Vivo en una época donde el tiempo se me escapa entre los dedos,
y la promesa de la longevidad brilla como un espejismo entre miedos.
Pero yo no quiero más años para tener más,
sino más años para sentir, para mirar sin prisas, para quedarme en paz.
No persigo el éxito como meta ni la fama como huella,
busco algo más radical, más esencial, más de estrella.
Quiero seguir vivo para ser testigo,
del paso del tiempo, del latido amigo,
del cambio suave o feroz de los que amo,
de la historia que gira, del mundo que llamo.
Si el destino se atreviera,
si lo improbable se volviera primavera,
quisiera hasta ver otras inteligencias más allá de la razón,
no por ciencia ficción,
sino por amor a la verdad,
por esa dulce y extraña necesidad
de saber que no estamos solos en esta inmensidad.
No necesito poseer, ni hijos que hereden mi nombre,
ni un mañana glorioso que grite a los hombres.
Necesito vivir. Ver. Comprender.
Ser testigo del girar del mundo, del amanecer.
De la evolución de aquellos que tocan mi alma,
de los ciclos que dentro y fuera se enredan con calma.
Y si algún día una nave me arrastrara a otro sol,
si mis órganos fueran diseccionados por un fin mayor,
no sentiría terror, sino un extraño honor:
el de haber visto una sociedad distinta,
y con eso… ya me basta la tinta.
Eso, para mí, ya es una forma de eternidad.
Otros llaman a esto rareza.
Yo lo llamo vida plena, certeza.
Donde otros buscan en lo sagrado o en el dogma sentido,
yo lo hallo en lo real, en lo vivido.
No por rebeldía reniego de los dioses,
sino porque no creo en guerras ni en voces
que nacen del miedo y siembran dolor,
sino en lo que abre mundos con amor.
Quizás ahí resida el secreto escondido,
en esta forma de vivir sin grandeza ni ruido.
Una vida sin tenerlo todo,
pero deseando verlo todo,
sentirlo todo,
aunque no lo alcance todo.
Porque en la mirada larga,
hasta lo inalcanzable…
se vuelve hogar.
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