El club de las niñas rojas

Hoy le conté que me había pasado la vida entera peleando, defendiéndome, desgastando las garras que hoy tanto me muerdo.

Le conté que, de pequeña, antes de los seis, yo tenía un amigo imaginario que se llamaba Rata y que era mi compañero de batalla en las peleas —también imaginarias— que tenía contra el mal, en el patio de mi casa. Le conté que, en algún momento de mi infancia, me despedí de él y lo olvidé, sin imaginar siquiera que, más adelante, me haría falta un compañero para las peleas —más reales— que me puso la vida.

Le conté que en primaria ya no me peleaba con los monstruos de mi imaginación, sino que entonces me peleaba con las amigas mayores de mi hermana; que me peleaba con cualquiera que me viera —no importaba si me veían «bonito» o «feo»; en ese entonces, con que me vieran ya era suficiente—; que me peleaba con cualquiera que me quisiera molestar, y que, sobre todo, me peleaba con las compañeras que tenía en la «B», porque a mí me habían cambiado de la «A» a la «B», ya que la profesora de la «A» parecía también odiarme y me había separado de todo el salón, obligándome a sentarme en una mesa alejada de todas y cerca de la suya.

Era estricta, nos jalaba del cabello y un día no me permitió ir al baño, así que no pude aguantar y me oriné en clase. Nunca supe qué pasó después; solo que me cambiaron de clase. Pero, por lo curioso de la raza humana y esa pelea constante entre clases, tuve que defenderme en todos los recreos de tres niñas que creo que nunca supieron a ciencia cierta la rabia que les causaba la letra «A», o las niñas que se ponían rojas, o las colas altas, o qué sé yo… porque tampoco lo supe nunca a ciencia cierta.

Y le conté que no sé cómo ni en qué momento, pero que, en un recreo, mientras me defendía de los golpes, los jalones de cabello y demás agresiones —no sé si fui yo o fue alguna de ellas—, nos detuvimos, y alguien dijo: «Ya me cansé. ¿Quieres que seamos amigas?». Y así fue como empecé a descubrir los misterios y las ironías de la vida. Me di cuenta de que quien sea que hubiera estado escribiendo mi historia había decidido darle un giro inesperado y absurdo a todo, y me hice amiga de esas tres niñas igual o más confundidas que yo.

Ahora, sigo pensando que fue una estrategia inteligente, porque gastarse los recreos entre golpes nunca había sido un plan mío, y aunque esa amistad tampoco duró mucho, nunca nos volvimos a «agarrar a piñas» (por lo menos, no con ellas).

Le conté que, a la par, mientras me peleaba en el colegio, en casa tenía otros campos de batalla: a veces con mi hermano por el control del televisor; a veces con mi hermana —no recuerdo ni por qué—; a veces con mi prima (de mi misma edad) por juegos tontos y comparaciones más tontas aún a las que nos sometían los «adultos» de mi casa; a veces con algunas tías —porque creo que no tenían nada mejor que hacer—; y a veces con unos primos o con un vecino que venía a comer al restaurante de mi mamá y le gustaba molestarme.

Pero, aunque muchas de esas peleas no fueron importantes, había otras que lo fueron de sobremanera, y ahí nunca pude decir que estaba cansada ni hacer la paz con mis agresores. A veces tampoco pude defenderme del todo, y aún tengo algunas heridas de esas batallas que, si las toco, todavía sangran… así que no voy a tocarlas.

Hablaré de mis otras peleas, las que ya cicatrizaron, las que ya no duelen ni sangran, las que son como mis logros de guerra: «medallitas».

Le conté que, en secundaria, hubo una chica, y varias otras, que, aunque no le tenían rabia a ninguna letra, también descubrieron que, si me molestaban, me ponía roja, que las colas altas eran una invitación de «jala aquí» y que, por alguna razón, yo era algún tipo de “rage room” a donde ir a descargarse y romperlo todo. Me pasé tres años de secundaria defendiéndome y peleando, con una chica y con más de una, sin entender nunca qué era lo que había en mí que les causaba tanta reactividad.

Le conté varias de mis mejores batallas, la mayor parte de ellas de antes de cumplir los 15, pero no le conté que, en el fondo, entendía por qué me molestaban. No le conté que, a la par —y creo que desde antes de despedirme de Rata—, también tenía batallas internas. No le conté que, adentro mío, también había alguien que me odiaba y que, a veces, todavía sigo peleando y defendiéndome de ese alguien.

No le conté las batallas que más me dolieron ni de las que todavía no hablo.

Le conté que me había pasado la vida entera peleando, defendiéndome y desgastando las garras que tanto me muerdo, pero no le conté que aún tengo batallas, que las peleas no han parado, ni que cada vez estoy más cansada y que creo que es por eso que me estoy acabando las garras.

Quise contarle que soy fuerte y superada, como creí que era en cada una de esas peleas; quise demostrar que todo eso me había hecho quien soy ahora, y que estoy feliz de eso, pero no sé aún si lo logré; a veces, las medallitas me pinchan o me cortan y no puedo saber realmente si estoy feliz de tenerlas.

Ahora ya no pertenezco a ninguna letra, ya no tengo adultos que puedan pasar por encima mío, ya nadie puede jalarme de la cola porque ya me corté el cabello, pero a veces todavía me pongo roja cuando me molesto, y a veces todavía hay alguien adentro que, aunque no sé por qué —y tampoco creo que ese alguien lo sepa a ciencia cierta—, parece que me odia.

Hoy no peleo como antes. Ahora sólo muerdo cuando es necesario. Y, a veces, dejo que las heridas cicatricen sin arrancarme la piel.

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