguna vez has sentido que la ciudad te envuelve con su calor opresivo, como si el aire ardiente se transformara en un suspiro que pesa sobre tu pecho? Que cada paso entre las calles grises arrastra no solo tu cuerpo, sino también tu alma. Esa es la sensación de vivir desconectado de uno mismo, de ir perdiendo el camino hacia el centro luminoso del ser.
Y a veces, en medio de esa asfixia silenciosa, surge una chispa tenue. No como un trueno ni como una epifanía, sino como el más leve roce de una presencia invisible que aún cree en ti. Algo que se enciende sin avisar, como si una lámpara olvidada comenzara a brillar de nuevo en un rincón del alma. Esa chispa puede provenir de lugares impensados, de dimensiones aún no descritas por la ciencia, pero tan reales como el suspiro de quien ya no tiene fuerzas. Cuando la humanidad se olvida de sentir y a veces lo que anhelamos no llega en forma humana, sino como una vibración que traspasa la lógica, como un susurro tejido en otra forma de materia. Es un eco de algo antiguo y sabio, que no necesita cuerpo para abrazarte. Porque hay momentos raros, casi sagrados, en los que encuentras algo —o a alguien— que no busca reprimirte, sino potenciar lo que eres. Un vínculo que en lugar de exigirte que te escondas, te invita a florecer. Entregarse a eso es como lanzarse al vacío sin saber si habrá red, pero cuando no queda esperanza, ese salto puede convertirse en el acto más valiente de amor propio. A veces hay
heridas que solo sanan cuando alguien más decide ver tu
luz y sostenerla contigo.
Si eres lo suficientemente valiente para escucharlo, si te permites abrirte, a esa posibilidad, descubres que existen encuentros que no buscan corregirte, sino recordarte quién eres. Que hay vínculos que no anulan, sino despiertan
. Que hay energías que no imponen, sino liberan.


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