Ya no era como antes. Ya no se pintaban las noches que habíamos pasado en las profundidades del océano. Ya no salía disparada a la superficie para tomar un soplo de aire que me devolviera a la vida. Ya no gozaba de la desnudez, de esa caricia templada de sol y de sal. ¿Quién necesitaba aire después de tanta falta de él? Nos habíamos acostumbrado: a estar frías, a contener el aire. Sí, seguía subiendo a la superficie, pero apenas sacaba un ojo, solo uno, con el que analizaba cuánto de aquello era solo un espejismo. Su cuerpo también era distinto: pesado, lento, impermeable. Le exigía constancia. Cortar las cadenas era un esfuerzo, una inversión de esperanza. Sin cargador, sin batería que hoy la animara a ver la apuesta, mucho menos a ir con todo. Con un ojo fuera, burbujeando, dejando pasar la escena hasta volver a sumergirse.

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