Lola era libre.
Le encantaba correr, aunque le faltara un hueso en una de sus patas.
Tenía aventuras escritas en el cuerpo: líneas, faltas de cosas, sobras de otras.
Hablaban de bosques, de lluvia, de valles y matorrales.
A veces le gustaba el mar, nadar tranquilamente como si nadie pudiera verla.
El miedo nunca había sido un elemento regulador.
Podía disolver las tinieblas con su paso, con la vitalidad que exhalaba, propia de la falta de dudas.
Ese encanto de lo salvaje, de corazón inmenso, de mar abierto.
Interestelar, jupiteriano, así era ella.
Si una estrella tuviera nombre, sería Lola; esa era su forma de existir.
Inevitable, brillante.
Capaz de atravesar dimensiones para llegar más allá.
Pero había elegido un traje de plebeya.
Uno que le permitiera caminar descalza y arañada, uno que la hiciera creer que era invisible, que las leyes no podían contenerla.
Por eso ella era una loba.
Ni siquiera eso.
Era una perra, normalita, despelucada, flacucha, con los ojos pequeños y brillantes.
Como dos canicas que contenían todos los secretos de lo innombrable.
Parecía andar bailando, desaliñada pero resuelta.
Con esa gracia de quien le importa todo un pimiento.
Excepto su sed de más.
Lola era mi compañera, pisando juntas la humedad de las hojas mojadas, el olor a musgo, la luz que se cuela, los reflejos de la noche cuando todos descansan, excepto las bestias.
Compañera, ágil y zigzagueante.
Ella me mira, yo le miro.
Avanzamos.
No tenemos miedo; un cielo inmenso nos acoge, frío y cálido como nuestros pies.
También había días soleados, llenos de caminos de sal y de ríos.
Había siestas a la sombra de la orilla de aquel lugar.
Había también viajes, y sus canicas brillantes, y sus volveres.
Esos volveres que no empañaban la preocupación más que la complicidad de dos espíritus libres.
Lola es un cascabel.
Ella es un cascabel.
Y sabe.
Sabe encontrar a personas que, como ella, juguetean por rincones que a otros les pasan desapercibidos.
Con la inocencia de una perra, la falta de miedo de una niña, la inteligencia de una maga, la soltura de quien parece no tener las limitaciones de un cuerpo.
Así también era esa mujer.
Nos reconocimos.
Lo hicimos.
Y así Lola volvió a hacer magia: enseñarme una lección más, de muchas que están por llegar.
Que hay personas que también aman la libertad y la sabiduría más allá de las estructuras que nos limitan, y que, por ellas, el mundo es mejor.
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