No mates a las arañas

No mates a las arañas

Vidal

07/04/2025

Si no hay otra opción, prefiero morir. Jamás te hablé de esto por temor a descubrir a la espantosa criatura que se asoma al doblar la esquina de mis peores sueños. Pero el otro día los escuché hablar de dejarme allí, en ese lugar maldito. ¡Antes muerta! No dudes de lo que te cuento, hijo, escribo esto lúcida porque el temor ha reanimado mis sentidos.

Iba a ese asilo cuando niña para ver a mi abuelita, y muchos años después comencé a ir como enfermera. Cuando recién entré a trabajar, me sorprendí al saber que ahí estaba aún la señora Neíta; recostada, siempre pendiente del jardín desde su oscura habitación. Era una anciana que, en lo mínimo, tendría cien años la última vez que la vi, si aceptamos que tenía la misma edad que mi abuela. No hay cédula en que conste la fecha fundacional del asilo, ni una pista nos da su inusual arquitectura salvo de que se trata de un edificio antiquísimo; no me extrañaría que hubiera residido allí aquella vieja desde que, por primera vez, se abrieron las puertas.

En una de mis visitas a mi abuelita nos quedamos viendo un rosal; se asomaron unas patas largas y gruesas de color marrón dentro de una de las flores. Resoplé y abracé a mi abuelita, me susurró que las arañas no hacen nada si no las molestan, que son buenas porque comen plagas. Eso le explicó Neíta, me confesó, y «Neíta es una mujer sabia». La última vez que la vi tenía una rosa en la ventana que daba al jardín. Me miró fijamente, no la vi pestañear, y se quedó callada. Murió tres días después.

Cuando comencé a trabajar en el asilo me asignaron a varios residentes, entre ellos, a Neíta. Me pidieron que le hiciera una limpieza de oído a diario, al punto de las seis de la tarde. No le gustaban los focos; si no fuera por el estor que daba al jardín, solo habría tiniebla en esa habitación. Estaba la cama a un lado de la ventana. Silencio. Solo un sobrealiento rasposo y lento. Forzaba la vista para asegurarme de que no quedara rastro de pus o vellos en sus orejas. Gemía y retorcía pies y manos con el tacto del algodón plisado. Su voz era grave, gravísima; el aullido de una bisagra vieja. El líquido de sus orejas era blancuzco, turbio y denso.

Una vez le pregunté si recordaba a mi abuela, doña C…; se quedó inerte con los ojos cerrados; un sarcófago de carne. No insistí.

Ninguno de mis colegas sabía decir algo sobre la señora. Cuándo y cómo llegó, cuántos años tenía, si tiene marido o hijos. Nadie recordaba la última vez que alguien la visitó. Tampoco parecía importarles en demasía. La he visto en el comedor, en su silla de ruedas, tiene la cabeza agachada, sus manos encrespadas, sus largas piernas con violencia dobladas. Su piel, pálida; sus ojos, sellados; su cabello, enfermizo. No hablaba, salía de ella una respiración congestionada y húmeda.

Cuando un día acerqué el cuentagotas al oído de la vieja, liberó de su infernal garganta el bajo lamento. Comenzaron a convulsionar manos y pies. «Ya casi acabamos, señora Neíta, aguante un minuto». Para continuar con el otro oído, volví su rostro hacia mí; su cadavérica apariencia me hizo retroceder un paso, como siempre, pero esta vez sonó un crujido, como una hoja seca. Miré el suelo; estaba demasiado oscuro. Un silencio fúnebre. Me observaban, cuando volví la vista a la cama, dos desmesurados agujeros que lloraban ese líquido blancuzco y oloroso que le salía por el oído. Mientras Neíta se empujaba para enderezarse, retrocedí. No dejé de mirarla; llegué hasta la puerta y tomé la perilla. Dos patas gruesas y velludas, cada una más larga que un ser humano, salieron por debajo del pie de cama. Como troncos gruesos y podridos de un olmo. Enmarcaba el estor la erguida sombra de la señora cuyos brazos pendían como flores muertas. Le di la espalda para salir; al mirar a través del resquicio de la puerta, ya no estaban ella ni las patas. Azoté la puerta, retrocedí. Retrocedí.

El silencio se adueñó del asilo; todos los residentes y el personal, petrificados, me seguían con la mirada; cientos de ojos clavados en mí; algunos se asomaron por las puertas de sus habitaciones, otros por las ventanas, por los pasillos y las esquinas. Con disimulo firmé el libro de llegadas y salidas. Me temblaban las rodillas, las manos, el pecho. Me desvanecí detrás de la verja.

Así que, hijo mío, solo muerta me llevarás a ese asilo, antesala del infierno.

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