Cuento
“Mañana me voy “
Autor Fernando Barbos (seudónimo.
En las selvas del Guaviare, la naturaleza se desborda en una explosión de vida. Los árboles frondosos, altos y robustos se elevan hacia el cielo, formando un dosel verde que filtra la luz del sol en suaves destellos dorados. A pesar de su belleza, el ambiente está impregnado de un aire sombrío, como si la tierra misma guardara secretos oscuros. El canto de los pájaros resuena entre el canto de las hojas, pero también había un silencio tenso, como un eco lejano de la historia reciente de la región. Los cultivos de coca se extendían como un mar verde a lo largo de los caminos de tierra. Las hojas, brillantes y vibrantes, contrastaban con el suelo marrón, y el olor terroso se mezclaba con el aroma dulzón de la vegetación. Estos cultivos, prósperos y cargados de promesas, eran también el símbolo de una vida ambigua, donde el trabajo duro se entrelazaba con la leyenda de riquezas y posibles peligros.
En medio de este paisaje, de mediados de los 80s, Florencio Hernández se destacaba. Era un raspachín nacido y criado en Boyacá, con un espíritu emprendedor y una risa fácil y contagiosa, que resonaba como una melodía en la selva, su voz era un canto alegre que contrarrestaba la opacidad del lugar. Florencio, de estatura media y complexión robusta, llevaba una gorra desgastada que lo protegía del intenso sol. Su piel, tostada por el trabajo al aire libre, era un mapa de arrugas y surcos que narraban historias de esfuerzo y perseverancia, por aquellos días se encontraba trabajando, como raspacho, en una finca donde el trabajo abundaba , de vez en cuando salía a un caserío cercano con sus compañeros de trabajo para tomar trago y saciar sus apetitos sexuales,, él se distinguía por no gastar mucho, solo pedía al patrón pequeños prestamos, la mayor cantidad de su sueldo lo dejaba en manos de su jefe, que le llevaba una rigurosa contabilidad en un cuaderno viejo y muy bien llevado .
Pues bien, Florencio trabajaba en una finca de Mauricio Camacho, ubicada en medio de una selva muy abundante, allí existían, muy bien escondidos grandes cultivos de coca, además había algunos cultivos de plátano, yuca, y papaya en un paraje robado a la selva de unas 100 hectáreas. A primera vista, Mauricio era un hombre que inspiraba confianza; su sonrisa era amable, su porte, imponente. Sin embargo, aquellos que lo conocían en profundidad sabían que detrás de su fachada amigable se escondía un carácter sombrío. De voz suave y mirada penetrante, era un hombre de pocas palabras, lo que le otorgaba un aire enigmático. Su vestimenta, siempre pulcra y ordenada, contrastaba con los harapos de los raspachines, como si el mismo bosque decidiera hacer una distinción entre su mundo y el de ellos.
Este patrón cocalero vivía con Herminia, su esposa esta señora de mediana edad y facciones de mujer bonita, era el sol que iluminaba la sombría finca, su belleza serena y una amabilidad innata, siempre sonreía a los trabajadores, cambiando el talante de la jornada con un simple gesto. Sus cabellos oscuros caían en suaves ondas sobre sus hombros, y sus ojos negros brillaban con una luz especial, ella no había tenido hijos, aunque conservaba un espíritu muy maternal, de pronto por el hecho de haber criado con mucho amor una sobrina de nombre Dayana, una joven que para ese entonces tenía como unos 18 años y ya era madre de una niña pequeña, su retoño y su recuerdo de pendeja decía ella entre risas, ella era en esa finca la alegría de ese fundo pues parece ser que le gustaba tener aventuras de amor con los obreros, eso sí muy discreta , pues su tío la vigilaba demasiado. Le ayudaba en los quehaceres a su tía y ambas destacaban por su habilidad en la cocina, y se decía que cualquier platillo que tocaban se convertía en un manjar delicioso.
Los otros habitantes eran otros cuatro raspachines: Ezequiel, el pensador del grupo, siempre en busca de una solución ingeniosa para cada problema que enfrentaban en el campo. Rogelio, el fuerte, capaz de cargar las más pesadas mochilas, con una risa estruendosa que hacía temblar las hojas de los árboles, los otros eran 2 eran mujeres que vivían en el caserío pero pasaban temporadas de 15 días en la finca e iban al pueblo donde vivían a pasar unos días cada mes: Marta, la más joven, de apenas dieciocho años, que llegaba cada mañana con un brillo de esperanza en sus ojos, lista para trabajar sin descanso, Carmen, una mujer mayor pero llena de energía y saberes, quien había visto el paso del tiempo por esta selva y sabía contar las historias de aquellos que habían estado antes que ellos, además guardaban en secreto una vieja historia de aquellos lares , mas bien un chisme mal intencionado, según Carmen.
Todo había sido bueno en aquellos parajes hasta hacia como 5 meses, cuando la paz aparente de la finca pronto se vio interrumpida, un grupo de guerrilleros comenzó a moverse por la región, y su presencia se sentía como una sombra al acecho. Hombres y mujeres de rostros serios y miradas decididas, parecían dispuestos a todo para establecer su dominio. A pesar de su número reducido, eran un recordatorio constante de los conflictos que asolaban al país, un eco de las tensiones que se vivían en otras regiones, la presencia cercana de ese grupo de personas, sembraba un ambiente de inquietud y zozobra.
Pues siempre deambulaban, con sus armas por todos los rincones y de pronto aparecían en una finca sin advertencia, como la sombra letal de la muerte, y ya se decía que se habían llevado gente para asesinarla y después desaparecer los cuerpos, cosa que aun nadie daba, por cierto, debido a la gran cantidad de raspachines y otros personajes que entraban y se iban sin previo aviso, así La vida en la selva era un delicado equilibrio entre trabajo, amistad y miedo. Florencio, con su buen humor, trataba de ahogar cualquier indicio de preocupación con historias y risas, pero a cada rayo de sol que se ocultaba tras los árboles, una inquietud se cernía sobre la finca. ¿Qué pasaría si los guerrilleros decidían cruzar el camino de Mauricio?, o de alguno de sus empleados?, ¿o si de pronto les diera por reclutarlos?
Ese era el murmullo, que parecía que Las hojas susurraban al viento, mientras los raspachines continuaban con su labor, ajenos y conscientes, en un mundo que parecía ser tan hermoso como peligroso, cuando el alba apenas despuntaba en el horizonte, los raspachines se levantaban de sus lechos, con la promesa de un nuevo día, serían las tres de la mañana, o antes, el murmullo de los ríos y el crujir de la selva despertaban con ellos. Cada raspachín con la ropa de faena la misma de la jornada anterior, los ojos aun entrecerrados pero llenos de determinación. Entre risas y bromas, después de un café, iniciaban la labor en los campos de coca.
—¡Vamos, que hay que aprovechar el día antes de que el sol nos achicharre! —gritaba Florencio, estirando los brazos como si quisiera abrazar toda la selva.
—¡Ay, Florencio, siempre tan entusiasta! —respondió Rogelio, con una sonrisa burlona—. No te olvides que estamos trabajando, no de fiesta.
—Fiesta = cosecha, ¡Eso tú no lo entiendes! —replicó Florencio, guiñándole un ojo y riendo.
Desde el amanecer hasta las nueve de la mañana, las hojas de coca caían como el sudor de sus frentes, llenando las lonas de hojas olorosas, las manos se volvían expertas en pelar las ramas de los arbustos de coca la cosecha, Cuando el sol ya posaba alto sobre los árboles y el canto de los pájaros culminaba, un sentimiento de alivio inundaba el grupo, pues ya era la hora del pesaje y la primera comida del día.
—¡Al fin, a desayunar! —exclamó Marta, lamiéndose los labios al imaginarse el café en leche, acompañado de arepa y carne seca, o arroz recalentado, con huevo frito por encima, esa era la dieta del inicio del día.
La mesa se llenaba de risas y gritos, al terminar esa comilona algunos raspachines daban por terminada la jornada, el tiempo se convertía en una aventura liberadora. Para algunos raspachines, que optaban por vagar entre las sombras de la selva,
—A ver, ¿quién se anima a explorar un poco? —sugirió Ezequiel, con un brillo travieso en los ojos.
—Yo me apunto, pero solo si prometes esquivar los guerrilleros, ¿sí? —dijo Marta, bromeando, aunque con un leve escalofrío.
Mientras tanto, Florencio, que nunca encontraba suficiente en el trabajo, decidía extender su jornada hasta las cinco de la tarde, convencido de que el sudor en su frente sabía a orgullo y a más plata que era una anotación más en el cuaderno de cuentas de don Mauricio.
—¿Vas a trabajar todo el día, Florencio? —preguntó Herminia, con curiosidad—. No pensarás que hay algo en esos cultivos que nosotros no sabemos.
—No, no, querida Herminia, solo quiero llenar mis bolsillos de monedas antes de que esta selva me los robe —respondió él, riéndose mientras comenzaba a recoger más hojas.
Pero no eran solo los trabajadores del campo quienes variaban su forma de entretener el tiempo; la sobrina de los dueños de casa, esa joven de piel suave y risa encantadora, frecuentemente tenía citas en algún rincón de la finca, con hombres que entraba a hurtadillas en la finca, cuando no tenía como amante de ocasión a algún raspacho de ahí, todos caían ante su belleza inocente, pero sus romances por orden suya solo eran fugaces, nada de compromiso.
—¿Viste cómo sonríe Valeria? —dijo Herminia, mientras caminaba junto a su sobrina aun caño que les servía de bañadero—. Ese no es un simple saludo, es un hechizo que lanza a todos– los hechiza pero solo mientras les saca el jugo, contesto Martha—así es lo bueno nada de compromisos –
Como el silbido del viento entre las hojas, su risa tenía la habilidad de romper la tensión del aire cargado de misterios. A menudo, la veían aventurarse a la antigua choza donde se guardaban las herramientas, donde los murmullos de su entrada eran seguidos por ruidos de risas y juegos, preludio de intensos encuentros amorosos, en efecto allí bien escondido estaba un mozalbete de una chagra vecina
—¿Qué tal, Valeria? —preguntó Santiago, moviendo sus brazos hacia ella y guiñándole un ojo—. ¿Te gustaría enseñarme los secretos de estos cultivos?
—Siempre y cuando me traigas un des pa’ unos calzones y un slack que tengo apartados en la tienda —respondió ella, picante, mientras se metía en la choza, dejando a Santiago aturdido con su respuesta.
Así eran las relaciones que ella sostenía y los adultos jóvenes, intrigados y animados, se pasaban el secreto entre ellos y jamás en público ni en voz alta se hablaba, de cómo esa niña inocente, disfrutaba y ganaba dinero, con los hombres que se colaban en aquel rancho tras ella para disfrutar de un ‘paseo artístico’, donde la amabilidad de su compañía se transformaba rápidamente en momentos de dulzura y placer, a veces ella cambiaban las penumbras de ese cuarto, por rincones en la selva, ojala cerca de un caño, porque ella era muy aseada y al terminar los encuentros se bañaba rigurosamente, hasta borrar las huellas del estropicio, así Los risueños murmullos, casi melodiosos, se intercambiaban bajo un dosel de hojas, con el aroma fresco de la selva como testigo.
—Ven aquí, que tengo algo que mostrarte, Valeria —decía el mozalbete de turno, mientras tiraba de su brazo.
—¡Ay, que siempre están buscando problemas!, mejor desenfunda ese machetico y rómpeme toda —respondió ella, riendo y resistiéndose un poco, pero el brillo en su mirada delataba su calentura.
Esas aventuras, en el rancho y en la selva se volvieron leyendas, pero no eran las únicas, que se tejían entre las hojas; historias de pasiones ocultas, risas entre cuerpos sudorosos en la frescura de la selva, y susurros compartidos que hacían que cada día se sintiera como el primer amor, o el ultimo, pues con el final de la temporada y la llegada de diciembre y el verano, las chagras quedaban solas y en las casas algún cuidandero, pues muchos chagreros se iban de vacaciones al interior, a sus tierras de origen, pero don Mauricio nunca viajaba el permanecía en su fundo .
Con la caída del sol y la llegada del crepúsculo, los raspachos que habían paseado por el monte volvían cerca de la casa, por los linderos del cultivo, donde siempre encontraban a don Floro, listo a entregar, otra Lona llena, seguro la última del día, al atardecer el aire se llenaba de promesas y anhelos, aquellas personas sabían que, aunque el día exigía sudor y esfuerzo, la vida también les ofrecía momentos para soñar.
—Florencio, ven aquí a ver esto —le gritó Rogelio, señalando un claro mientras el sol se ocultaba—. Te aseguro que hay aventuras esperando.
Mientras Florencio se unía a sus amigos, la risa y la música de la selva retumbaban, haciendo eco de un día más de vida, que terminaba en el Guaviare, donde cada jornada representaba un nuevo capítulo lleno de búsquedas, risas y el abrigo del amor entre las hojas. Aquella tarde el motivo de los gritos del compañero era para que vieran que allá a lo lejos, la niña Valeria estaba en plena faena, montando un “semental” joven de otra finca, al cual no vieron ni distinguieron pues ella estaba encima con sus senos al viento, acariciadas por 2 manos desconocidas, el espectáculo termino muy pronto y ella se acostó sobre el hombre con un gesto de desencanto, pues solo le duro como 5 minutos. Por su parte los mirones tambien desaparecieron rumbo a la casa, algo desencantados.
Era un atardecer nostálgico, parecido al cielo de Boyacá teñido de tonos anaranjados y morados, cuando Florencio, pidió a su patrón ver su cuaderno de cuentas, sentados en la mesa de la cocina, pudo darse cuenta que en 2 años de arduo trabajo ya tenía un buen dinero ahorrado. Se sintió tan feliz como para sentir La calidez de aquella casa, impregnada del aroma del sancocho que cocinaba Martha, se sintió ilusionado con una agradable sensación de confort y anhelo al mismo tiempo.
—Mira, Florencio —dijo don Mauricio, inclinándose sobre el cuaderno—, esos números son una fortuna. ¿De verdad piensas invertirlo todo en tu casa?
—Lo pienso, Patrón —respondió él, con una mezcla de emoción y temor—. Doy el paso adecuado y mejoro mi rancho y le doy un futuro a mi familia, invirtiendo en un cultivo de papa y cebolla.
Ezequiel, que estaba sentado cerca, acariciaba a un perro de cacería. —No sé, hermano, a veces el dinero atrae problemas. Con los guerrilleros merodeando, debe tener mucho cuidado cuando vaya a salir hacia su tierra
—Siempre es lo mismo, Ezequiel —intervino Herminia—. Cuando alguien porta dinero La vida está llena de riesgos. Pero tú, Florencio, mereces disfrutar de lo que has trabajado.
Como ya era tiempo de la merienda Martha se acercó con un plato humeante y lo dejó sobre la mesa. —Lo que importa es que tu corazón está en tu casa. Si decides volver acá, seguirás ganando buen dinero.
Desde una ventana cercana Carmen se sumó a la conversación, miró por la ventana. —La lucha por ganar dinero y progreso es antigua, pero el amor y la familia siempre tienen un lugar.
La conversación se llenó de anhelos y preocupaciones mientras el día se apagaba y las sombras comenzaron a danzar en las paredes de la casa. Florencio sintió en su pecho un peso y una liberación al mismo tiempo, como si cada palabra de sus amigos le diera alas para soñar.
—Mañana me voy —declaró, firme—. No puedo esperar más. Este hogar será el refugio donde nuestros sueños florezcan. El destino nos aguarda
Don Mauricio aquella noche los invito a tomar, para ello saco varias botellas de Aguardiente antioqueño que reservaba seguro para una ocasión especial y esta era una de ellas, ya había decidido que todos se fueran a descansar a sus hogares, pues el verano ya tenía las plantas de coca a un nivel muy bajo de producción, el terminaría el proceso de producción de base de coca, del último guarapo que quedaba en el laboratorio.
La fiesta de despedida fue una explosión de mucha alegría, el sonido de los vasos brindando y el aroma del anís que flotaba en el aire caliente de la noche. Risas y abrazos se intercambiaban entre los dueños de casa y los raspachines, quienes contaban historias de amores perdidos y aventuras del pasado.
—¡Un brindis por los que se van! ¡Y que la suerte les sonría en sus tierras! —gritó uno de los raspachines, levantando su vaso de trago antioqueño, que chisporroteaba en la luz de la lámpara.
Florencio, ya ebrio, pues el patrón a él le recargaba el vaso, sentía la cabeza pesada y el corazón latiendo como un tambor en su pecho, intentó brindar también, pero se le tambaleó el mundo
—Yo no sé si esto es guayabo o si el aguardiente me ha vuelto conejo —murmuró, mientras se pasaba la mano por la frente sudada—. ¡Ay, qué vaina tan arrecha!
Al llegar la una de la madrugada, la fiesta llegó a su fin y todos comenzaron a despedirse, para luego ir a sus lechos, por ser la última noche, el patrón concedió que durmieran en parejas, la más beneficiada fue Carmen que se acostó con Ezequiel, a quien le traía ganas desde hacía mucho tiempo, aunque ya era, se dio mañas de conquistar al joven en medio del trago y del baile, claro que a pesar de sus años Carmen aun era una hembra apetecible, pues tenía un buen cuerpo y la fogosidad de una jovencita, aún con las risas resonando en sus oídos. Mientras los otros raspachines se dedicaban a juegos sexuales, Florencio sentía una punzada de tristeza en el pecho. Al rato se quedo dormido , pero casi amaneciendo en su lecho apareció Valeria, quien prácticamente lo violo con sus caricias intensas y fogosas seguro por el efecto del alcohol, además le dijo – ud me ha gustado siempre para echar un peleto, pero no me pareas bolas, además ahorita eres el único macho que me va a servir y está libre, es que ese viejo de mi tío, escasamente me hecho un polvito de 3 minutos, me dejo iniciada y después se dedicó a mi tía — tal era el grado de desfachatez de esta santurrona.
Mucho después de amanecer, cuando el canto de los gallos sonaba trasnochado, y con la resaca viva, es más aun actuaba como ebrio, tomo su maleta que era una vieja tula, en el fondo de la cual iba su dinero, en los bolsillos llevaba un dinero suficiente para pagar pasajes y comprar algo de comida durante el viaje, se había olvidado de que se comprometió la noche anterior a ir de cacería con don Mauricio, irían unas tres horas y luego el saldría a camino donde tomaría una moto que lo sacara al pueblo, don Mauricio ya estaba en la cocina tomando tinto, con su vieja carabina terciada al hombro y una bolsa de lana, además el perro cazador amarrado con una cuerda.
—¿Listo para atrapar un tigre, Florencio? —preguntó don Mauricio, con una sonrisa que no alcanzó a disipar la sombra de lo que Florencio había sentido la noche anterior.
—¡Claro, patrón! Aunque creo que el único tigre que tengo dentro es el guayabo —respondió Florencio, intentando reír, y zafarse del compromiso, pero solo le salió una risa apagada, como el eco o un susurro perdido en la brisa de la mañana.
Don Mauricio lo observó, la tempestuosidad en sus ojos ocultaba más de lo que quería admitir. —El tigre que buscaremos hoy es astuto. Pero tú, Florencio, tienes la mano para conseguirlo –dijo don Mauricio, dejando entrever un desafío.
Después del desayuno, los dos se adentraron en el monte, el sudor empezando a resbalar por la frente de Florencio, quien trataba de combatir su resaca con el aire fresco y el canto de las aves. Conforme avanzaban, los árboles formaban sombras que danzaban a su alrededor, como si la naturaleza misma los observaba con desconfianza.
De repente, llegaron a un claro donde unas huellas de tigre eran evidentes, profundas y frescas.
—Ahora necesitamos un hueco —dijo don Mauricio con una voz serena que contrastaba con la inquietud que sentía Florencio— bueno mijo para eso te hice traer esa pala.
Atrapado en cierta confusión, Florencio se puso a cavar, cada palada era un esfuerzo titánico, y el sudor corría por su cuerpo como un río desbordado. —¿Y no se supone que vamos a cazarlo, patrón? —preguntó, el corazón acelerado y la respiración pesada.
Don Mauricio lo miró fijamente, como si la atmósfera se cogiera de un hilo en tensión. —A veces, Florencio, el cazador se convierte en la presa. Tienes que ser astuto, aunque hoy no parezca que todo es lo que parece.
Los ojos de Florencio brillaban con una mezcla de confusión y miedo. Mientras el hueco era cada vez más profundo, según el plan don Mauricio iría arriba donde presuntamente estaba el tigre y lo acosaba para que corriera y cayera al hueco profundo que él había abierto, pero don Mauricio permanecía allí después de dar un rodeo y volver, Florencio tuvo la certeza, de que algo oscuro y ominoso se cernía sobre él, mientras su patrón le apuntaba descaradamente con el arma.
—Oiga, don Mauricio, ¿no es raro todo esto? —preguntó Florencio, tratando de ahogar la inquietud que subía por su corazón.
—Tienes que aprender, joven. No siempre el guayabo es el mayor enemigo. A veces, lo peor está más cerca de lo que crees —respondió don Mauricio con un tono cortante, Florencio, con un escalofrío por la espalda, se convenció de una vez que algo no estaba bien. El sonido del disparo de la carabina resonó y un dolor punzante lo atravesó como un relámpago, lanzándole al fondo del hoyo que el mismo hizo,
—¡Patrón! —gritó, pero sus palabras se desvanecieron en el eco. Tardío del disparo.
sintió que la vida se le escapaba como agua entre los dedos. Vio la silueta de don Mauricio sobre él, una sombra oscura que lo miraba como un gato mira a su presa.
—Lamento que tus días se acaben aquí, Florencio —dijo con una frialdad inquietante—. Pero así es la vida en esta finca.
Sin más testigos, Florencio fue enterrado en el hueco, la tierra cubrió su cuerpo y sus pertenencias, menos el dinero que el asesino guardo en su mochila, el manto ominoso de la maldad, estaba allí en esa finca mientras el sol seguía brillando en un cielo azul, don Mauricio, regreso, a los demás raspachines que ya se iban les dijo que Florencio les mandaba muchos saludos, mientras estos emprendían el camino en medio de un aire enrarecido y muchas risas, que se fueron tornando más débiles, a medida que se alejaban, dejando atrás un susurro de secreto atrapado entre las torna sombras, del espacio bajo las sombras de la intensa maleza de los árboles, se fueron sin saber, que un alma noble había quedado atrapada en este lugar traicionero.
El tiempo prosiguió su marcha inexorable, pasaron varios años cuando sucedió algo que don Mauricio no esperaba, por la vereda aparecieron personas que venían del interior del país, venían buscando desaparecidos en el Guaviare, muchos que el conoció, entre ellos Florencio, escarbaron, hablaron con habitantes de muchos años, y se supo que la mayoría de esos desaparecidos, habían sido raspachines en la finca de los desaparecidos. Una vez más, el sol se ocultaba tras las montañas del Guaviare, y sus últimos rayos iluminaban el rostro cansado de don Mauricio, un hombre que había vivido a la sombra de su propia ambición.
Su finca, antes un paraíso de cultivos, ahora era un lugar cargado de susurros y sombras, donde el aire parecía estar impregnado de secretos y miedos. Cada vez se hizo más evidente, la desaparición de varios hombres que trabajaron en sus tierras no era sólo un rumor; era la realidad que lo perseguía, implacable y desesperante. Durante años, la guerrilla había mantenido un cerco de silencio en torno a su figura, mientras él se escondía en el refugio del silencio, convencido de que el tiempo lo absolvería de cualquier culpa.
No fue hasta que un grupo de personas del interior del país llegó a los alrededores de su finca, para después centrar la búsqueda allí, que el silencio se rompió, esas gentes venían empujando las puertas de la memoria, buscando a aquellos que habían sido engullidos por la tierra misma. Entre el listado de desaparecidos estaba Florencio, un hombre de mirada profunda y manos callosas, que había sido un raspachín, como muchos otros que alguna vez habían estado bajo los mandos de don Mauricio. Recordaba sus risas, sus historias de amor y de lucha en medio de las selvas del Guaviare, además otras voces, de quienes habían sido silenciados, comenzaron a alzar el vuelo, y cada palabra era un puñal que trozaba las defensas de un pasado que no podía ser borrado.
Los improvisados investigadores escudriñaron cada rincón de la finca, removieron la tierra que guardaba secretos oscuros. Interrogaron a los vecinos, quienes, con ojos cansados pero llenos de verdad, hicieron memoria de lo que sucedía en aquel paraíso que había comenzado a pudrirse. «Don Mauricio, el patrón que nunca miró al lado,» comentaban. «¿Y cómo vamos a callar lo que en su momento sospechamos?» decía Doña Rosa, una anciana de cabello plateado. «Nosotros también sufrimos, esos hombres se fueron como si nada.»
Ya las voces de esos buenos campesinos eran como el sonar de las bandadas de aves en un amanecer, y empezaron a formarse conclusiones entre los lugareños: don Mauricio había jugado con fuego y había terminado quemándose. “Ese viejo, el que antes tratamos con tanto afecto, ahora es el Diablo que arrebataba la vida de los incautos los nuestros,” decían los que conocieron a Florencio, mientras miraban la tierra donde una vez había trabajado. “No podemos quedarnos callados, la memoria de nuestros hermanos no se puede ahogar.”, querían justicia pronta y eficaz.
Y así, la guerrilla, aunque a menudo considerada como un ladrón de sueños, se convirtió en jueza de un pecado que resonaba en cada esquina del Guaviare. En una reunión clandestina, se discutía el destino de don Mauricio. «Nosotros somos la voz de ese legado olvidado,» proclamó el líder guerrillero, un hombre con la mirada de alguien que había visto más de lo que debería. “Haremos justicia, aunque a muchos les duela.”
Las remembranzas eran claras, como las aguas cristalinas de los caños que bordeaban la selva, comenzaron a formarse conclusiones entre los lugareños: don Mauricio había jugado con fuego y había terminado quemándose. Aquel que había prometido trabajo y prosperidad, se convirtió en una figura central del horror que alguna vez crítico, y la guerrilla, en su justicia elemental, decidió someterlo al mismo veredicto que había impuesto sobre tantos otros. Así, lo que comenzó como una búsqueda de desaparecidos se transformó en un juicio comunitario, donde su figura se volvía cada vez más etérea, amorfa, condenada a vivir en un silencio que hablaba más que mil palabras.
Un día, don Mauricio, consumido por el acoso que lo inquietaba y el peso de la culpa, decidió que ya no podía permanecer en la finca. Su silencio, que había sido su escudo, ahora lo veía como una cadena. Las noches se convirtieron en interminables letanías de arrepentimiento, y su anhelo por redención se hizo evidente. Era cierto que su silencio había conservado su posición de presunta inocencia y poder, pero no había silenciado los murmullos de la comunidad que se zambullía en el río de la memoria.
Por aquellos días tuvo una cruel pesadilla, donde aparecía Florencio, rodeado de muchos de los muertos víctimas de la avaricia de los patrones; vestía los pantalones percudidos, la camisa de años sinfín y su viejo sombrero, a su lado, otras voces vibrantes emergieron de las sombras de una noche inmensamente oscura. Con caras serias y resignadas, lloraban exigiendo justicia. «¿Y ese es el gran patrón que nunca les dio un baile?» se burlaban ellos. «Patrón, no olvide lo que hemos sufrido,» gritaban. “Fuimos tanta gente desaparecida y tú guardabas silencio mientras tus tierras se llenaban de tumbas olvidadas.” Y esa pesadilla permaneció hasta que la luz de la mañana la disipo.
En ese amanecer, don Mauricio comprendido, que el ciclo de la vida no perdona: a través de los años, el eco de su ambición había destruido gran parte de su propia humanidad. Pero Las llamas de la fortuna nunca apagan el vacío que deja el pecado. Como una enseñanza que flotaba en el aire polvoriento y narcotizante del Guaviare, se volvió claro que, en la vida, la ambición desmesurada puede conducir a la ruina del alma, transformando el éxito en una sombra que arrastra consigo el peso de la eternidad.
Don Mauricio miró al horizonte y comprendió que el silencio no lo absolvería, que la búsqueda de la verdad siempre te lleva a enfrentar tu propia oscuridad. “La ambición no debe engañarnos, porque va dejando huellas en el camino,” murmuró, mientras la brisa llevaba su voz hacia el camino de los desaparecidos.
El día de la ejecución pública, de don Mauricio; el aire estaba cargado de una mezcla de nervios y expectativa. Muchos habitantes se reunieron en la plaza, con miradas fijas en don Mauricio, quien era llevado por guerrilleros en medio de un silencio inquietante. Con la presencia de la gente que reunieron en el centro de aquel caserío, el comandante guerrillero, inicio su discurso: “Hoy se hace justicia,”. “Este hombre ha sido un ladrón de sueños y vidas. Nuestra tierra no necesita más opresores.”
Don Mauricio se veía quebrado, pero en su mirada había una chispa de desafío. “¡No me maten!” gritó, alzando las manos. “He trabajado para el pueblo, soy uno de ustedes.” Pero sus palabras fueron recibidas con risas burlonas y gritos de condena. “Ya no hay lugar para tus mentiras, patrón,” dijo un hombretón, familiar de un desaparecido, con la voz firme de la venganza. “Hoy la memoria de los que se fueron cobra vida.”
Con un movimiento rápido, el líder guerrillero desenfundó su pistola y, en un instante que pareció eterno, disparó. El sonido del disparo resonó en la plaza, y don Mauricio cayó al suelo, con un balazo en el centro de la frente, su cuerpo inerte dejando de ser parte de un entorno, que había controlado por tanto tiempo. Un murmullo de liberación recorrió a la multitud. «La finca ahora es del pueblo,» proclamó el guerrillero jefe, levantando su mano. «Nosotros representamos a quienes ya no están. Que el sudor de nuestros hermanos sirva al bienestar de todos.” La tierra que había sido testigo de tantas injusticias ahora se volvería un símbolo de esperanza, un nuevo comienzo para esa comunidad, aquel día doña Herminia
, la esposa de don Mauricio, y su sobrina, Valeria, presenciaron la escena desde un andén alto, aterrorizadas. Con la mirada fija en el lugar donde caía el hombre, sabían que el tiempo de huir había llegado. «Vamos, Valeria,» dijo doña Herminia con urgencia. Pensando que con el dinero que su esposo acumuló, podía empezar de nuevo.
Las dos mujeres se escabulleron de aquella región con un par de maletas y el dinero que don Mauricio había acumulado a lo largo de los años, huyeron hacia una ciudad cercana. En la nueva vida, se convirtieron en exitosas empresarias, manejando finanzas con la astucia que siempre había caracterizado a don Mauricio, pero sin el peso de su ambición ciega. La ambición, sin embargo, siempre lleva consigo sus remordimientos, pero ellas siempre creyeron de buena fe, que ese hombre era incapaz de las atrocidades de que fue acusado.
En su nueva vida, viviendo en una lujosa casa en la ciudad, caminaba doña Herminia bajo cielos luminosos, de vez en cuando recordaba el pasado, la finca y los hombres que un día jugaron con la vida. «La ambición puede enriquecernos, pero nunca con el costo de la existencia de otros,» pensaba ella, mientras la vida avanzaba. la historia de don Mauricio se convierte en una lección de encrucijada entre poder y justicia, deja una memoria que aun resuena en las tierras del Guaviare por generaciones.
San José del Guaviare abril 2025
Seudónimo: Fernando Barbosa
Los autores piden valorar su trabajo en el Nequi 3112474685.
GRACIAS.
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