
Se desvanecían las últimas gotas que repiqueteaban aquel invierno de octubre de 1944. El exquisito sonido de la lluvia, que, poniéndome a pensar, quizá en otro planeta no sea tan importante como lo es para mí, o al menos para la humanidad en esta Tierra.
El café quiso acompañar a la lluvia esa mañana, y su mágico olor hizo que mi cuerpo se dispusiera a sentir el suelo con mis dedos.
Me asomé a la ventana solo para apreciar el cirrocúmulo de nubes dibujado en el cielo.
Luego de haber degustado aquel pan y café, solo pensé en trabajar, como siempre. Así que me marché aquella mañana para la bahía donde fungía en el mundo navío como maquinista.
Casi siempre mantenía mi mente distraída y le prestaba nada o poca atención a mi entorno, más cuando cavilaba mientras trabajaba. El enfoque que mantenía era tal que no le prestaba atención a las mujeres cual hombre promedio envuelto en babas.
Recuerdo que ese día justo después de haber degustado mi almuerzo y que el invierno estaba a punto de llegar a su etapa culmen del año, avisté a una mujer que no pude dejar pasar. Esa sensación tan única cual cuento de hadas que por momento no puedes creer que sea tan real. El único fallo fue que al verla, estaba poniendo un pie en la embarcación, una que pronto se marchaba. No tuve mucho tiempo para sacar una vieja libreta y un lápiz, escribí mi nombre y mi horario habitual laboral. Justo antes de zarpar, coloqué el papel en una de las grietas del barco y le señalé. Ella se asustó un poco sin embargo asintió con recelo. Claramente no sabía de quien se trataba mi persona y cavilé en que probablemente pensaría que era un loco o algún demente.
Pasaron 6 meses cuando meditabundo supe que jamás me encontraría con aquella mujer. Recuerdo estar extasiado reposando un poco parapetado en la bahía, como solía acostumbrar.
—¡Olvídate de una vez por todas de ella!, ¿crees que todo sucederá por arte de magia? Vuelve a la realidad mejor—me dijo un compañero de planta, fumándose una vieja pipa mientras me ponía la mano en el hombro—. Pero había algo en mi interior que me decía «es ella». Había pasado por escenarios complicados con mujeres, mas en el fondo mi corazón tenía la esperanza de encontrarme con aquella mujer a quien le diera todo de mí, y en quien me podría abandonar a sabiendas de que cuidaría mi corazón, y claro, yo protegería el de ella.
Cuando el viejo se marchó, acribillado por la decrepitud, no me percaté de que una embarcación acababa de llegar y la vi: mi corazón no pudo controlar la velocidad de mis latidos, «soy un loco, ella no sabe nada de mí, iluso» medité. Pero al bajar, ella me sonrió y se acercó:
—¿Eres el del papel en la grieta?—repuso.
Asentí amedrentado por la incertidumbre de aquel encuentro.
—Más que el del papel en la grieta, soy un maquinista no tan veterano de acá de la bahía—. Pero justo cuando me empezaba a acostumbrar de su presencia, el silbido del retorno a la labor me obligaba a marcharme, así que me dispuse a dar un paso del que nunca me arrepentiría.
—Si hoy no estás ocupada más tarde, podemos ir cerca de la ciudad a comer algo… Claro eso solo si…
—Me gusta la idea—repuso sin dejarme gesticular.
Nos pusimos de acuerdo y nos vimos ese día al anochecer. Encontré ese día la luz que repara cualquier noche de completa obscuridad. Sus manos se entrelazaron con las mías y me di cuenta de que jamás me había sentido tan cómodo con una mujer. Era como si Dios la hubiese hecho para mí y como si Dios me hubiese hecho para ella. Lo triste fue saber que a la mañana siguiente debía zarpar hacia su país natal, Puerto Rico.
Cuando estuvimos en la bahía muy temprano, zarpó en el navío. Nos dimos un beso tan corto como el tiempo que pasó mientras estuve con ella. Mientras veía el bote alejarse mis lágrimas recorrieron mi rostro como si quisieran abrazarme.
El tiempo se vuelve oro con la persona que amas, pero pasa tan rápido como un cometa besando la atmósfera; se vuelve lento cuando estás lejos de esa mujer que se vuelve parte de ti, de tu cuerpo.
Nuevamente pasaron 6 meses para volver a ver la hermosura de su rostro, abrazarla y sentir su suaves manos. Pequeñas al lado de las mías pero hermosas y perfectas eran más todavía, cuando con la simpleza de una caricia me hacía el hombre más feliz.
En la distancia nuestras cartas se tardaban dos meses o más en llegar. Así que cuando ella llegaba, disfrutaba cada instante de su piel, besaba apasionado lo que a ella le llamaba defectos. Si ella hubiera podido verse con mis propios ojos, se daría cuenta de lo que me hacía sentir cada vez que me tocaba, o emulaba un sonido con su voz, me acariciaba los labios con los míos o de tan solo apreciar su existencia y agradecerle a Dios por ello.
Mileidy fue como una oración hecha mujer que Dios me brindó sin haber esperado. Apareció como una estrella y hoy es la luna que ilumina mis noches, el viento que abraza mis montañas. Porque es mi «Leidy».
La última vez que llegó, sucedió que, mientras nos reíamos, en mi mente se detuvo el tiempo: escuché su voz reír en forma de eco, aparecié su belleza, y me di cuenta que sin la necesidad de tener dinero, el oro había llegado a mí sin ser un pirata, solo por la voluntad de Dios quien me hizo ver que me había dado una joya sin avisar. Y yo, feliz, me dispuse a decirle: «Claro que te agradezco señor mío».
De niño siempre deseé una familia, ser un padre ejemplar, y tener una esposa con un corazón grande…
Hoy estoy en la bahía, y veo hacia el horizonte: mi mujer, mi futura esposa viene pronto. Daré lo mejor de mí hasta que mi corazón caduque y yo deje de oxigenar. Pero mientras tenga vida le daré todo lo que merece. Sus tristezas van a perecer y sus alegrías van a proliferar. Y como yace escrito en la Sagrada Biblia: «dos es mejor que uno» así que si algo ocurriera, somos más fuertes juntos.
Ahora me preparo para su llegada, con el corazón para formar la familia que siempre hemos deseado, así justo como la primera vez, una diosidencia que no puede ser coincidencia, como un papel en la grieta.
Dedicado a

mi futura esposa: Mileidy.
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