¿Y los sueños, sueños son?
Antes de descender, Lyam se detuvo en la orilla de la eternidad, contemplando por última vez los vastos campos de luz donde las almas, despreocupadas, aprendían los misterios de la vida. Allí el tiempo era un concepto ajeno, una palabra innecesaria. No existían tristezas ni ansiedades; solo un gozo sereno, sutil, tejido con continuaciones de sabiduría silenciosa, tan profunda como un océano sin olas. Era un saber que sabía de su propia inacabada sapiencia, y, sin embargo, sonreía.
— ¿Estás listo?—susurró una voz que no provenía de afuera ni de adentro, sino de ambos lugares al mismo tiempo.
Lyam no respondió con palabras. Se inclinó, levemente, en una reverencia antigua hacia esa entidad que conocía más allá de los nombres. Una preocupación leve recorrió su esencia: sabía que al cruzar olvidaría su propósito, su promesa.
Pero también sabía que el olvido era parte del juego sagrado: recordar, a pesar de todo, era el acto supremo de amor.
Cerró los ojos… y se dejó caer.
Comenzaron entonces los primeros latidos de una nueva vida material. Lyam se acurrucó en la caverna tibia de un vientre humano, su conciencia se fue encogiendo hasta ser apenas una chispa palpitante. Ya no era un océano. Era la promesa de unos ojos que aún no veían, de unas manos que aún no tocaban, de un corazón que sabía amar antes de aprender a latir.
Dentro del feto, la conciencia no era pensamiento, sino murmullo: «Estoy aquí… estoy llegando…». Percibía el tambor lejano del corazón materno, y una marea dulce de olvido empezó a envolverlo, como si el universo mismo intentara acunar su memoria eterna en sueños densos.
A veces, entre esa penumbra cálida, y destellos, surgían fragmentos de paisajes imposibles, aromas de flores que ningún jardín terrestre había conocido, nombres de seres que eran ya apenas ecos.
Lyam abrazaba cada visión fugaz como quien despide a un amigo en un tren que parte hacia lo desconocido.
Hasta que llegó el día.
El mundo tembló y se desgarró en sonidos brutales. La tibieza de su último refugio estalló como una burbuja, y un aullido primitivo cruzó su ser diminuto. Lyam dejó de ser Lyam.
Mientras descendía por el canal del parto, entre contracciones y gritos, tuvo un último destello de conciencia:
«Recuerda que eres más grande que el olvido.»
Y entonces, la luz.
Una luz intensa, casi cruel, perforó sus ojos recién formados. El aire frío se abrió paso en sus pulmones vírgenes como un latigazo. Lloró, pero aquel primer sollozo no fue solo físico: fue el grito de un alma que, por amor, aceptaba el dolor de la separación.
Había renunciado a su casa de luces, a sus esencias afines, a su reposo. Había elegido, de nuevo, vivir.
En un rincón oculto de su nueva mente, guardó una semilla: la memoria de una promesa antigua, una certeza mínima de que, en medio del ruido y del olvido, recordaría.
Y así, respirando, llorando, palpando el nuevo elemento con sus manitas temblorosas, nació. Lo llamaron Ángel.
Fue como empezar de nuevo, y a la vez, como retomar un sendero ya trazado en la eternidad.
El tiempo, ahora sí existente, pero incomprendido, comenzó a envolverlo.
A los cinco años, en las noches, Ángel soñaba con campos imposibles, con llanuras de plantas azules y cielos donde dos soles se abrazaban. Al despertar, lo embargaba una tristeza dulce, como la nostalgia por un hogar que nunca había visitado en esta vida.
— ¿Por qué estoy aquí?—preguntaba a su madre mientras ella peinaba su cabello.
Ella reía, pensando que era una de esas preguntas curiosas de niño.
Pero para Ángel, la pregunta era un peso real, una urgencia. Era una punzada que rozaba la memoria, como una melodía que no conseguía recordar.
Con el tiempo, aprendió a callar.
Cuando hablaba de sus sueños o de sus amigos invisibles, los adultos lo miraban con preocupación o indulgencia.
Pero la semilla seguía viva.
A veces, en momentos inesperados —el murmullo del viento entre los árboles, el roce del agua, llegaba una melodía pérdida—, su alma vibraba como una cuerda antigua, y entonces intuía, era más que un niño. Era un caminante de estrellas, disfrazado de humano por amor al conocimiento, por amor a la Tierra, por amor al Todo.
Y así vivió, envuelto en los vericuetos de la existencia humana. Silenciosos, lleno de creaciones, alegrías, tristezas, reveses, amores. Hasta que, ya anciano, sintió de nuevo la llamada.
Y comenzó a preparar su viaje de regreso, esta vez penetrando con los ojos del alma el velo de la vida.
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