En un cajón de estacionamiento, encogida y quieta, con su cabeza revestida de luz neón, una paloma. Enfrente, un muchacho se sienta en la banqueta y enciende un cigarrillo; se acerca y mira cómo brotan hormigas de las órbitas del ave. Al tiempo que tira la colilla, los polluelos de la muerta quiebran el cascarón; el nido, en un recoveco del edificio. Con sus ojos sellados baten las alas. No regresa la madre. Aparecen los primeros rayos que cargan las voces de la eterna procesión urbana. Ahora, cubiertos de llagas y tiesos, tienen agolpadas a las hormigas en los párpados; lágrimas color ladrillo.

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