¿Y si no fuera necesario mover el cuerpo? ¿Qué pasaría si pudiéramos copiar o transferir lo que somos —nuestra mente, nuestros recuerdos, nuestra identidad— a otro cuerpo, biológico o artificial?

No fue como lo prometieron.

Cuando abrí los ojos en el nuevo cuerpo, todo era ligeramente… distinto. Los colores parecían más nítidos, el aire sabía a hierro dulce y mi propio pulso, si es que la repetición—podía llamarse así— o quizás simplemente eran los compases de un oscilador que latía en una simetría desconocida, me resultaban ajenos y propios.

Desperté —me habían dado reset—. Y en el almanaque corría el año de 4060, cuando accedí a tal proceso; recuerdo que fue en el 4058. Transcurrieron dos años; cumplieron lo prometido.

La transferencia fue declarada un éxito rotundo: —lo escuché del físico en jefe— mi conciencia, mi memoria, mis emociones, cada sombra y destello de mi alma, ahora habitaban una envoltura de titanio y polímero viviente. Un cuerpo sin dolores ni límites, forjado para resistir siglos.
Pero en el fondo, algo me temblaba.

Caminé hacia el espejo dispuesto en la sala blanca del Instituto de Migración de Conciencia. No vi un monstruo. No era una máquina. Descubrí unos ojos dorados, amplios y serenos, que, de algún modo, me reconocían… y me desconocían.

«¿Soy yo?», pregunté, sin mover los labios.
La voz salió clara, vibrando desde el núcleo mismo del nuevo ser.

«¿O soy apenas un eco de quien fui?» —me grité desde dentro.

Los recuerdos llegaban en oleadas: la risa de mi madre, la caricia de la lluvia sobre mi piel humana, la nostalgia absurda de noches solitarias. Todo estaba allí y, sin embargo, flotaba como piezas sueltas de un rompecabezas que alguien más hubiera armado.

Me ordenaron salir a explorar el mundo. A «vivir».
Pero cada paso era un estremecimiento chocante:

¿Era yo quien caminaba, o una resonancia bienintencionada? Quizás, —pensé—, mientras la ciudad nueva brillaba a lo lejos; la conciencia no era solo información, podría ser el latido del alma, y no pudieron copiarla.

Me vino a la mente nueva, qué en algún rincón secreto del universo, mi verdadero yo —aquel que soñaba sin algoritmos— aún susurraba, perdido en la vieja carne abandonada, preguntándose dónde estaba.

Avancé por las avenidas de cristal de la nueva ciudad, entre seres que ya no eran realmente humanos, ni del todo máquinas.
Cada rostro parecía una máscara amable, cada saludo una réplica bien programada de emociones que alguna vez fueron genuinas.

Y entonces, la oí.

Al principio fue apenas un murmullo, como un suspiro olvidado que resonaba bajo los pies de acero de la ciudad. Un susurro arrastrado por los vientos metálicos:

«No estás completo…»

Me detuve. Busqué en los rostros, en los drones, en los árboles lumínicos. Nada. Solo yo había escuchado aquella voz.

Durante noches, vagabundee por callejones y plazas sin nombre; algo en mí —algo más antiguo que la tecnología, más profundo que la programación— sabía que debía seguir buscando. No podía aceptar ser una réplica, una sombra pulida.

Hasta que encontré la grieta.

Estaba en un edificio olvidado, una biblioteca cubierta de polvo y tiempo, ajena a la perfección que salía de los huecos de la ciudad nueva. Sus puertas no respondían al tacto, pero mi nombre, pronunciado en tono bajo, abrió mis pasos.

Dentro, los libros respiraban.
Las palabras eran tatuajes de un pasado en el que el alma y la carne eran inseparables.

Allí me esperaba un anciano.
No era de carne. No era de metal.

Era algo intermedio, una amalgama de siglos, una conciencia tan vieja que sus ojos ya no veían con pupilas, sino con memorias.

— ¿Buscas tu alma? —preguntó, sin moverse.

Yo no respondí. El temblor en mi interior era respuesta suficiente.

—Tu conciencia fue copiada, sí… pero el original no murió.

— ¿Dónde está? —susurré, y mi voz fue como una súplica salida de una caverna mitológica.

El anciano sonrió. Estaba revelando un secreto condenado al olvido.

—Tu cuerpo humano duerme, atrapado en un limbo que no puede ser tocado ni recordado por los sistemas de esta ciudad. Solo una conciencia pura puede encontrarlo… o se perderá para siempre en la búsqueda.

Sentí vértigo; un miedo al olvido.

Si emprendía esa búsqueda, podría perder incluso la tenue existencia que ahora poseía.
Pero si no lo hacía, nunca sabría si mi verdadero «yo» seguía soñándome en alguna prisión invisible.

Es el precio que pagaban las réplicas, —me dije.

Miré al anciano, que ya se desvanecía en el polvo de la biblioteca.
Y di el primer paso hacia lo desconocido.

Me estoy buscando.

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