La modernidad ha corrido, y hasta hecho, maromas tecnológicas. El mundo ha avanzado tanto que hasta los carros parecen tener alma y cerebro. Hoy, mientras acompañaba a mi hijo en la noble tarea de hacer compras —descubrí que el espejo retrovisor del carro es, en realidad, un encantador impostor.
No es ya aquel humilde espejito que solo servía para ver si alguien venía a tus espaldas. No. Ahora tiene un botón mágico que, al ser pulsado, transforma su naturaleza y se convierte en oráculo moderno: se enciende una cámara, aparece un panorama trasero digno de película y uno ve la retaguardia del mundo con claridad de profeta. ¡Qué maravilla! ¡Qué prodigio!
Así vamos, con avances que rozan lo mágico: casas que te hablan, computadoras que te entienden, y Alexa, esa fiel esclava digital que todo lo sabe y nunca se cansa (ni te contradice). Y la Inteligencia Artificial, nuestra amiga, cada vez más lista… hasta el punto en que uno empieza a sospechar que el tonto de la casa ya no es el televisor.
Pero, ¡los espejos! ¡Esos malditos traidores del hogar! ¿Qué fue de aquellos nobles vidrios que embellecían nuestras imágenes? Los de ahora parecen haber sido fabricados por el enemigo. Hace treinta años me paraba frente a uno y me devolvía la imagen de un joven, erguido, radiante de energía. Hoy me planto ante un espejo, y lo que me devuelve es la visión de un anciano desconcertado, marchito, como si en lugar de reflejarme a mí, estuviese mostrándome al abuelo de no se saben quién.
¿Será que la industria del espejo ha retrocedido? Sea como sea, exijo una investigación.
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