Si no hay otra opción, mejor mátame. Donde sea menos al asilo San Jerónimo.
No hay cédula en que conste la fecha fundacional del asilo; ubicado en el último rincón apacible del centro de la ciudad. Iba cuando niña para ver a mi abuela, después, como enfermera. Quedé sorprendida al saber que ahí estaba aún la señora Neíta; recostada, siempre pendiente del jardín desde su fría y oscura habitación. Durante una de mis visitas a mi abuela, nos quedamos viendo un rosal y, dentro de sus pétalos rojos, se asomaban unas patas largas y gruesas de color marrón. Grité y abracé a mi abuela. Ella me acarició y me afirmó que las arañas no hacen nada si no te metes con ellas; que hacen un bien porque comen plagas; eso le dijo Neíta, y «Neíta es una mujer sabia».
Cuando recién entré a trabajar, me asignaron a varios residentes, entre ellos, Neíta. Debía limpiarle el oído a diario, al punto de las seis de la tarde. Si no fuera por el estor que daba al jardín, total oscuridad dentro de su cuarto. Estaba la cama a un lado de la ventana; respiraba profundo y con dificultad. Tenía que forzar la vista para asegurarme que no quedara rastro de pus en sus orejas. La señora gemía y retorcía pies y manos cuando frotaba el algodón plisado con su piel. Su voz era grave, gravísima; una bisagra vieja que aullaba.
Al terminar le pregunté si recordaba a mi abuela, doña Clara. Permaneció inerte con los ojos cerrados, un sarcófago de carne.
Ninguno de mis compañeros sabía decir algo sobre la señora. Cuándo y cómo llegó. Ni cuántos años tenía. Si tiene marido o hijos. Nadie recordaba la última vez que alguien la visitó. Tampoco parecía importarles en demasía. La he visto en el comedor, en su silla de ruedas, tiene la cabeza agachada, sus manos crispadas, sus largas piernas violentamente dobladas. Su piel es pálida, sus ojos sellados y su cabello amarillento.
La última vez que la vi, acerqué el cuentagotas a su oído y liberó de su infernal garganta el bajo lamento. Comenzó a mover sus manos y pies. «Ya casi acabamos, señora Neíta». Para continuar con el otro oído, volví su rostro hacia mí; su cadavérica apariencia me hizo retroceder un paso, sonó un chasquido, como una hoja requemada. Miré el suelo pero estaba demasiado oscuro. Un silencio fúnebre. Me observaban, cuando volví la vista a la cama, dos desmesurados agujeros. Mientras Neíta se arrastraba hasta quedar sentada en la cama, caminé sin despegar mi vista de ella hasta llegar a la puerta; tomé la perilla. Unas patas gruesas y velludas, cada una más larga que un ser humano, salieron por debajo del pie de cama. Dibujaba el estor la sombra erguida de la señora, pero cuando le di la espalda para salir, al mirar desde detrás por el resquicio de la puerta, había desaparecido.
El silencio de la recámara se había extendido por el asilo; enfermeros y residentes, petrificados; sin embargo, me seguían con la mirada. Fui al vestíbulo con la normalidad disimulada. Agarré la pluma con la mano temblorosa y firmé como pude el libro de llegadas y salidas.
A pesar de que han pasado décadas, cuando paso por esa calle se me eriza la piel. Sé que ahí sigue Neíta.
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