La incoherencia de la linealidad
Notas clínicas sobre el pensamiento y sus síntomas
Capítulo I: Catar la conciencia, un síndrome de ambigüedad
Todos queremos tener razón en algo. Sin embargo, la razón carece de contundencia ante la emoción, y la emoción carece de una razón abrumadora. Como hombre, creo y considero —mas no ratifico ni manifiesto— que la razón es la calma disfrazada, que versátilmente se escapa para nunca ser encontrada. Tal vez la razón no sea más que un eco que se disfraza de certeza antes de desvanecerse en el silencio.
Como se cata un café o un vino, catar filosofía en Latinoamérica es un proceso que se enriquece en la prueba de las grandes marcas y en el hallazgo, casi íntimo, de una complejidad inesperada en las más discretas. No nombraré personajes, tampoco corrientes, mucho menos pensamientos ya paridos. Supongamos algo: hace doscientos años, o quizás muchos más, algunos materializaron sus pensamientos en escritos que hoy representan el profundo “ser” de la filosofía. Yo, formado en la medicina, diré que esos pensamientos fueron el producto de múltiples interacciones bioquímicas y físicas corporales que engendraron un resultado —que para el catador puede ser exquisito… o tal vez decepcionante. Cada interacción, minúscula o mayúscula, es un orden o un desorden que aún no entendemos. Pero de ese caos nace, a veces, algo digno de ser catado.
El haber crecido en Guatemala, donde las bases literarias y filosóficas se respiran en cada esquina, propició un escenario de aprendizaje constante, donde me decanté —en un momento de imprecisión y juventud— por estudiar medicina. Las ciencias médicas aplicadas me acercaron, como a muchos, a concebir ideas de choque científico-filosófico. En cada diagnóstico, en cada cuerpo ofrecido al estudio o expuesto al dolor, también aparecía la pregunta ineludible: ¿qué somos más allá de lo que se puede medir? Desde allí, desde ese umbral entre lo tangible y lo invisible, comenzó mi camino, uno que no lleva nombre ni destino, pero se despliega con cada acto consciente.
No anhelo descubrir el incierto, porque el incierto es para otras mentes, para otras realidades. Busco la simpleza y la admiración del ahora y su utilidad manifiesta, porque creo que uno es la suma de experiencias entrelazadas a los constantes choques moleculares corporales.
Hasta donde vamos, probablemente más de algún lector haya identificado corrientes o aspectos de lo trascendental, o incluso de la existencia, y su refinado raciocinio dirigirá la lectura hacia premisas concebidas a partir de sus propias experiencias, matices y singularidades existenciales. Sin embargo, yo propongo —o más bien sugiero— cautela. Porque, aunque nada es nuevo y lo nuevo no nos acerca a nada, prioricemos la singularidad de las corrientes eléctricas, neuronales y hormonales que su servidor genera con cada trazo escrito.
No sé si lo que pienso es filosofía o apenas una forma de estar vivo. Pero si mi razón nace del cuerpo, y el cuerpo es caos organizado, entonces cada pensamiento es un accidente bello que el lenguaje apenas logra sostener.
Así como el cáncer se oculta en una tabla vieja de la montaña rusa, esperando el momento exacto en que el vagón pase para entorpecer su trayecto, las preconcepciones anidan en los rincones menos vigilados de la mente. Parecen inofensivas, parte estructural del pensamiento, pero basta una sacudida, un giro brusco, para que evidencien su desgaste.
Las ideas heredadas, las verdades repetidas, las certezas nunca cuestionadas: todas ellas operan como cánceres filosóficos, erosionando la posibilidad de expansión. No nos derriban de inmediato, pero nos limitan en cada curva.
Por tanto, la cura no subyace en conocer la enfermedad. Porque así trabajamos los médicos: detectamos la enfermedad para curarla, y si no curarla, procurarla para permanecer en existencia. Pero en este plano más profundo, la cura parece estar arraigada a lo que no se puede nombrar. Porque de algo me he percatado en mi camino: en medicina no se cura aquel que ya no tiene la enfermedad, se cura aquel que, aun con la enfermedad, ha aprendido a vivir curado.
Vaya, y qué grandes ejemplos me ha ofrecido el oficio. Ha sido la enfermedad —esa vieja maestra severa— la que más lecciones ha susurrado, no en mi carne, sino en los cuerpos de otros: pacientes que he visto resistir, quebrarse, sanar o simplemente continuar. Cada uno de ellos ha sido una página viviente que la salud, esquiva y difusa, nunca logró escribir con la misma intensidad. Pero no nos detengamos a pensar en la salud, porque es un concepto poco claro; ni siquiera quienes amamos la medicina sabemos realmente qué es.
Llegados a este punto, no dudo que alguna mente médica haya captado el susurro oculto en la metáfora: ese mensaje canceroso incrustado en la vieja tabla de la montaña rusa, esperando el paso del vagón para torcer el destino. Así como un gen alterado o una molécula errante puede precipitar un cuerpo hacia el abismo, también una idea mal digerida, una lectura sin alma, puede empujar la mente al polvo callado de las estanterías donde yacen los pensamientos olvidados.
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