Algunas casas esperan ser habitadas. Otras atraen lo que no debería existir. Hay una historia en la que aún con 40 años de vida sigue clavada en mi memoria. Me fue contada cuando apenas tenía 11 años y todavía siento que la escuché ayer.
Mi tía, ya mayor entonces, trabajaba como asistente en un hogar de ancianos. Me contaba su recuerdo de que la muerte era cosa de todos los días, un fenómeno natural en ese lugar.
Muchos morían solos y en paz. Pero otros… otros veían a una mujer. Se decía que era el espíritu que habitaba la casa. Algunos la llamaban una entidad. No tenía nombre. No hacía falta.
No siempre se dejaba ver, pero sí muchos aseguraban oírla en las noches, siempre rondando.
Mi tía era escéptica. Decía que en lugares así, donde la muerte ronda cada rincón es fácil inventar fantasmas o historias. Hasta que una noche le tocó hacer guardia.
Las guardias eran rutina. Consistían en poder asistir a los residentes, controlar tratamientos, asegurarse que todos estuvieran bien y pudieran dormir en calma. Pero esa noche traía algo distinto.
El viento, siempre presente en aquella casa de pasillos largos, se detuvo. Un silencio denso cayó sobre todo, de esos que parecen tener cuerpo, casi puedes tocarlo. Uno de esos que trae algo consigo.
Desde los cuartos se oían lamentos. No era raro, gente con dolores, gente a punto de irse. Un quejido, un suspiro, algún llanto bajo.
Hasta que se escuchó otro llanto, uno diferente. Afuera.
Era de una mujer. No un llanto cualquiera, un llanto que atravesaba las paredes. Mi tía, preocupada, pensó en salir a ayudar, pero el paciente con el que se encontraba le susurró:
– No vaya señora. Es el espanto que viene a veces, nada bueno resultara de ir a verla y los que la han visto, al tiempo pasan también.
El llanto lastimero comenzó a dar vueltas alrededor de la casa, desplazándose por la calle, por los rincones de la casa. Hasta que cambió y comenzó a escucharse mas cerca, inmediatamente después, en el piso de debajo de la casa.
Todos se encerraron en sus cuartos. Nadie abría. Nadie hablaba. Todos esperando que la “señora” pasara rápido. Que se fuera.
Pero no, los llantos subían por las escaleras, cada vez mas cerca.
Mi tía, aun sin creer del todo, sintió la obligación de ayudar, para eso estaba ahí y ¿si era alguien que necesitaba ayuda?
La mujer seguía llorando. Ahora en un tono más grave, desgarrado. Se movía despacio. Rozaba las puertas con las uñas, dejando un sonido seco y agudo, como si arañara madera vieja.
Su sombra se deslizaba bajo las puertas.
Cuando pareció que ya se estaba alejando, decidió salir a ver. Al momento de salir de la habitación, por el rabillo del ojo, alcanzó a ver una túnica, sucia y hecha jirones, agitándose en un viento que no existía.
Ella solo alcanzó a decir:
– ¿Puedo ayudarla?
Mientras siguió escuchando el lamento a lo lejos, sintió un escalofrío de golpe. El corazón le golpeó el pecho y escuchó un grito desgarrador, detrás de ella, a un lado de su oído:
– ¡ ¡ ¡Quiero a mis hijos! ! !
Y así como se escuchó. Así mismo se fue.
Nadie escuchó aquel grito, pero nadie puso en duda lo que dijo.
Aquella noche 3 abuelitos dejaron el mundo.
A veces, en las noches más quietas, el llanto vuelve. Todos siguen cerrando sus puertas. Y cuando llora, la casa recuerda que no está vacía. Mi tía sigue recordando que ella la vió, y no pasa un día sin que piense cuándo el llanto vendrá por ella.
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