—Sabe más el diablo por viejo que por diablo —apunto alzando nuestro brindis con una frase que siempre me hace sacar una sonrisa pícara que las vuelve locas. Ella se ha reído también, así que claramente está encantada. Nunca falla: la balconada con las buganvillas fucsia trepando por el muro, la música en directo, el mar y mi embarcación justo amarrada escaleras abajo; el hotel Adriano era el escenario perfecto. En realidad, es mi escenario, donde tengo a los extras, las frases del guión, el decorado y todo a mi favor.
«Demasiado vino, ya te estás meando otra vez, abuelo. ¿Cuándo tenías otra vez visita para el tema de la próstata?» —pienso, pero esquivo el asunto tan rápido como puedo para centrarme en mi joven acompañante.
—Tienes que probar las ostras, son la especialidad de la casa —recomiendo, confiando en que ella nunca habrá probado algo tan delicioso. Me excuso para ir al servicio con el pretexto de ir a saludar a un viejo amigo. En el aseo, el silencio me rodea por un momento.
«¿Qué te pasa hoy, muchacho? No estás como siempre» —me digo, algo frustrado. En el espejo, mi piel tiene un bonito bronceado en el que resalta el brillo dorado de mis cadenas, pero las arrugas y las manchas en la piel no dejan lugar a dudas de cuál es mi fecha de caducidad.
Me dirijo a la mesa para reencontrarme con Jennifer. ¿O era Jessica? Ya no lo recuerdo bien. Su piel es tan tersa que refleja la luz del sol. La gargantilla que le he regalado decora un cuello y un pecho que parecen dignos de un museo.
«En realidad, el que está para un museo eres tú» —suspiro hondo mientras dejo ir el dichoso pensamiento con el aire que sale por mi boca.
Jennifer habla alegremente con el camarero, que intenta hacer alarde de las pocas expresiones en castellano que conoce. Sus risas son estridentes y se clavan en mis oídos más de la cuenta. El chico advierte mi llegada, se retira unos pasos, agacha levemente la cabeza y me deja espacio.
«Todavía mando aquí» —sonrío a ambos y me dispongo a ponerle en su sitio.
—¡Madre mía, Enrico! Parece mentira. Hace medio año no habías dado un palo al agua en tu vida, y ahora mírate. Menos mal que tu madre acudió a mí.
El chico sonríe nervioso y se retira del tablero.
Las cosas vuelven a su cauce. La comida parece agradarle. Le cuento aquella vez que un alto cargo del gobierno brasileño me cedió una propiedad en Río con vistas a la bahía. Le digo, por supuesto, que la llevaré allí cuando resuelva algunos negocios en Milán. Todo le parece maravilloso. Las comisuras de sus labios le sostienen una sonrisa perenne y forzada.
«Le gusta tu fortuna, no le gustas tú, imbécil» —reflexiono a mi pesar. Hoy los pensamientos se han vuelto intrusos, furtivos y unos cabrones, ya que estamos.
El sol está en su apogeo, se cuela por los arcos de la balconada. A estas alturas del año, su intensidad es ya suficiente para aturdirme. El vino de la comida y la copa de después, junto con el calor de la tarde, me tienen algo mareado. Ella habla, pero mi atención se tambalea un poco, como mis pasos para dirigirme de nuevo al aseo. Ha dicho algo de que sus padres la llevaron una vez en un barco alquilado, algo de que estudia Empresariales y no sé qué de un perrito que se llevaba a la playa a pasear. Tengo comentarios y respuestas para todo eso. Lo que no tengo ya es tanta paciencia para fingir que me interesa.
Bajamos la escalinata hasta los embarcaderos. El mar está en calma. Tropiezo con una piedra suelta. Jennifer me sostiene del brazo y evita la caída.
«¡Suelta, suelta, hostia! No necesito que me ayudes» —tengo ganas de gritarle, pero reprimo el impulso.
En mi barco, por fin me siento a salvo. En el camarote, ella se desnuda ante mí. Lo hace con mucha gracia. Se suelta el recogido de la melena, se queda en ropa interior, sube a la cama, gatea hasta mí con una mirada de anuncio y desliza su cabello por mi rostro. Recorro la geografía de su cuerpo con las manos como quien da un paseo apático en un domingo por la tarde, sin ganas de empezar la semana. No siento nada.
Ella interrumpe su ritual, confiando en que ya me tiene encandilado. Va un momento al baño a perfumarse y a prepararse para mí. En la mesita de noche, su teléfono se ilumina insistentemente y vibra. Me incorporo un poco, me asomo a la pantalla. El tal Enrico le está escribiendo mensajes. No me interesa leerlos, ya tengo demasiada información.
Cuando Jennifer vuelve a la habitación con un kimono de seda roja, ya estoy embutiendo su ropa en su elegante bolsa de viaje. Me mira extrañada, me sigue por el barco, preguntándome qué diablos me ocurre. En el momento que llego a cubierta, lanzo su equipaje al mar. Le digo que baje, que se vaya con Enrico.
—¿A ti qué cojones te pasa? ¡Eres solo un puto viejo con mucho dinero! —me dice ella, gritando desde tierra firme.
—Tienes razón, soy un puto viejo que no tiene tiempo que perder —alzo mi mano en señal de despedida.
La embarcación se aleja de la costa. Me quedo a solas con el mar y su murmullo, el único que me acaricia sin importar el dinero o los años que tenga.
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