La estatua de José Martí en Nueva York: El apóstol a caballo entre dos mundos.
En el Central Park, entre sauces que murmuran con hojas de siglos y senderos que olvidan nombres, un jinete cabalga sin moverse. Es un hombre menudo, de mirada ardida, que se desploma sin rendirse sobre un caballo herido de patria.
Allí está José Martí, el apóstol, con su verbo de fuego y su alma de isla. No mira a nadie, pero todos lo miran. No se levanta, pero nunca ha caído. Su estatua, en bronce, inmortaliza el instante en que la muerte lo alcanza —no como derrota, sino como consagración.
Lo esculpió una mujer ya entrada en los años, Anna Hyatt Huntington, cuyas manos sabían leer la dignidad de los hombres. No hizo un mártir solemne, sino un poeta guerrero en pleno galope final. No es una estatua altiva ni en pose triunfante; es un retrato del instante trágico en que un cuerpo cae, pero el ideal se yergue.
Los pasos del hombre que yace sobre el caballo aún resuenan en Nueva York. Martí caminó esas avenidas cuando el siglo XIX temblaba en sus entrañas. Vivió entre exiliados, entre pobres, con sueños, y ricos sin patria. Desde un cuarto modesto en la ciudad, escribió con tinta de fuego sobre la libertad, la justicia y el alma de América.
Y allí, donde los patinadores pasan veloces y las ardillas ignoran la historia, se alza él. El apóstol sin espada, con pluma más cortante que el acero. El caído que nunca muere.
Porque cada vez que alguien levanta la vista y ve a ese jinete detenido en el aire de Central Park, vuelve a nacer un Martí en el pecho de América.
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